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lunes, 11 de noviembre de 2024

Ozempic y ciactrización

 

¿Hemos encontrado finalmente el bálsamo de Fierabrás? ¡Esta inyección parece servir para todo!

Los nuevos fármacos antidiabéticos como la semaglutida han saltado a tratar la obesidad, y ahora enfermedades de todo tipo: corazón, riñón, hígado, huesos... ¿dónde está su límite?

En uno de los capítulos más conocidos de El Quijote, nuestro protagonista, habiendo salido malparado de una escaramuza, pide a Sancho Panza que le traiga aceite, vino, sal y romero, ingredientes con los que elaborará el bálsamo de Fierabrás, remedio mágico cuya receta el hidalgo asegura conocer. Cuando su escudero pregunta de qué se trata, Don Quijote le responde "es un bálsamo de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que pensar en morir de herida alguna".  

https://www.alimente.elconfidencial.com/bienestar/2024-10-13/semaglutida-glp-1-balsamo-fierabras-cura-todo_3979506/

 

Revitalizando la eugenesia: aplicaciones éticamente indefendibles de la genómica

 

Revitalizando la eugenesia: aplicaciones éticamente indefendibles de la genómica

En 2001, hace ya más de 23 años, la humanidad logró un hito reseñable: conseguir leer el genoma completo de nuestra especie. Desde entonces, y a través de las sucesivas mejoras en la lectura de nuestro genoma, no hemos hecho más que aprender a utilizar esta enorme cantidad de información (3.340 millones de pares de letras en cada una de nuestras células, multiplicado por dos, la mitad heredada de nuestro padre y la otra mitad de nuestra madre) y a desarrollar aplicaciones útiles a partir de ella. Por ejemplo, gracias al conocimiento de nuestro genoma podemos detectar la presencia de mutaciones y diagnosticar las enfermedades de base genética, raras o no, que llamamos congénitas, incluso antes de que se manifiesten. Podemos detectar variantes genéticas que aparecen en algunas personas y que determinan su predisposición o resistencia a desarrollar algún cuadro patológico o a metabolizar adecuadamente o erróneamente algún fármaco, en lo que ha venido a llamarse la medicina personalizada de precisión. Podemos también identificar personas a través de los rastros biológicos que dejan, gracias a que el genoma nos singulariza, lo cual tiene un evidente interés en medicina forense y en investigaciones criminales. Todas estas podríamos considerarlas aplicaciones de alguna manera beneficiosas para el género humano.

Adicionalmente han aparecido otros usos que algunos llamamos recreativos y otros llaman test genéticos directos al consumidor que han enriquecido a numerosas compañías, tanto en forma de dinero como en datos genómicos de millones de personas, al popularizar el uso de herramientas que intentan correlacionar la presencia de determinados caracteres o rasgos personales con la identificación de variantes genéticas determinadas. Mientras estos usos tengan un destino no profesional, para echarse unas risas en familia en la sobremesa del domingo y discutir si uno tiene aproximadamente un 20% o un 30% de origen irlandés y otro tiene un 60% derivado del norte de África, no tengo nada que añadir. Pero el problema viene cuando algunas empresas han pretendido ir más allá y usar estas correlaciones, establecidas con mayor o menor robustez, para aconsejar la selección de un embrión humano obtenido por fecundación in vitro en base a determinadas variantes genéticas supuestamente asociadas a características psíquicas, como la inteligencia. Entonces tenemos un verdadero problema.

Hace unas pocas semanas saltó la noticia de una empresa estadounidense que por unos cincuenta mil dólares analiza un centenar de embriones humanos (obtenidos mediante técnicas de reproducción asistida, como la fecundación in vitro) para seleccionar aquellos que vayan a ser más inteligentes. Es tal el despropósito de esta iniciativa que se me agolpan los diferentes aspectos éticos que deben ser tenidos en cuenta y que, obviamente, en esta ocasión, se han desdeñado.

Cuando todavía recién estamos descubriendo los genes, individuales, cuyas mutaciones están detrás de muchas de las enfermedades congénitas, algunas devastadoras, que nos afectan hay quien quiere aplicar esta tecnología no con objetivos preventivos o curativos de enfermedades sino con evidentes objetivos de mejora, de mejoramiento, que no son más que eufemismos de la eugenesia, la selección de individuos, premiando a los que se reconocen como “puros” o “verdaderos” y descartando a los llamados “inadaptados”, que floreció primero en EEUU en algunos estados, como California, Carolina del Norte o Virginia, en el primer cuarto del siglo pasado y desgraciadamente sirvió luego de referencia a los científicos y médicos nazis del tercer Reich para sus deleznables experimentos durante la segunda guerra mundial.

El diagnóstico genético preimplantacional (DGP) es una técnica ampliamente usada en las clínicas de reproducción asistida para parejas que tienen evidencias previas o sospechan que pueden tener hijos con alguna enfermedad grave e incurable, al ser portadores de mutaciones recesivas en el mismo gen asociado a esa enfermedad. También si portan variantes genéticas dominantes cuya mera transmisión ya determina la aparición de la enfermedad o la condición genética determinada. Esta es una técnica regulada por la Ley de Reproducción Humana Asistida de 2006 y supervisada por la Comisión Nacional de Reproducción Asistida Humana. No todas las patologías o condiciones genéticas pueden beneficiarse de esta técnica. Se realizan biopsias a cada embrión obtenido por fecundación in vitro, se obtienen un número muy limitado de células que son las que se someten a un análisis genómico. Finalmente se seleccionan para implantar aquellos embriones que, tras analizar su genoma, no desarrollarán la enfermedad. Evidentemente, no todo el mundo está de acuerdo con este procedimiento, que es por supuesto voluntario y que cada pareja o cada madre debe poder elegir, tras recibir el asesoramiento genético oportuno. Pero una cosa sí que está clara, la aplicación de la DGP tiene un objetivo preventivo, para intentar evitar el nacimiento de niños que vayan a desarrollar enfermedades graves, incurables, mortales y que generan mucho sufrimiento tanto a los afectados como a los familiares. La aplicación de la DGP no está pensada en absoluto para seleccionar a los embriones que supuestamente vayan a dar lugar a niños más inteligentes.

Lo cierto es que no conocemos aún los genes que causan todas las enfermedades de base genética. No conocemos en detalle los genes que están asociados a las múltiples formas de cáncer que padecemos. Menos todavía conocemos en detalle los genes que contribuyen a características psíquicas como la empatía, la afabilidad, la sociabilidad o la inteligencia, a pesar de que ha habido sucesivos intentos que han servido para proponer sucesivas listas de genes que «parecen» estar asociados a estas características, netamente poligénicas, producto de la interacción de las proteínas codificadas por muchos genes distintos.  Hay que recordar que los estudios globales de asociación de variantes genómicas a determinados rasgos nos hablan de aparentes correlaciones con unas determinadas probabilidades, no de certezas ni de causalidades. El que seas portador de una variante genética encontrada en un 20% de las personas que acaban desarrollando una enfermedad no quiere decir que vayas a padecerla, ni tampoco que no vayas a padecerla. Tan solo nos habla de probabilidades, nunca de certezas. Lo cual es más cierto todavía cuando nos referimos a características psíquicas, no físicas, que aún entendemos menos y de las que carecemos todavía de mucha información.

El cálculo de los riesgos de caracteres poligénicos es algo extraordinariamente complejo, a pesar de que han florecido aplicaciones como la que plantea esta noticia (que pretende seleccionar embriones en base a su potencial inteligencia) que relativizan esa complejidad y ponen al alcance de personas que carecen de la información adecuada la supuesta capacidad de elegir embriones con unas características psíquicas determinadas. En realidad, lo que manejan estos cálculos es una mera probabilidad, nunca una certeza, como sí ocurre al diagnosticar la presencia de mutaciones netamente asociadas a la aparición de los síntomas de una enfermedad. Resulta interesante la lectura del informe que, sobre este tema, publicó el Observatorio de Bioética y Derecho de la UB, firmado por Itziar de Lecuona y Gemma Marfany.

Hay que recordar que lo que somos es producto de dos factores. En primer lugar, de nuestras predisposiciones genéticas, de nuestros genes, de nuestro genoma. Y, en segundo lugar, de todas las interacciones que tenemos con el medio ambiente, de nuestra educación, de nuestros hábitos de vida y del intercambio de información que realicemos con el entorno. La inteligencia, como cualquier otro rasgo de personalidad que nos define, requiere naturalmente de los dos componentes para desarrollarse en plenitud. Por lo tanto, representa un fraude científico pretender asociar directamente características de inteligencia a la presencia de determinadas variantes genéticas.

Adicionalmente, aunque supiéramos las variantes de esos genes que determinan una mayor inteligencia (que no los conocemos) en mi opinión no estaría éticamente justificado promoverlos en detrimento de otros, con el objeto de que nacieran niños supuestamente más inteligentes. El deber de la ciencia es ayudar a normalizar nuestras diferencias en salud y bienestar. No debe contribuir a ampliar estas diferencias. Esto es éticamente inaceptable y estaríamos aplicando de forma inadecuada nuestro conocimiento, no para permitir que todas las personas tengan una existencia adecuada, con salud y bienestar, sino forzando el nacimiento de niños y niñas supuestamente más inteligentes.

Otro aspecto que resulta altamente preocupante es la accesibilidad y asequibilidad de estos procedimientos. El acceso a estas técnicas naturalmente no va a estar al alcance de todos (¿quién puede pagar 50.000 dólares para seleccionar los embriones humanos a gestar?), por lo que se potenciarían todavía más las diferencias de clase social y, caso de tener un dudoso éxito, de las futuras perspectivas laborales de estas personas. Desaparecería el ascensor social que actualmente permite, en países que tienen enseñanza pública gratuita o subvencionada como el nuestro, que personas de extracción social humilde puedan estudiar y desarrollar enormemente sus capacidades.

Creo que es extremadamente peligroso revitalizar los sueños mesiánicos de la eugenesia, un mundo ideal, perfecto, en el que las personas son seleccionadas cuando son embriones por determinadas características (como la supuesta marca que determina que serán inteligentes, marca que todavía no conocemos) descartando aquellos que no cumplen determinados criterios arbitrarios que se han fijado. Este era el guion de una película mítica, GATTACA, adelantada a su tiempo (se estrenó en 1997) que todos veíamos como una distopía, propia de la ciencia ficción, pero que algunos pretenden llevarla hoy a la realidad.

Es del todo éticamente inasumible por nuestra sociedad y no deberíamos promover estas prácticas, que, además de no estar justificadas, carecen de la validez científica que las sustente.

https://montoliu.naukas.com/2024/11/10/revitalizando-la-eugenesia-aplicaciones-eticamente-indefendibles-de-la-genomica/

 

De genes, planos, adivinos y psicología

 

De genes, planos, adivinos y psicología

Blueprint. How DNA makes us who we are

Robert Plomin

Londres, Allen Lane, 2018

280 pp. £17.20

Aparentemente no queda nadie científicamente relevante que defienda el determinismo genético. Nadie con los suficientes conocimientos de biología cree que, al menos en lo que se refiere a los rasgos complejos del ser humano o de otros primates, particularmente los que tienen que ver con la conducta social, con la inteligencia y con aspectos psicológicos y de la personalidad, los genes lo sean todo y el ambiente no importe nada. De hecho, nadie bien informado ha mantenido nunca una postura tan insensata, y si hubiera habido alguien en el pasado, hoy todos los investigadores se adhieren al consenso científico acerca de la interacción entre genes y ambiente para explicar cualquier rasgo fenotípico en cualquier organismo. Eso sí, una vez aceptado dicho consenso, se supone que a nadie debería escandalizarle que la ciencia descubra mediante rigurosa investigación empírica que para unos rasgos los genes importan más que para otros.

Por esta razón, podemos sospechar que el psicólogo norteamericano Robert Plomin, autor de este libro, no se considera a sí mismo un determinista genético, a pesar de que buena parte de las críticas que su libro está recibiendo lo acusan de serlo, como, por ejemplo, la publicada por Nature con el título «Genetic determinism rides again». Plomin es un psicólogo experimentado, que lleva tres décadas trabajando con gemelos idénticos y mellizos, primero en la Pennsylvania State University, hasta el año 1994, y después en el King’s College de Londres, donde trabaja en la actualidad. Sus investigaciones lo han convertido en una de las figuras principales en el campo conocido como Genética del Comportamiento. Presidió desde 1989 hasta 1993 la Behavior Genetics Association, cuyo primer presidente fue nada menos que Theodosius Dobzhansky y ha recibido algunas de los más prestigiosos premios a la investigación, como el premio de la Asociación Estadounidense de Psicología a la mejor contribución científica en 2017. Así que, ciertamente, esta crítica no lo ha pillado desprevenido. Él mismo nos confiesa que no se atrevió a escribir este libro durante esos treinta años de carrera profesional, y no sólo porque quería encontrar un mejor apoyo empírico para sus tesis, sino, sobre todo, porque temía las reacciones de los colegas y del público en general. Quizá por ello, como queriendo conjurar las reacciones acusándolo de determinismo genético, nos asegura en las primeras páginas que, en realidad, «la investigación genética nos proporciona la mejor evidencia que tenemos de la importancia del ambiente, porque la genética explica sólo la mitad de las diferencias psicológicas entre nosotros» (p. ix); y lo repite más adelante, por si al lector le había pasado inadvertido:

En su nivel más básico, la genética proporciona la mejor evidencia que tenemos de la importancia del ambiente independiente de la genética. Esto es, la heredabilidad [de los rasgos] no es nunca cercana siquiera al cien por cien, lo que prueba que el ambiente es importante» (p. 32).

De hecho, entre sus logros anteriores está el haber mostrado la importancia que tiene en las diferencias de los rasgos psicológicos el «ambiente no compartido» (non-shared environment), asunto al que dedica un capítulo entero de este libro, el séptimo. En él explica cómo ese ambiente no compartido puede marcar diferencias entre los hermanos que no son explicables por la influencia del ambiente que sí comparten en la familia. Aclaremos que el ambiente no compartido es todo factor ambiental que afecta únicamente a un hermano sin afectar a otros, esto es, se trata de aquellas influencias ambientales «que hacen que los niños que crecen en una misma familia sean diferentes unos de otros» (p. 80). Puede tratarse de acontecimientos puramente casuales, como accidentes o enfermedades, o el trato diferente dado a cada hermano por los padres o por otros miembros de la familia, incluidos los demás hermanos, o la influencia de diferentes profesores, o diferentes amistades, etc. Por otro lado, Plomin reconoce explícitamente que «las influencias genéticas son propensiones probabilísticas, no programaciones predeterminadas» (p. 43). ¿Están entonces equivocados los críticos que lo consideran un defensor del determinismo genético? ¿Obedecen estas críticas a simples prejuicios ideológicos?

Robert Plomin

Vayamos a los detalles. Plomin declara que su propósito en el libro es «demostrar [que] las diferencias en el ADN heredadas de nuestros padres en el momento de la concepción son la fuente consistente y vitalicia de nuestra individualidad psicológica, el plano (blueprint) que nos hace lo que somos» (p. ix). En la práctica, en efecto, lo que el libro viene a decirnos es que los genes son el único factor verdaderamente relevante para hacernos lo que somos en lo que se refiere a los aspectos psicológicos y conductuales, y que el ambiente –pese a las declaraciones que acabamos de citar– no importa casi nada, entre otras razones porque una buena parte de las diferencias atribuidas a factores ambientales pueden también ser explicadas genéticamente, dado que los individuos reaccionarán y procesarán esas influencias ambientales de formas muy diferentes en función de sus genes. Por ejemplo, según Plomin, un tercio de las diferencias en el tiempo que los niños emplean viendo la tele tiene causas genéticas y, para otros rasgos psicológicos, la mitad de la correlación que presentan con factores ambientales es explicable genéticamente. Él llama a esto «la naturaleza de la crianza» (nature of nurture). La idea es que:

El ambiente no es algo que está «ahí fuera» y que nos sucede de forma pasiva. Al contrario, activamente percibimos, interpretamos, seleccionamos e incluso creamos el ambiente, en parte sobre la base de nuestras propensiones genéticas (p. 71).

La tesis de Plomin, por tanto, es que podemos separar en cada caso de forma clara qué han puesto los genes y qué ha puesto el ambiente en la constitución de un rasgo fenotípico y que, en particular, en el caso de las diferencias que muestran los individuos en los rasgos psicológicos, «la contribución genética no sólo es significativa, sino masiva» (p. viii). Hasta tal punto sería así que el ADN de una persona «puede decirle su fortuna desde el momento de su nacimiento, [de una forma] completamente fiable e imparcial» (p. vii). Una vez que descontamos todos los factores genéticos, las influencias ambientales más importantes –familia y escuela– pueden dar cuenta únicamente del 5% de las diferencias en la salud mental de los seres humanos o en sus rendimientos escolares (p. viii).

Cierto es que Plomin recuerda en repetidas ocasiones que algunas influencias ambientales, como la ejercida por los padres, importan, pero a continuación añade que «no marcan diferencia alguna» (p. 82). Una apreciación un tanto extraña, todo sea dicho. Porque, en tal caso, si no son lo suficientemente poderosas como para marcar ninguna diferencia, entonces uno no puede evitar preguntarse para qué importan (más allá, claro está, de que se reconozca que su completa ausencia o sus disfunciones graves podrían evitar un desarrollo normal del individuo). Con ello, lo que Plomin está diciendo es que los padres y el sistema educativo entero deben limitarse a permitir que los niños puedan manifestar lo que sus genes dictan, y cualquier cualificación adicional, cualquier diferencia en la calidad de la educación paterna o de la recibida en la escuela apenas tiene efecto sobre el resultado final.

Los niños –escribe– difieren mucho en lo bien que lo hacen en la escuela. ¿Cuánto de estas diferencias en los logros escolares de los niños depende de la escuela a la que vayan? La respuesta es que no mucho. […] Esto no significa que la calidad de la enseñanza ofrecida por las escuelas no sea importante. Importa mucho para la calidad de vida de los estudiantes, pero no establece ninguna diferencia en sus logros educativos (p. 87).

¿Qué significa esto? Por ejemplo: muchos informes educativos afirman que los colegios en que se concentran niños con un nivel socioeconómico bajo suelen presentar peor rendimiento académico. ¿Se deduce de aquí que este rendimiento peor nada o poco tiene que ver con su situación ambiental? ¿Hemos de atribuirlo a los genes? Pues básicamente sí, de acuerdo con lo que piensa Plomin. Ante el dato de la correlación entre nivel socioeconómico y los resultados escolares, interpretado como una clara influencia ambiental, Plomin nos explica que «la genética vuelve del revés esa correlación. El estatus socioeconómico de los padres es una medida de sus resultados educativos y ocupacionales, los cuales son ambos sustancialmente heredables» (p. 95). Por otro lado, si algunos colegios privados británicos (y algunos públicos) muy selectivos consiguen que sus alumnos alcancen puntuaciones altas en los índices académicos, ello se debe a que han seleccionado previamente a los mejores alumnos, lo cual significa que han admitido a aquellos que por sus genes son más inteligentes. Y si, años más tarde, el 7% de los alumnos que asisten a escuelas privadas están ocupando en una proporción mucho más alta los puestos directivos y técnicamente más cualificados del país (Gran Bretaña), es sencillamente porque esas escuelas supieron elegir a los mejores. Así que cabe esperar que en el futuro los procedimientos de selección escolares y laborales puedan hacerse mucho más precisos, una vez que estén disponibles los análisis de ADN que permitan predecir el rendimiento escolar desde el nacimiento (pp. 97-102).

Sin embargo, después de afirmar esto, Plomin nos aclara que las diferencias genéticas explican sólo alrededor del 60% de las diferencias de los niños en sus logros escolares. ¿No queda mucho espacio, un 40%, para las influencias ambientales? Sí que queda, pero, según Plomin, ese espacio no importa demasiado porque sólo el 20% sería explicable por el ambiente compartido por los niños en las escuelas, teniendo en cuenta además que, por lo que acabamos de decir acerca de la «naturaleza de la crianza», esas influencias ambientales son reflejo de diferencias genéticas. El otro 20% serían las influencias del ambiente no compartido, que son volubles y no duraderas. Por eso, sostiene sin ambages que «en relación con la educación, lo que vemos como efectos ambientales de la escuela sobre los logros de los niños son en realidad efectos genéticos» (p. 88).

El mismo mensaje se nos da en el libro con respecto a la acción educativa de los padres: «los padres amables (nice) tienen hijos amables porque todos son amables genéticamente» (p. 83). Al parecer, también la amabilidad es genética, puesto que nada debe a la crianza (p. 74). En suma, que, nos pongamos como nos pongamos, «la revelación impactante y profunda de estos descubrimientos genéticos acerca de la crianza de los hijos es que los padres tienen poco efecto sistemático sobre los resultados de sus hijos, si se hace abstracción de la acción de los genes» (p. 85). Lo realmente decisivo, por parte de los padres, en la conformación de la personalidad de sus hijos, es haberles dado los genes que les han dado; esa es la influencia que ejercen sobre ellos, a través de la biología. Es ahí, pues, donde está el plano con que se construye todo el edificio de nuestra mente y nuestro cuerpo. Por eso, lo mejor que los padres pueden hacer por sus hijos es relajarse y disfrutar de su compañía, sin tratar de moldear de ningún modo sus cualidades personales, y mucho menos gastando dinero en colegios exclusivos, que tampoco servirán para cambiar nada sustancial en su educación, sino que en el mejor de los casos sólo les proporcionarán una vida más agradable (pp. 86-87).

Ahora bien, si hemos de aceptar todo esto, ¿en qué sentido debemos entender entonces que los genes no son un destino, como también nos dice Plomin (p. 92)? ¿Sólo porque podemos cambiar si nos lo proponemos? ¿Cambiar qué, cuando nuestros rasgos psicológicos fundamentales vienen ya genéticamente establecidos y fuera de la influencia genética sólo queda un resto marginal que no actúa sistemáticamente?

Descontados todos los factores genéticos, las influencias ambientales más importantes –familia y escuela– pueden dar cuenta únicamente del 5% de las diferencias en la salud mental de los seres humanos

Estas afirmaciones de Plomin son más que suficientes, en mi opinión, para mostrar que la atribución de determinismo genético no es un mero invento por parte de algunos de sus críticos. No vamos a negar que la noción de determinismo genético es ella misma problemática, y habrá por ello quien considere que nada de lo que hemos mencionado es suficiente para hablar de determinismo. Así pues, intentemos aquí una cierta clarificación, sin pretensiones de despejar por completo un asunto tan complejo. Tal como se entiende habitualmente en el contexto de la filosofía de la ciencia, el determinismo causal o físico es la tesis según la cual todos los acontecimientos están sometidos a leyes naturales inmutables que fijan la sucesión en que esos acontecimientos se producen. Como consecuencia de ello, una vez fijado el estado que tienen las cosas en un momento dado del tiempo, sólo puede haber un estado posible de cosas en cualquier otro momento del futuro; o, dicho de otro modo, sólo hay un estado de cosas en un momento futuro compatible con el estado de cosas presente. Y lo mismo puede decirse con respecto al pasado. Sólo hay un estado de cosas en cualquier momento del pasado compatible con el estado de cosas presente. Por tanto, al fijar un estado de cosas en el mundo, todos los demás estados están fijados igualmente conforme a las leyes naturales. Éste es básicamente el sentido que cobra el término determinismo a partir del Ensayo filosófico sobre las probabilidades de Pierre-Simon Laplace.

Aplicado esto a la genética, el determinismo vendría entonces a sostener que todos los estados fisicoquímicos que dan lugar a la formación, constitución y acción de los genes (incluyendo los factores ambientales intra y extracelulares), así como todos los estados fisicoquímicos en cuya generación los genes tienen alguna participación, en conjunción con muchos otros factores (incluyendo factores ambientales), están sometidos a leyes que los encadenan de una forma precisa e invariable. Es obvio, sin embargo, que no es este el sentido que tiene el término en el debate que nos ocupa, aunque sólo sea por el hecho de que puede aceptarse el determinismo causal sin aceptar el determinismo genético, concediéndole, por ejemplo, un papel fundamental a los factores ambientales, y puede aceptarse el determinismo genético sin aceptar el determinismo causal, por ejemplo, sosteniendo que la acción de los genes es la única relevante para explicar la mayor parte de los rasgos fenotípicos, pero admitiendo al mismo tiempo que tiene un carácter probabilístico y que sólo marca una propensión.

Descartemos también, por obviamente insostenible, la idea de que el determinismo genético exige que la totalidad de los rasgos fenotípicos sea el producto exclusivo (con la mera ayuda de los mecanismos bioquímicos celulares) de los genes. Como hemos dicho antes, nadie ha sostenido nunca algo así. Del mismo modo, tal como argumentó hace tiempo el filósofo de la biología Philip Kitcher (p. 284), tampoco parece útil en el desarrollo de este debate entender el determinismo genético como la tesis según la cual siempre que un organismo posee una cierta forma de un gen o de un determinado conjunto de genes, desarrollará un cierto rasgo fenotípico sean cuales sean las circunstancias acompañantes. Como dice Kitcher, por lo que sabemos, los rasgos que más cerca están de una determinación semejante serían ciertas enfermedades monogénicas, pero incluso en tales casos cabe imaginar cambios en el ambiente que podrían modificar el resultado de la acción del gen, tal como hoy sucede con una dieta sin fenilalanina para tratar los casos de fenilcenoturia. Pero entonces, si nada de esto nos vale, ¿cómo entender el determinismo genético?

Para empezar, el determinismo genético, si ha de ser interesante, no puede ser una cuestión de todo o nada, sino que debería poder ser más radical o menos radical, más fuerte o más débil, más extenso o más acotado (ser determinista con respecto a unos rasgos y no a otros). El determinismo genético pertinente en el clásico debate entre naturaleza frente a crianza (o genes frente a ambiente) es un determinismo gradual que acepta que los genes por sí solos no causan nada y que su acción se produce siempre en interacción con el ambiente. En este contexto, es además una tesis referida al ser humano, y particularmente a sus rasgos mentales y conductuales. Asumido esto, y entendiendo que nos referimos a esta clase de rasgos, podríamos caracterizar el determinismo genético como la tesis que sostiene que, excepto en condiciones ambientales extremas o excepcionales, la norma de reacción de un genotipo, es decir, el rango de fenotipos que un mismo genotipo puede generar dependiendo de las diferencias ambientales, es muy estrecha o se mantiene siempre comparativamente en la misma relación con la norma de reacción de otros genotipos. Esto implica, entre otras cosas, que los cambios en el ambiente pueden hacer muy poco o nada por variar el modo en que el rasgo se manifiesta en un individuo en comparación con otros. No hace falta, pues, creer que todo está determinado por los genes y que el ambiente no contribuya en nada para caer en el determinismo. No es necesario ser un fatalista, como parece pensar Plomin (p. 103). Basta con considerar que en los rasgos que más nos caracterizan como personas la acción de los genes es la decisiva y el ambiente apenas explica nada porque su acción viene dada, usando palabras de Plomin, por «eventos asistemáticos, idiosincrásicos, fortuitos, sin efectos duraderos» (p. 80).

Alguien podrá objetar que esto no es un determinismo genuino, puesto que admite excepciones, habla de propensiones, de efectos externos adicionales, o asume en algunos casos resultados fenotípicos diferentes aun partiendo de los mismos genes. Quizás podría hablarse en su lugar de reduccionismo genético, aunque sabiendo que hay quien no identificaría ambas cosas, o de esencialismo genético (como han hecho Sahotra Sarkar, Philip M. Rosoff y Alex Rosenberg, y Carl Zimmer). Aquí, sin embargo, mantendremos el término, entendido de la forma ya explicada, porque, una vez caracterizado como hemos hecho, no tiene por qué inducir a ninguna confusión.

Plomin nos presenta en su libro un determinismo que pretende ser de más fácil digestión que otros anteriores, puesto que tiene la precaución de no mezclarlo con cuestiones raciales, como hicieron otros deterministas genéticos (Richard J. Herrnstein y Charles Murray), y sin demasiada apariencia de tal, puesto que no niega que el ambiente tenga su papel causal. Y no sólo eso, sino que introduce una importante novedad en su defensa. Como en décadas anteriores fracasó todo intento de encontrar uno o pocos genes capaces de explicar por sí solos buena parte de las diferencias dentro de diferentes poblaciones en inteligencia o en rasgos psicológicos, la inteligencia artificial ha acudido en su ayuda. La aplicación de técnicas de análisis masivos de datos a las bases de datos con que ya contamos, que contienen en conjunto más de un millón de genomas humanos, está revolucionando el campo de la diagnosis genética. Estas técnicas, denominadas «estudios genéticos masivos de asociación del genoma completo» (genome-wide association studies, o GWAS), permiten establecer correlaciones entre diferentes rasgos fenotípicos –habitualmente enfermedades, pero no sólo– y cientos de miles de marcadores genéticos, denominados «polimorfismos de nucleótidos únicos» (o SNP, por su sigla en inglés). Mediante ellas pueden analizarse de forma rápida y eficaz genomas completos de individuos, identificando los polimorfismos de nucleótidos únicos asociados en algún grado con el padecimiento de enfermedades, de este modo pueden asignarse a cada persona determinadas «puntuaciones poligénicas», esto es, porcentajes de riesgo de llegar a sufrir enfermedades debidas a la acción combinada de múltiples genes. Pero, como decimos, no sólo pueden utilizarse dichas técnicas para detectar regiones genómicas asociadas a enfermedades, sino también, como subraya Plomin, para detectar regiones asociadas con rasgos psicológicos y, en especial, para establecer una conexión entre el cociente intelectual y una gran variedad de estas regiones genómicas. Estas técnicas están poniendo de manifiesto, según Plomin, que fue un error pensar que los genes que marcan nuestros rasgos fundamentales eran pocos. En la inteligencia, por ejemplo, serían centenares, quizá miles. Cada uno de ellos con un efecto pequeño, que normalmente no va más allá del 0,01% de las diferencias entre individuos. Pero la suma de todos esos pequeños efectos es, según este determinismo de nuevo cuño, la que marca lo que somos. Plomin sugiere que estas puntuaciones poligénicas podrán servir en el futuro a modo de «adivinos» (fortune tellers) capaces de predecir, aunque sea de forma probabilística, las características futuras que presentará un niño en la edad adulta (p. 134).

Sin embargo, el recurso a las técnicas de los GWAS no cambia, en mi opinión, el fondo del asunto. En primer lugar, estas técnicas no están tan desarrolladas como para hacer las predicciones que Plomin aventura, ni siquiera sobre la probabilidad de un individuo de padecer enfermedades, no digamos ya acerca de la inteligencia y de los rendimientos escolares, y quizá nunca lo estén, de modo que no hay por qué aceptar esa suposición.

En segundo lugar, nada de lo que estas técnicas permiten hacer justifica el uso de un lenguaje determinista en el que lo que somos esencialmente, todo lo que importa de verdad en nuestras cualidades personales, está escrito en nuestros genes. Las puntuaciones poligénicas pueden variar entre poblaciones distintas y sus resultados pueden ser modificados por influencias externas. Plomin parece pensar que queda exento de la acusación de determinismo porque, como señala en varios pasajes, excepto para las enfermedades monogénicas, considera erróneo hablar de «un gen para» un rasgo determinado, es decir, porque niega que la conexión entre un gen y un rasgo sea una conexión directa (hard-wired) y porque subraya que la influencia causal sobre un rasgo viene dada por un gran número de genes que alimentan sólo una propensión a generar un cierto resultado. Mientras tanto, sus conclusiones conducen a la idea de que poco pueden hacer los padres o el sistema educativo por cambiar la conducta de los hijos o su nivel de inteligencia (excepto fracasar estrepitosamente).

Si poco podemos hacer para modificar lo que los genes dictan que somos, ninguna política igualitarista conseguirá vencer lo que establece la biología

En tercer lugar, hay una cuestión fundamental que está en la base de todo el planteamiento de Plomin y que ha sido cuestionada por no pocos biólogos. La separación dicotómica entre genes (o naturaleza) y ambiente como si fueran fuerzas opuestas, o incluso complementarias, compitiendo entre sí por la formación de un rasgo fenotípico, es artificial e injustificada. Intentar determinar la contribución comparativa de los genes frente al ambiente tiene tan poco sentido –como ha recordado Richard Lewontin– como pretender averiguar midiendo volúmenes quién ha contribuido más a la construcción de un muro, si quien colocaba los ladrillos o quien mezclaba el cemento. El fenotipo no es la mera suma de lo aportado por el genotipo y de lo aportado por el ambiente. El interaccionismo debe ser interpretado aquí de forma estricta. La interacción no es una simple adición de efectos.

Por último, pero no menos importante, no sólo es heredable lo que tiene una base genética, sino también, en muchas ocasiones, lo causado mediante modificaciones epigenéticas; y, si hay algo difícil de negar en la biología actual, es el papel fundamental que las modificaciones epigenéticas tienen en los procesos de desarrollo ontogenético e incluso en la explicación de la conducta. Es muy sintomático que Plomin sólo haga una mención a la epigenética en todo el libro (p. 113), y como pasando sobre ascuas, aunque nos diga al final del prólogo que esa omisión ha sido a regañadientes. Precisamente, si en la actualidad hay una disciplina cuyos hallazgos están poniendo en cuestión la interpretación que hace Plomin es la Epigenética del Comportamiento. Esto no significa que el alcance de las modificaciones epigenéticas sea general y que sirva para dejar de lado el papel de los genes. Dichas modificaciones afectan sólo a algunos rasgos y se heredan únicamente durante unas pocas generaciones, pero al menos muestran que el ambiente tiene mecanismos efectivos para modular la expresión de los genes. El lector interesado puede obtener excelente información sobre ella en el libro The Developing Genome, del psicólogo David S. Moore, publicado en 2015.

A nadie se le oculta que las tesis que Plomin sobre el carácter decisivo de los factores genéticos en la constitución de nuestros rasgos psicológicos y mentales se oponen a los resultados de investigaciones realizadas desde hace décadas, que han mostrado la importancia de factores ambientales como el estatus socioeconómico, la dieta, las enfermedades infecciosas, las sustancias tóxicas (como el plomo) o los estímulos sociales y culturales, en el desempeño escolar o incluso en el cociente intelectual alcanzado. Un ejemplo de la influencia de estos factores viene produciéndose desde finales de los años treinta del siglo XX: el llamado «efecto Flynn», esto es, el aumento significativo experimentado por la población de muchos países en su cociente intelectual, a razón de dos o tres puntos por década. El propio título recurre a una metáfora muy criticada por los propios genetistas y por filósofos de la biología como Massimo Pigliucci, como es la del plano o plan de acción (blueprint). Las metáforas en la ciencia rara vez son neutrales. La visión del gen como un plano a partir del cual se construye todo lo demás concede a los genes un papel excesivamente protagonista en el desarrollo y funcionamiento del organismo y descuida el hecho de que, a diferencia de lo que sucede con un plano y el objeto construido con él, la relación entre el genotipo y el fenotipo no es una relación de correspondencia biunívoca.

No quiero terminar sin decir algo más sobre un asunto que considero ineludible en este debate. Robert Plomin insiste en que nada de lo que él sostiene conduce necesariamente a ningún tipo de política con respecto a los más desaventajados socialmente ni con respecto a los menos afortunados en la lotería genética. En esto se diferencia de nuevo de otros deterministas genéticos anteriores. Recordemos cómo Richard J. Herrnstein y Charles Murray, a mediados de los años noventa, en su polémico libro The Bell Curve, proclamaban que cualquier política encaminada a prestar apoyo social a los más desfavorecidos, si estos pertenecen a razas que puntúan más bajo en los tests de inteligencia, es inútil y está condenada al fracaso. Plomin tiene el buen sentido de no decir nada parecido, pero el lector no puede soslayar la conclusión derrotista a que nos conduce su libro: si poco podemos hacer para modificar lo que los genes dictan que somos, ninguna política igualitarista conseguirá vencer lo que establece la biología. Aunque lo pretenda, Robert Plomin no puede eludir la responsabilidad de fomentar este tipo de actitudes.

Antonio Diéguez es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga. Sus últimos libros son La evolución del conocimiento. De la mente animal a la mente humana (Madrid, Biblioteca Nueva, 2011), La vida bajo escrutinio. Una introducción a la filosofía de la biología (Vilassar de Dalt, Biblioteca Buridán, 2012) y Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano (Barcelona, Herder, 2017).