Contra las pseudociencias hay que explicar cómo se hace la ciencia, no solo sus resultados
Este verano comenté aquí
aquel folclórico episodio en el que el futbolista Iker Casillas negaba
la llegada del ser humano a la Luna, y dejé pendiente una explicación de
por qué es un caso muy oportuno para ilustrar una tesis que no estoy
solo en sostener, pero que tampoco acaba de calar lo suficiente: la
información científica no basta para combatir las pseudociencias, si no
se acompaña con la explicación de cómo se hace la ciencia. Es decir, es la comprensión de cómo funciona la ciencia, y no simplemente el conocimiento de sus resultados, lo que tiene el poder de expulsar el fantasma de la ignorancia.
Lo que Casillas sabe, y dice no creer, es que el 20 de julio de 1969 una misión tripulada estadounidense se posó en la Luna. Lo que probablemente desconoce es todo lo que llevó hasta aquel día y lo que ocurrió a partir de él.
Desde 1958, el programa Mercury, con 26 lanzamientos, seis de ellos
tripulados. En 1961, el programa Géminis, con 12 misiones completadas
con éxito, y el Apolo, con cinco misiones no tripuladas y otras cuatro
tripuladas anteriores al Apolo 11 y que fueron acercándose paso a paso
al que debía ser el objetivo final, pisar la Luna. Con errores de diseño
y accidentes que costaron la vida a varias personas, sobre todo a los
tres tripulantes del Apolo 1 en 1967. Y después de que aquel
incomparable esfuerzo económico y humano coronara su cumbre en 1969, con
otras cinco misiones más que también alcanzaron su meta lunar y una que
se malogró, el Apolo 13 del famosísimo “Houston, tenemos un problema”.
Simplemente con que Casillas dedicase un rato a ver algún documental
que repase y explique todo este proceso de la carrera espacial (que hay
muchos y buenos), probablemente dejaría de pensar como piensa. Porque si
uno tiene la idea de que, de repente y out of the blue, los americanos llegaron un día a la Luna para jamás volver allí, es perfectamente comprensible (e incluso aconsejable, como voy a explicar) que uno zanje su súbita reacción de “WTF?” con algo que no es escepticismo, sino una más rudimentaria negación. Por el contrario, cuando se conocen el proceso y el contexto, se comprende todo.
Pero esta explicación del proceso y el contexto suele brillar
por su ausencia en las informaciones sobre ciencia que se publican en
los medios populares generalistas, algo que no ocurre en las
noticias sobre política, deportes o economía. Imaginemos, por ejemplo,
que hoy se da a conocer el dato mensual de la tasa de paro. Los medios
siempre presentan esta información contando cuál es la comparación con
las cifras de los meses anteriores, con la de hace un año, cuál es la
tendencia general, qué factores influyen en ella, cómo suele comportarse
este dato en la estación actual… Todo ello destinado a que el
consumidor de la información comprenda qué está pasando y cómo está
pasando, cómo hemos llegado hasta aquí y qué podemos esperar en el
futuro.
Pero imaginemos, por el contrario, que se presenta la cifra de paro,
se explica qué es una cifra, qué es el paro, quién la ha publicado, y se
remata la información afirmando que el dato es milagroso. Puede parecer
una caricatura, pero algo parecido está ocurriendo a diario con las
informaciones de ciencia en medios de primerísima fila donde no se
cuenta con especialistas capaces de aportar las explicaciones
sobre el proceso y el contexto que no aparecen en la nota de prensa o el
teletipo.
He añadido lo del milagro porque es una tóxica muletilla
frecuentemente leída y escuchada en las noticias de ciencia, sobre todo
en el campo de la biomedicina (y que probablemente a muchos se nos ha
escapado alguna vez). Y si Alexander Fleming se levantó una buena mañana
y descubrió milagrosamente la penicilina, ¿por qué no va a ser que Samuel Hahnemann se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la homeopatía?
Solo que, en el caso de Fleming, no fue así como sucedió.
En ciencia no existen los milagros, sino un progreso constante a base
de método científico y de ensayo y error que se construye sobre el
conocimiento ya existente, lo que a menudo se resume en la alegoría de
avanzar a hombros de gigantes. Y el hallazgo de Fleming no fue una
excepción, como resumí este verano en un reportaje
dedicado precisamente a desmontar esa leyenda popular sobre el
descubrimiento de la penicilina que tiene poco que ver con la realidad.
Antes de Fleming, otros muchos científicos ya habían observado las
propiedades antimicrobianas de ciertos hongos, y algunos lo habían
mencionado en sus estudios, aunque por entonces no existían los medios
necesarios para identificar y aislar los compuestos responsables. De
hecho, incluso existen referencias desde la antigüedad del uso de moho
para curar heridas. Fleming llevaba décadas buscando metódicamente
compuestos antibacterianos que funcionaran mejor que los empleados en su
época. Y aunque nunca sabremos cómo hace 90 años, en septiembre de
1928, aquel hongo llegó a aquella placa de cultivo, lo suyo no puede
asimilarse a un golpe de suerte, sino más bien al éxito del sheriff Brody cuando finalmente su tenacidad consigue hacer volar al tiburón por los aires.
Es más, durante una década nadie supo del trabajo de Fleming, y el
propio científico había perdido el interés por su falta de progresos,
hasta que a comienzos de los años 40 fue otro amplio y potente grupo de investigación de Oxford el que por fin logró descubrir la penicilina,
es decir, convertirla en un compuesto real identificable y manejable.
En décadas posteriores, otros muchos investigadores continuaron
trabajando en la misma línea para perfeccionar los antibióticos sobre
los pilares ya asentados por generaciones anteriores de científicos.
Esta mención a lo que sucedió después es también especialmente relevante, porque si hablamos del proceso y el contexto, no
se trata solo de explicar lo ocurrido hasta el momento de un
descubrimiento, sino también el desarrollo posterior de su historia. Esta es otra diferencia esencial entre la ciencia y la pseudociencia. Hahnemann sí se levantó una buena mañana y descubrió
milagrosamente la homeopatía, sin gigantes ni hombros ni nada que se le
parezca; porque en realidad no descubrió nada, sino que se lo inventó. Y
tampoco hay historia posterior: hoy se continúa aplicando su mismo
método, incluso con sus rituales mágicos de agitación de los productos,
porque en la pseudociencia no hay progreso ni perfeccionamiento ni
ensayo y error, ya que no hay errores; funciona maravillosamente desde
el principio, siempre que te atengas a la doctrina original del gurú,
que a diferencia de ti estaba iluminado por la Verdad.
He hablado de las informaciones en los medios de comunicación porque
este es a menudo el único contacto con la ciencia de una gran parte de
la población adulta. Pero por supuesto, donde idealmente debe arrancar todo este proceso de explicación de la ciencia es en la escuela.
Mi hijo mayor estudia Física y Química por primera vez este año, y ha
sido una grata sorpresa que la primera tarea del curso haya consistido
en hacer un trabajo exponiendo un problema histórico de ciencia y cómo
logró resolverse aplicando el método científico, antes incluso de
comenzar a hablar de física o de química.
Como ya he expuesto aquí anteriormente,
luchar contra el monstruo de muchas cabezas de las pseudociencias nos
enfrenta a otros numerosos escollos complicados de superar. Pero si
existe algún camino para mantener la esperanza de criar nuevas generaciones que no se dejen embaucar por charlatanes, curanderos y comerciantes de milagros, es este.
Lo cual tampoco es descubrir nada nuevo, porque siempre hay hombros de
gigantes en los que apoyarse. Y esto, de mil maneras distintas, ya lo
dijo Carl Sagan.
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