Los salvavidas de la ciencia
El apellido Bosch se reconoce fácilmente como vinculado al mundo de la ingeniería y la industria, debido sobre todo Robert Bosch, inventor de la bujía y fundador de la compañía que lleva su nombre. Su sobrino Carl no se quedó atrás y fue también un poderoso industrial. Pero además se le considera uno de los dos científicos cuyos hallazgos han servido para salvar más vidas: 2.720 millones, según la web ScienceHeroes.com. Estos son los descubrimientos científicos, y sus protagonistas, a los que debemos un homenaje como grandes salvavidas de la ciencia.
1. Fertilizantes
Fritz Haber y Carl Bosch
El nitrógeno es un nutriente esencial para las plantas, pero no pueden tomarlo directamente en la forma gaseosa inerte presente en la atmósfera; necesitan que los microbios hagan el trabajo por ellas. Hasta comienzos del siglo XX sólo el estiércol y el nitrato de Chile, procedente del guano de las aves, podían suministrar el nitrógeno a las plantas de forma aprovechable.
Esto era así hasta que el 3 de julio de 1909 el químico alemán Fritz Haber (9 de diciembre de 1868- 29 de enero de 1934) logró por primera vez unir nitrógeno e hidrógeno, a alta presión y temperatura y mediante el uso de un catalizador metálico, para producir amoníaco. En la compañía BASF, Carl Bosch (27 de agosto de 1874 – 26 de abril de 1940) se encargó de transformar el experimento de Haber en un proceso a escala industrial. Ambos recibirían el premio Nobel de Química, Haber en 1918 y Bosch en 1931.
El proceso de Haber-Bosch cambió el mundo: se calcula que la alimentación de la mitad de la población mundial depende de los fertilizantes derivados de él. Pero tiene un reverso oscuro; este método permitió la fabricación a gran escala de los explosivos modernos, responsables de entre 100 y 150 millones de muertes en el último siglo. Con ocasión de la Primera Guerra Mundial, Haber fue además un entusiasta impulsor de las armas químicas, creando el gas cloro cuyo uso en las trincheras supervisaba él mismo. Se cree que esta actividad de Haber provocó el suicidio de su primera esposa, la también química Clara Immerwahr, de convicciones pacifistas.
2. Grupos sanguíneos y transfusiones
Karl Landsteiner y Richard Lewisohn
Con 1.094 millones de vidas salvadas, los artífices del descubrimiento de los grupos sanguíneos y de las técnicas de transfusión merecen el segundo puesto en el podio de los científicos salvadores. La lista de aportaciones a este campo de la ciencia es inmensa, dado que las primeras transfusiones se intentaron ya poco después de que en 1628 el médico inglés William Harvey (1 de abril de 1578 – 3 de junio de 1657) hiciera la primera descripción detallada y completa de la circulación sanguínea.
Entre los siglos XVII y XIX proliferaron los intentos de transfundir sangre entre animales, entre humanos, o entre ambos, a menudo con consecuencias fatales. Con el nacimiento del siglo XX, el austríaco Karl Landsteiner (14 de junio de 1868- 26 de junio de 1943) comprendió que la aglutinación de sangre de diferentes personas se debía a la existencia de distintos grupos sanguíneos, que nombró A, B y C. Por su parte y mientras trataba de vincular las enfermedades mentales con las de la sangre, en 1907 el psiquiatra checo Jan Janský definió los cuatro grupos que hoy conocemos como el sistema AB0. En 1937 Landsteiner, en colaboración con Alexander S. Wiener, añadió el descubrimiento del factor Rhesus o Rh, pero ya antes las transfusiones sanguíneas habían empezado a tomar forma científica.
Las primeras transfusiones empleando criterios de compatibilidad se realizaron en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York a cargo de Reuben Ottenberg, que identificó la existencia de un grupo donante universal. Pero fue el cirujano germano-estadounidense Richard Lewisohn (12 de julio de 1875 – 11 de agosto de 1961), del mismo hospital, quien en 1915 aplicó con éxito el anticoagulante citrato sódico para conservar las muestras refrigeradas durante dos o tres semanas, lo que abrió la posibilidad de almacenar la sangre en bancos. El hallazgo llegó justo a tiempo, ya que las transfusiones salvarían miles de vidas durante la Primera Guerra Mundial.
3. Microbios y sepsis
Louis Pasteur y Joseph Lister
Hasta el siglo XIX todavía se creía que los seres vivos podían surgir espontáneamente de la nada; por ejemplo y según Aristóteles, los pulgones nacían de las gotas de rocío. La existencia de los microbios había comenzado a postularse desde mediados del siglo XVI, pero no fue hasta los experimentos de fermentación del químico francés Louis Pasteur (27 de diciembre de 1822 – 28 de septiembre de 1895) cuando pudo confirmarse que la generación espontánea no existía, y que todo ser vivo nacía de otro ser vivo.
Pasteur descubrió que los microorganismos eran responsables de la contaminación de las bebidas, y que esto no sucedía cuando se esterilizaban por calor y después se mantenían en recipientes cerrados. En 1865 Pasteur patentó su método, que hoy conocemos como pasteurización. Pero además de sus aplicaciones industriales, el químico intuyó que los microbios eran responsables de las enfermedades a través de las infecciones.
Las ideas de Pasteur llegaron al conocimiento del cirujano británico Joseph Lister (5 de abril de 1827 – 10 de febrero de 1912). Por entonces, las infecciones de las heridas se atribuían a las miasmas, o aire podrido. Pero cuando Lister supo que el trabajo de Pasteur demostraba la contaminación de los alimentos incluso en ausencia de aire, decidió aplicar una esterilización química al material y a las heridas en sus operaciones. Para ello empleó ácido carbólico, hoy llamado fenol. La web ScienceHeroes.com no llega a estimar el número de vidas salvadas por los hallazgos de Pasteur y Lister, pero es evidente lo que todos les debemos a ambos, incluso en lo más cotidiano: en 1879 un químico de Missuri creó un antiséptico bucal al que llamó Listerine.
4. Vacunas
Edward Jenner
El del médico y cirujano inglés Edward Jenner (17 de mayo de 1749 – 27 de enero de 1823) es un caso de constancia y método, pero también de una audacia que hoy le habría llevado a prisión. Contrariamente a lo que a veces se presenta, la idea de la vacunación no le surgió de un momento “eureka”: en su época se practicaba la variolización, o inoculación de costras o pus de la viruela en personas sanas para protegerlas de lo que entonces era una terrible plaga.
En ocasiones funcionaba, pero en otros casos los resultados eran fatales. Varios médicos antes que Jenner habían notado que los ganaderos contraían una versión benigna, la viruela vacuna, permaneciendo inmunes a la enfermedad humana, e incluso habían ensayado inoculaciones con este material. El de Jenner fue el primer estudio extenso sobre la materia, para el que eligió como primer paciente a un niño de ocho años, James Phipps, hijo de su jardinero.
Por fortuna, el método funcionó: la vacunación, o inoculación con la viruela vacuna, protegió al niño de la posterior exposición a material de la enfermedad humana. Sin embargo, los experimentos de Jenner inicialmente suscitaron escepticismo e incluso burlas. Desde sus ensayos iniciales en 1796, tuvieron que transcurrir 44 años, con Jenner ya fallecido, para que el gobierno británico adoptara oficialmente la vacunación.
En 1979 y como fruto de una extensa campaña, la Organización Mundial de la Salud declaró la erradicación de la viruela. El trabajo de Jenner ha salvado unos 530 millones de vidas, pero a ellas deberíamos añadir las muertes evitadas por otras vacunas contra numerosas enfermedades mortales. Estas vacunas tienen sus propios héroes, pero todas ellas se derivan del trabajo pionero de Jenner.
5. Cloración del agua
Linn Enslow y Abel Wolman
La falta de acceso a agua potable continúa siendo hoy una de las principales causas de mortalidad en los países en desarrollo. Según la Organización Mundial de la Salud, 1,6 millones de personas mueren cada año por enfermedades diarreicas vinculadas al agua contaminada; el 90% son niños menores de cinco años. Pero hasta bien entrado el siglo XX, el agua era un factor de riesgo sanitario en todo el mundo: los países más industrializados ya contaban con canalizaciones para el abastecimiento, pero a menudo la calidad era deficiente, y el grifo podía servir de entrada a infecciones letales como el cólera, el tifus o la disentería.
A finales del siglo XIX comenzó a experimentarse con la cloración del agua como método de esterilización, pero a veces el remedio era peor que la enfermedad, dado que el cloro es tóxico. Encontrar el punto exacto para aprovechar sus propiedades antisépticas sin envenenar a la población parecía un reto demasiado espinoso, hasta que un ingeniero sanitario del Departamento de Salud Pública del estado de Maryland (EEUU) llamado Abel Wolman (10 de junio de 1892 – 22 de febrero de 1989) se propuso dar con la fórmula precisa. Para ello contó con la ayuda del químico Linn Enslow (26 de febrero de 1891 – 3 de noviembre de 1957) . Entre ambos diseñaron en 1919 un método estandarizado para clorar el agua de la red de Baltimore.
Aunque inicialmente las autoridades eran reacias a verter cloro en sus canalizaciones de agua, el sistema de Wolman y Enslow se probó fiable y seguro, extendiéndose por todo el mundo en unas décadas. La cloración del agua ha sido calificada como uno de los mayores avances en salud pública del pasado milenio, que según la web ScienceHeroes.com ha salvado 177 millones de vidas en todo el mundo.
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