Hiperhistoria, la aparición de los sistemas multiagente (SMA) y el diseño de una infraética
La revolución copernicana nos desplazó del centro del
universo. La revolución darwinista del centro del reino biológico. Y la
revolución freudiana del centro de nuestras vidas mentales. Hoy, la
informática y las tecnologías de la información y las comunicaciones
(TIC) están causando una cuarta revolución, cambiando radicalmente una
vez más nuestra concepción de quiénes somos y cuestionando nuestra
«centralidad excepcional». No estamos en el centro de la infoesfera. No
somos entes autónomos, sino agentes de información interconectados que
compartimos con otros agentes y con pequeños artefactos un entorno
global hecho, en última instancia, de información. Ahora que ha cambiado
nuestra visión de nosotros mismos y de nuestro mundo, ¿las TIC nos van a
empoderar o nos van a constreñir? La respuesta reside en un enfoque
ecológico y ético que abarque las realidades naturales y artificiales.
Debemos encontrar un enfoque del medioambiente que afronte con éxito los
nuevos problemas generados por esta cuarta revolución.
Hiperhistoria
Hoy hay más personas
vivas que nunca en la historia de la evolución humana. Y cada vez
vivimos más(1) y mejor(2). En gran medida se lo debemos a nuestras
tecnologías, al menos en la medida en que las desarrollamos y usamos de
una manera inteligente, pacífica y sostenible.
A veces olvidamos cuánto les
debemos al sílex y a la rueda, al fuego y al arado, al motor de
explosión y a los satélites. Tomamos conciencia de esta profunda deuda
tecnológica cuando dividimos la historia humana en prehistoria e
historia. Ese significativo umbral está ahí para recordarnos la
invención y el desarrollo de las TIC, es lo que marca la diferencia
entre lo que fuimos y lo que somos. Hasta que las lecciones aprendidas
por generaciones anteriores no empezaron a evolucionar de modo
lamarckiano más que darwiniano, la humanidad no entró en la historia.
La historia ha durado seis mil años
desde que se inició con la invención de la escritura en el cuarto
milenio antes de Cristo. Durante este periodo relativamente corto, las
TIC proporcionaron la infraestructura para registrar y transmitir que ha
hecho posible el perfeccionamiento de otras tecnologías, con la
consecuencia directa de aumentar nuestra dependencia en más y más capas
de tecnologías. Las TIC maduraron en los escasos siglos transcurridos
entre Gutenberg y Turing. Hoy están experimentando una transformación
radical que podría resultar igual de decisiva, ya que hemos comenzado a
trazar un nuevo umbral entre la historia y la nueva era, a la que
podríamos llamar acertadamente hiperhistoria (véase Figura 1). Me
explico.
Prehistoria (es
decir, el periodo previo a los testimonios escritos) e historia
funcionan como adverbios: nos hablan de cómo vive la gente, no de dónde o
cuándo. Desde esta perspectiva, las sociedades humanas habrían tenido
tres edades definidas por sus modos de vida. Según informes acerca de un
número no especificado de tribus no contactadas en la región amazónica,
algunas sociedades continúan viviendo en la prehistoria, sin TIC o al
menos sin testimonios escritos. Si un día estas tribus desaparecen, se
habrá cerrado el primer capítulo del libro de nuestra evolución. Hoy la
inmensa mayoría de los individuos siguen viviendo históricamente, en
sociedades que dependen de las TIC para registrar y transmitir datos de
todo tipo. En estas sociedades históricas, las TIC aún no han ocupado el
lugar de otras tecnologías, sobre todo las relativas a la energía, en
términos de importancia vital. Luego, hay quienes viven ya en la
hiperhistoria, en sociedades o entornos en los que las TIC y sus
prestaciones de procesamiento de datos son la condición necesaria para
el mantenimiento y desarrollo del bienestar social, la salud personal y
el florecimiento intelectual. La naturaleza de los enfrentamientos es la
triste prueba de la fiabilidad de esta interpretación tripartita de la
evolución humana. Un ciberataque a los sistemas de información solo
supone una amenaza fatal para una sociedad que vive hiperhistóricamente.
Solo los que viven de los datos pueden morir a causa de ellos.(3)
Para resumir, la
evolución humana podría visualizarse como un cohete de tres fases: en la
prehistoria no hay TIC; en la historia hay TIC que registran y
transmiten datos, pero las sociedades humanas dependen sobre todo de
otro tipo de tecnologías que afectan a los recursos primarios y la
energía; en la hiperhistoria hay TIC, que registran, transmiten, pero
sobre todo procesan datos de forma cada vez más autónoma, y las
sociedades humanas dependen de ellas y de la información como recurso
fundamental. El valor añadido llega cuando pasamos de relacionarnos con
las TIC a depender de ellas. Ya no podemos desenchufar nuestro mundo de
las TIC sin apagarlo totalmente.
Si todo esto es correcto,
aunque sea aproximadamente, la salida de la era histórica representa
uno de los pasos más importantes en la historia de la humanidad. Desde
luego, abre un amplísimo horizonte de oportunidades, aunque también de
retos y dificultades, todos esencialmente dependientes de los poderes de
registro, tramitación y proceso de las TIC. La bioquímica sintética, la
neurociencia, el internet de las cosas, las exploraciones planetarias
no tripuladas, las tecnologías verdes, los nuevos tratamientos médicos,
los medios sociales, los juegos digitales, aplicaciones agrícolas y
financieras, el desarrollo económico y de la industria energética,
nuestras actividades de descubrimiento, invención, diseño, control,
educación, trabajo, relaciones sociales, ocio, atención médica,
seguridad, negocios, etcétera, no solo no serían factibles, resultarían
impensables en un contexto histórico puramente mecánico.
Hoy en día la
naturaleza de todas estas acciones es hiperhistórica. Por consiguiente,
estamos presenciando la definición de un escenario macroscópico en el
que la hiperhistoria y la re-ontologización de la infoesfera en la que
vivimos están poniendo distancia muy rápidamente entre las generaciones
futuras y la nuestra.
Esto no quiere decir, por supuesto,
que no exista una continuidad, hacia atrás y hacia delante. Hacia atrás
porque con frecuencia, cuanto más profunda es una transformación, más
hondas raíces tienen sus causas. Esto se debe a que muchas fuerzas
diferentes llevan mucho tiempo creando la presión necesaria para que
puedan producirse cambios radicales de forma repentina, inesperada
incluso. La rama del árbol no la rompe el último copo de nieve. En
nuestro caso, la historia es la que engendra la hiperhistoria. Sin el
alfabeto no existiría el código ASCII. Hacia delante porque es bastante
plausible que las sociedades históricas sobrevivan largo tiempo de un
modo no muy distinto a las tribus amazónicas prehistóricas mencionadas
anteriormente. A pesar de la globalización, las sociedades humanas no
avanzan de forma uniforme, en etapas sincronizadas.
Esta perspectiva a largo plazo
debería ayudarnos a explicar el lento y gradual proceso de apoptosis
(por usar un concepto de la biología celular) política que estamos
experimentando. La apoptosis (también llamada muerte celular programada)
es una forma natural y normal de autodestrucción en la que una
secuencia programada de acontecimientos lleva a la autoeliminación de
las células. La apoptosis desempeña un papel crucial en el desarrollo y
mantenimiento de la salud física. Podría considerarse un fenómeno
dialéctico de renovación y servir, por ejemplo, para describir la
evolución de los Estados-nación en sociedades de la información (véase
Figura 2), del siguiente modo:
Simplificando mucho,
este podría ser un esquema rápido de los últimos cuatrocientos años de
historia política: la paz de Westfalia (1648) marcó el final de la
Guerra Mundial Cero, constituida por la guerra de los Treinta Años, la
guerra de Flandes y un largo periodo de otros conflictos durante el cual
las potencias europeas y las partes del mundo que dominaban se
masacraban entre sí por motivos económicos, políticos y religiosos. Los
cristianos se enfrentaron unos a otros con impresionante violencia y
horrores indescriptibles. El nuevo sistema que surgió en aquellos años,
el llamado orden westfaliano, vio la madurez de los Estados soberanos y
después de los Estados-nación tal y como los conocemos hoy en día, por
ejemplo Francia. Pensemos en el intervalo transcurrido entre el último
capítulo de Los tres mosqueteros, cuando D’Artagnan, Aramis, Porthos y
Athos toman parte en el sitio de La Rochelle en 1628 a las órdenes del
cardenal Richelieu, y el primer capítulo de Veinte años después, cuando
vuelven a reunirse, bajo la regencia de Ana de Austria (1601-1666) y el
gobierno del cardenal Mazarino (1602-1661). El Estado no se convirtió en
un agente monolítico, monomaniaco y bien coordinado, en la clase de
bestia (el Leviatán de Hobbes), o más bien de robot que una era mecánica
posterior nos llevaría a imaginar. Eso nunca sucedió. Más bien fue
creciendo hasta convertirse en la fuerza vinculante, en una red capaz de
mantener unidos, influir y coordinar todos los diferentes agentes y
conductas dentro de sus fronteras geográficas. Desde las primeras
ciudades-Estado griegas, la ciudadanía se había abordado en términos de
biología (padres, género, edad…). Ahora se ha vuelto más flexible
(grados de ciudadanía) al conceptualizarse también en términos de
estatus legal, como cuando en el Imperio romano adquirir la ciudadanía
(una idea que no habría tenido significado en un contexto puramente
biológico) venía acompañado de una serie de derechos.
Con el Estado
moderno, la geografía empezó a desempeñar un papel igual de importante
al mezclar ciudadanía con nacionalidad y lugar de nacimiento. En este
sentido, la historia del pasaporte es esclarecedora. Como documento de
identidad, se afirma que fue un invento de Enrique V de Inglaterra
(1387-1422), siglos antes de que entrara en vigor el orden westfaliano.
Sin embargo, el orden westfaliano fue el que hizo el pasaporte como lo
entendemos hoy: un documento que da derecho a su poseedor no a viajar
(puede ser también necesario un visado, por ejemplo) ni a protección en
el extranjero, sino a volver (o recibir ayuda para hacerlo) al país que
emitió el pasaporte. Metafóricamente, es como una banda elástica que
sujeta al propietario a un punto geográfico, con independencia de la
distancia recorrida y del tiempo que haya dedicado a viajar por otras
tierras. Este documento se volvió cada vez más útil a medida que el
punto geográfico se definía mejor. El lector puede sorprenderse de saber
que en Europa fue muy común viajar sin pasaporte hasta la Primera
Guerra Mundial, cuando la presión por la seguridad y los medios
tecnoburocráticos hicieron necesario desenmarañar y organizar todas esas
bandas elásticas que viajaban en tren.
De vuelta al orden
westfaliano, ahora los espacios físico y legal se solapan y están
gobernados por potencias soberanas que ejercen el control mediante la
fuerza física para imponer leyes y asegurarse el respeto dentro de las
fronteras nacionales. Los mapas no sirven solo para viajar y hacer
negocios, también responden a la necesidad interna de los países de
controlar el propio territorio, y a la externa de determinar su lugar en
el globo. Un recaudador de impuestos o un general del ejército analizan
estas líneas con miradas muy distintas de las de los usuarios de
Expedia de hoy en día. Porque los Estados soberanos funcionan como
sistemas multiagente (SMA, de los que hablaremos más adelante) que
pueden, por ejemplo, subir los impuestos dentro de sus fronteras y
contraer deudas como entidades legales (de ahí el término actual «deuda
soberana», bonos emitidos por un gobierno nacional en una divisa
extranjera) y, por supuesto, disputarse fronteras.
Parte de la lucha
política pasa de ser, no una mera tensión más o menos silenciosa entre
diferentes componentes del SMA, por ejemplo clérigos contra
aristócratas, sino un equilibrio explícitamente codificado entre los
diferentes agentes que lo constituyen. En concreto, Montesquieu propone
la clásica división de poderes del Estado que hoy damos por sentada. El
SMA de Estado se organiza como una red de tres «pequeños mundos», un
poder legislativo, uno ejecutivo y uno judicial, entre los cuales solo
se permiten determinados canales de información. Hoy a esto podríamos
llamarlo «Westfalia 2.0».
Con el orden westfaliano la
historia moderna entra en la era del Estado, y el Estado se convierte en
el agente de información, que legisla y controla (o al menos lo
intenta), en la medida de lo posible, todos los medios tecnológicos
implicados en el ciclo de vida de la información, incluyendo educación,
censo, impuestos, registros policiales, leyes y normas, prensa e
inteligencia. Ya entonces, muchas de las aventuras en las que se ve
envuelto D’Artagnan proceden de alguna comunicación secreta. Así pues,
el Estado acaba fomentando el desarrollo de las TIC como medio de
ejercer y conservar el poder político, el control social y la fuerza
legal, pero con ello también está socavando su propio futuro como único,
o al menos principal, agente de información. Como ya explicaré con más
detalle, las TIC, al ser una de las fuerzas más influyentes que hicieron
del Estado algo factible y después predominante como impulso histórico
en la política, también contribuyeron a quitarle protagonismo en la vida
social, política y económica del mundo, forzando a los modelos
centralizados de gobierno a desplazarse hacia la gobernanza distribuida y
la coordinación internacional y global. El Estado evolucionó cada vez
más hacia una sociedad de la información, y con ello fue poco a poco
perdiendo su papel de principal agente de información. A lo largo de los
siglos ha pasado de ser concebido como el garante último y el defensor
de una sociedad de laissez-faire, a un sistema de bienestar bismarckiano
que debe velar por todos sus ciudadanos. Las dos guerras mundiales
fueron también enfrentamientos entre Estados-nación que se resistían a
dejarse coordinar e incluir dentro de SMA mayores. De las guerras
nacieron SMA como la Sociedad de Naciones, el Banco Mundial, el Fondo
Monetario Internacional, las Naciones Unidas, la Unión Europea, la OTAN,
etcétera. Hoy sabemos que no podemos confiar en que la solución a los
problemas globales, desde el medioambiente a la crisis financiera, desde
la justicia social a los fundamentalismos religiosos, desde la paz a la
situación sanitaria, provenga únicamente de los Estados-nación, ya que
precisan de la participación y presencia de agentes globales. Sin
embargo, en un mundo poswestfaliano (Linklater 1998), hay mucha
incertidumbre acerca de los nuevos SMA que conforman el presente y el
futuro de la humanidad.
Lo dicho hasta aquí nos proporciona
un enfoque filosófico para interpretar el consenso de Washington, la
última fase en la apoptosis política del Estado. John Williamson acuñó
la expresión «consenso de Washington» en 1989 para referirse a una serie
de diez recomendaciones políticas concretas que a su juicio constituían
una estrategia estándar adoptada y promovida por instituciones con sede
en Washington D. C., como el Departamento del Tesoro de Estados Unidos,
el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, destinadas a
países que atraviesan crisis económicas. Las políticas abarcaban la
estabilización macroeconómica, la liberalización tanto del comercio como
de la inversión y la expansión de las fuerzas del mercado dentro de la
economía doméstica. En el último cuarto de siglo este tema ha suscitado
un debate intenso y vivo acerca de si los diagnósticos son acertados y
las fórmulas aceptables: ¿responde el consenso de Washington a un
fenómeno histórico real? ¿Alcanza alguna vez sus objetivos? ¿No debería
más bien interpretarse, a pesar de que la definición de Williamson, como
la imposición de políticas neoliberales por parte de instituciones
financieras internacionales con sede en Washington en países en
dificultades, es bastante clara? Se trata de cuestiones importantes,
pero lo que de verdad nos interesa aquí no es una evaluación
hermenéutica, económica o normativa del consenso de Washington, sino el
hecho de que la idea en sí, aun cuando solo sea una idea influyente,
recoge un aspecto significativo de nuestra época hiperhistórica y
poswestfaliana, ya que debemos considerar el consenso de Washington como
una consecuencia lógica de la Conferencia Monetaria y Financiera de
Naciones Unidas, también conocida como conferencia de Bretton Woods
(Steil 2013). En esta reunión, celebrada en 1944, que congregó a 730
delegados de las 44 naciones aliadas en el hotel Mount Washington de
Bretton Woods, Nuevo Hampshire, Estados Unidos, se reguló el orden
monetario y financiero internacional al término de la Segunda Guerra
Mundial. De ella nació el Banco Internacional para la Reconstrucción y
el Desarrollo (que, junto con su rama dedicada a la concesión de
créditos, la Asociación para el Desarrollo Internacional, forman lo que
conocemos como Banco Mundial), el Acuerdo General sobre Tarifas y
Comercio (que será sustituido por la Organización Mundial del Comercio
en 1995) y el Fondo Monetario Internacional.
En definitiva, Bretton Woods
confirmó la existencia oficial de una serie de SMA diferentes como
fuerzas supranacionales o intergubernamentales que toman parte en la
resolución de problemas políticos, sociales y económicos
internacionales. Bretton Woods, y después el consenso de Washington,
ponen de relieve que, después de la Segunda Guerra Mundial, se admite
abiertamente el poder de organizaciones e instituciones (no solo las de
Washington D. C.) que no eran Estados, sino SMA no gubernamentales, de
influir activamente en los escenarios políticos y económicos
internacionales, aplicando políticas globales a la resolución de
problemas globales. El hecho en sí de que (con razón o sin ella) el
consenso de Washington haya sido acusado de cometer grandes errores al
pasar por alto las especificidades locales y las diferencias globales
refuerza la opinión de que una serie de poderosos SMA son ahora los
nuevos actores políticos en las globalizadas sociedades de la
información.
Todo esto nos sirve para explicar
por qué, en un mundo poswestfaliano (nacimiento del Estado-nación como
agente moderno de información política) y posterior a Bretton Woods
(nacimiento de SMA no estatales como actores hiperhistóricos en la
economía y la política globales), uno de los principales retos al que
nos enfrentamos es cómo diseñar el tipo adecuado de SMA que aproveche
plenamente el progreso sociopolítico logrado en la historia moderna y a
su vez solucione de manera eficaz nuevos problemas globales que socavan
la herencia de ese progreso en la hiperhistoria.
Entre las muchas explicaciones a
este giro de un orden histórico y westfaliano al dilema hiperhistórico
posterior al consenso de Washington, en busca de un nuevo equilibrio,
hay tres que merecen destacarse.
Primera: poder.
Las TIC «democratizan» los datos y el poder de procesarlos y
controlarlos, en el sentido de que ambos residen y se multiplican ahora
en multitud de almacenes y fuentes de datos, creando, permitiendo y
empoderando a un número potencialmente infinito de agentes no estatales,
desde individuos a asociaciones y grupos, macroagentes como empresas
multinacionales, organizaciones internacionales, intergubernamentales e
incluso no gubernamentales, e instituciones supranacionales. El Estado
ya no es el único agente en la arena política, y a veces ni siquiera el
principal, y su información no prevalece ya sobre la de otros agentes
informativos, en particular sobre los (grupos de) ciudadanos. El
fenómeno está generando una nueva tensión entre poder y fuerza en la que
el poder es informativo y se ejerce mediante la elaboración y
distribución de normas, mientras que la fuerza es física, y se ejerce
cuando el poder no consigue orientar la conducta de los agentes
implicados y hay que obligar a que se cumplan las normas. Cuanto más
dependientes de la información son los bienes físicos e incluso el
dinero, más importante es el aspecto financiero del poder informativo
que ejercen los SMA.
Segunda:
geografía. Las TIC desterritorializan la experiencia humana. Han hecho
que las fronteras regionales sean porosas o, en determinados casos,
irrelevantes. También han creado, y están ampliando exponencialmente,
regiones de la infoesfera en las que cada vez más agentes (no solo
humanos, véase Floridi 2013) operan y pasan más tiempo en la experiencia
onlife (un nuevo espacio donde la frontera entre lo online y lo offline
se ha borrado). Estas regiones son, por definición, no estatales, lo
que está creando una nueva tensión entre la geopolítica, que es global y
no territorial, y los Estados-nación, que siguen definiendo su
identidad y legitimidad políticas en términos de unidad territorial
soberana, como países.
Tercera:
organización. Las TIC fluidifican la topología de la política. No se
limitan a permitir, sino que promueven (mediante la gestión y el
empoderamiento) la agilidad, la temporalidad y la agregación,
disgregación y reagregación oportunas de grupos distribuidos «bajo
demanda», alrededor de intereses compartidos, superando las viejas y
rígidas limitaciones que representan las clases sociales, los partidos
políticos, las características étnicas, las barreras lingüísticas, las
barreras físicas, etcétera. Esto genera nuevas tensiones entre el
Estado-nación, que todavía se considera una importante entidad
organizativa, aunque ya no tan rígida, dado que va transformándose cada
vez más en un SMA muy flexible (volveré más adelante sobre este punto), y
una variedad de organizaciones no estatales igualmente poderosas,
incluso a veces más poderosas y políticamente influyentes (con respecto
al viejo Estado-nación), los otros SMA en el lote. El terrorismo, por
ejemplo, ya no es un mero asunto interno, como lo fueron en su día
ciertas formas de terrorismo en el País Vasco, Alemania, Italia o
Irlanda del Norte, sino una confrontación internacional con un SMA, como
Al-Qaeda, la tristemente conocida organización islamista militante
global.
Por eso se ha reformulado el debate
sobre democracia directa. Solíamos pensar que se trataba de una nueva
forma en que el Estado-nación podía reorganizarse de manera interna,
mediante el diseño de normas y gestionando los medios para promover
modalidades de democracia en las que los ciudadanos puedan proponer y
votar iniciativas políticas directamente y casi en tiempo real. Creíamos
que las formas de democracia directa eran opciones complementarias a
las modalidades de democracia representativa. Iba a ser un mundo en el
que «la política siempre estaría presente». La realidad es que la
democracia directa se ha convertido en una democracia mediatizada por
las comunicaciones, es decir, por nuevos medios sociales de comunicación
e información. En estas democracias digitales, los SMA (entendidos como
grupos distribuidos, temporal y puntualmente, y reunidos alrededor de
intereses comunes) se han multiplicado y convertido en fuentes de
influencia externa para los Estados-nación. Los ciudadanos votan a sus
representantes, pero influyen en ellos mediante encuestas de opinión en
tiempo real. La construcción de consensos se ha convertido en una
preocupación constante que se basa en información sincrónica.
Por las tres razones anteriormente
expuestas (poder, geografía y organización), la posición única del
Estado histórico como el agente informativo está siendo socavada desde
abajo y suprimida desde arriba por el auge de los SMA que tienen los
datos, el poder (y a veces hasta la fuerza, como en los muy distintos
casos de la ONU, las amenazas de ciberataques o los ataques
terroristas), el espacio y la flexibilidad organizativa para erosionar
la influencia política de los Estados modernos, apropiarse de (parte de)
su autoridad y, a largo plazo, convertirlos en algo redundante en
contextos en los que en su día fue el único agente informativo o el
predominante. La crisis griega, que comenzó a finales de 2009, y los
agentes implicados en su gestión son un buen ejemplo: el Gobierno y el
Estado griegos tenían que interactuar «por arriba» con la Unión Europea,
el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, las
agencias de calificación, etcétera, y «por abajo» con los medios de
comunicación griegos y las multitudes congregadas en la plaza Syntagma,
los mercados financieros y los inversores internacionales, la opinión
pública alemana, etcétera.
Está claro que el
Estado-nación histórico no va a renunciar a su papel sin luchar. En
muchos contextos está intentando recuperar su primacía como superagente
informativo que regula la vida política de la sociedad que organiza. En
algunos casos, este intento es descarado. En el Reino Unido, el Gobierno
laborista introdujo la primera ley de documento de identidad en
noviembre de 2004. Tras varias fases intermedias, el 21 de enero de
2011, la Identity Cards Act fue derogada y sustituida por la Identity
Documents Act 2010. El plan fallido de introducir un carné de identidad
obligatorio en el Reino Unido debe leerse desde una perspectiva moderna y
westfaliana. En muchos casos es una «resistencia histórica» sigilosa,
como cuando una sociedad de la información, que se caracteriza por el
papel esencial que desempeñan los bienes intelectuales e intangibles
(economía del conocimiento), los servicios de información intensiva
(servicios para empresas y propiedades, finanzas y seguros) y los
sectores públicos (sobre todo educación, administración pública y
atención sanitaria) es gestionada en gran medida por el Estado, que
mantiene su papel de agente informativo principal ya no solo legalmente,
sobre la base de su poder sobre la legislación y su implantación, sino
también económicamente, sobre la base de su poder sobre la mayoría de
los empleos basados en la información. La presencia invasora del llamado
«capitalismo de Estado», con sus empresas de propiedad estatal en todo
el mundo, desde Brasil a Francia, o China, es un síntoma evidente de
anacronismo hiperhistórico.
Formas similares de resistencia solo parecen capaces de retrasar el
inevitable ascenso de los SMA políticos. Por desgracia, esto puede
acarrear grandes riesgos, no solo en el ámbito local, sino sobre todo
global. Recordemos que las dos guerras mundiales pueden considerarse el
fin del sistema westfaliano. Paradójicamente, mientras la humanidad se
adentra en la era hiperhistórica, el mundo presencia el ascenso de
China, un Estado soberano fundamentalmente «histórico», y el declive de
Estados Unidos, un Estado soberano que, más que ninguna otra
superpotencia, ya mostró en el pasado su vocación hiperhistórica y
multiagente en su organización federal. Podríamos estar pasando de un
consenso de Washington a un consenso de Pekín, descrito por Williamson
como un capitalismo autoritario de Estado dirigido por las exportaciones
con un incremento de las reformas, la innovación y la experimentación.
Todo esto es peligroso, porque el historicismo anacrónico de las
políticas chinas junto al crecimiento del hiperhistoricismo en la
humanidad nos abocan a una confrontación. Puede que no llegue a
conflicto, pero la hiperhistoria ya está aquí y, aunque todo apunta a
que el Estado chino resurgirá de la confrontación profundamente
transformado, solo cabe esperar que la inevitable fricción sea lo más
indolora y pacífica posible. Las crisis económicas y sociales que
atraviesan en la actualidad las sociedades de la información más
avanzadas pueden ser, de hecho, el doloroso, aunque pacífico, precio a
pagar para adaptarnos a un futuro orden posconsenso de Washington.
La conclusión anterior es válida para los Estados históricos en
general: en el futuro veremos adquirir cada vez más protagonismo a los
SMA políticos, mientras que los Estados dejarán poco a poco de
resistirse a los cambios hiperhistóricos y evolucionarán ellos mismos
hacia SMA. Buenos ejemplos de ello son la cesión de competencias o la
creciente tendencia a convertir los bancos centrales, como el Banco de
Inglaterra o el Banco Central Europeo, en organizaciones públicas
independientes.
Ha llegado el momento de analizar más a fondo la naturaleza de los
SMA políticos y algunas de las cuestiones que ya están planteando su
aparición.
Los SMA políticos
El SMA político es un sistema constituido por otros sistemas(4) que, como agente único, es:
a) Teleológico: el SMA tiene un objetivo, que persigue a través de sus acciones.
b) Interactivo: el SMA y su entorno pueden interactuar de forma recíproca.
c) Autónomo: el SMA puede cambiar sus
configuraciones sin dar una respuesta directa a la interacción, mediante
transiciones internas para cambiar sus estados. Esto dota al SMA de
cierto grado de complejidad e independencia respecto a su entorno.
d) Adaptable: las interacciones del SMA
pueden alterar las reglas por las que el SMA cambia sus estados. La
adaptabilidad asegura que el SMA aprende su propio modo de
funcionamiento de una manera que depende esencialmente de su
experiencia.
El SMA político se convierte en inteligente (en el sentido de que
aprende) cuando implanta las funciones a-d con eficiencia y eficacia,
minimizando recursos, desperdicios y errores, y a la vez maximizando los
resultados de sus acciones. La emergencia de SMA inteligentes y
políticos plantea muchas cuestiones transcendentales, cinco de las
cuales merece la pena analizar aquí, aunque sea por encima: identidad y
cohesión, consentimiento, espacio social frente a espacio político,
legitimidad y transparencia (el SMA transparente).
Identidad y cohesión
A lo largo de la modernidad, el Estado ha abordado el problema de
establecer y mantener su propia identidad trabajando sobre la ecuación
Estado = Nación, a menudo a través del medio legal de la ciudadanía y la
narrativa retórica del espacio (la madre patria) y el tiempo (narrativa
en el sentido de tradiciones, celebraciones recurrentes de
acontecimientos pasados que han levantado la nación, etcétera).
Consideremos, por ejemplo, la introducción del servicio militar
obligatorio durante la Revolución francesa, su creciente popularidad en
la historia moderna, y pensemos a continuación en el número, cada vez
menor, de Estados soberanos en los que sigue siendo obligatorio hoy. El
servicio militar obligatorio transformó el derecho a hacer la guerra, de
un problema eminentemente económico —por ejemplo, los banqueros
florentinos financiaron a la Corona inglesa durante la guerra de los
Cien Años (1337-1453)— pasó a ser un problema también legal: el derecho
del Estado a enviar a sus ciudadanos a morir en su nombre, convirtiendo
así la vida humana en el penúltimo valor disponible para el último
sacrificio en aras del patriotismo. «Por el Rey y la Patria» es un signo
de anacronismo moderno al que siguen cayendo en la tentación de
recurrir, en momentos de crisis, los Estados soberanos para avivar el
nacionalismo acerca de enclaves geográficos insignificantes, a menudo un
islote que no merece ningún sacrificio humano, como las Malvinas o las
islas Senkaku o Diaoyu.
La ecuación entre Estado, nación, ciudadanía y tierra/historia tuvo
la ventaja extra de proporcionar una respuesta a un segundo problema, el
de la cohesión, ya que no solo responde a la pregunta de quién o qué es
el Estado, sino también a la de quién o qué pertenece al Estado y por
tanto está sometido a sus normas, políticas y acciones. Los nuevos SMA
políticos no pueden confiar en la misma solución. De hecho, se enfrentan
a otro problema, el de hacer frente al desacoplamiento de su identidad
política y su cohesión. La identidad política de un SMA puede ser muy
fuerte y, sin embargo, no guardar ninguna relación con su cohesión
intermitente y algo imprecisa, como es el caso del movimiento Tea Party
en Estados Unidos. La identidad y la cohesión de un SMA político pueden
ser sin duda débiles, como en el movimiento internacional Occupy. O se
puede advertir una fuerte cohesión sin una clara identidad política,
como en el caso de la multitud de tuiteros y su papel durante la
Primavera Árabe. La identidad y la cohesión de un SMA político se
establecen y mantienen compartiendo información. La Tierra es
virtualizada en la región de la infoesfera en la que opera el SMA. Así
la Memoria (registros recuperables) y la Coherencia (actualizaciones
fiables) del flujo de información permiten a un SMA político reivindicar
cierta identidad y cierta cohesión, y por tanto ofrecer un sentido de
pertenencia. Pero sobre todo es el hecho de que las fronteras entre
online y offline se estén difuminando, la aparición de la experiencia
onlife y que como consecuencia la infoesfera virtual pueda afectar
políticamente al espacio físico lo que refuerza el sentido del SMA
político como agente real. Si Anonymous tuviera solo una existencia
virtual, su identidad y su cohesión serían mucho menos fuertes. Los
hechos proporcionan un equivalente vital al flujo de información virtual
para garantizar la cohesión. Una ontología de las interacciones
sustituye a una ontología de las entidades, o, mediante un juego de
palabras, las –ings o sufijo –ando (como en interact-uando, proces-ando,
interconect-ando, hac-iendo, si-endo, etcétera) sustituyen a las cosas
(things).
Consentimiento
Una consecuencia importante de la desintegración de la ecuación «SMA
político = Estado-nación = Ciudadanía = Tierra = Historia» y el
desacoplamiento de la identidad y la cohesión en un SMA político es que
el viejo problema teórico de cómo consentir que nos gobierne una
autoridad política se ve desde una nueva perspectiva. En el marco
histórico de la teoría del contrato social, la supuesta actitud por
defecto es la de una dejación legal: existe algún tipo de consentimiento
original (a concretar) a priori presuntamente concedido (atendiendo a
una serie de motivos) por un individuo al Estado político para ser
gobernado por este último y sus leyes. El problema es entender cómo se
da este consentimiento y qué sucede cuando un agente, sobre todo un
ciudadano, decide no aceptarlo (se sitúa fuera de la ley). En el marco
hiperhistórico, la actitud por defecto esperada es optar por la
integración social, que se ejerce siempre que un agente se somete al SMA
político de modo condicional y para un fin concreto. Simplificando
mucho, estamos pasando de formar parte del consenso político a
participar en él, y esta participación tiene una naturaleza cada vez más
«justo a tiempo», «bajo demanda», «orientada a objetivos» y en absoluto
permanente, no a largo plazo ni estable. Si hacer política se parece
cada vez más a hacer negocios es porque, en ambos casos, el
interlocutor, el ciudadano-consumidor necesita ser convencido cada vez.
La actitud por defecto no es de pertenencia leal, y tiene que ser
construida y renovada por igual para productos políticos y comerciales.
Generar consentimiento alrededor de asuntos políticos concretos se
convierte en un proceso de recaptación continua. No es una cuestión de
medir la atención a la política —la queja generalizada de que las
«nuevas generaciones» son incapaces de concentrar su atención en los
problemas políticos carece de fundamento, ya que, después de todo, son
las generaciones que se han atiborrado de televisión—, sino de suscitar
interés una y otra vez sin caer en la inflación semántica (una crisis
más, una emergencia más, una revolución más, etcétera) ni la fatiga
política (¿cuántas veces hay que intervenir urgentemente?). El problema
es, por tanto, entender qué puede motivar repetidamente o incluso forzar
a los agentes (una vez más, no solo seres humanos individuales, sino
todo tipo de agentes) a dar su consentimiento y comprometerse, y lo que
sucede cuando los agentes, no comprometidos por defecto (nótese que no
uso «desvinculados», ya que esto implicaría un estado previo de
vinculación), prefieran quedarse al margen de las actividades del SMA
político, ocupando una esfera social de «nonimato» (ausencia de
«anominato») civil pero apolítico. No entender la transformación previa
de la autoexclusión histórica hasta la integración hiperhistórica
significa que tampoco es probable que se entienda la aparente
incoherencia entre el desencanto individual con los políticos y la
popularidad de los movimientos globales, las movilizaciones
internacionales, el activismo, el voluntariado y otras fuerzas sociales
con enormes implicaciones políticas. No es la política en sí misma la
que está moribunda, sino la política histórica, que se basa en partidos,
clases, funciones sociales fijas y el Estado-nación, que buscó la
legitimación política solo en una ocasión y la fue consumiendo hasta que
fue derogada. El sutil desplazamiento continuo hacia el llamado centro
político por parte de los partidos en las democracias liberales de todo
el mundo, así como las estrategias «Get out the vote» (GOTV es el
acrónimo en inglés de esta estrategia que hace referencia a la
movilización de votantes propios y a asegurarse de que acuden a votar)
son pruebas de que el compromiso tiene que renovarse y ampliarse de
manera constante para ganar unas elecciones. Ser militante de un partido
(y también de un sindicato) es una situación moderna que probablemente
se hará cada vez menos común.
Espacio social frente a espacio político
Entender la anterior inversión de actitudes por defecto significa que
nos enfrentamos a otro problema. De nuevo simplificando mucho, en la
prehistoria los espacios social y político se solapaban porque en una
sociedad sin Estado no existe una diferencia real entre relaciones
sociales y políticas, de ahí las interacciones. En la historia, el
Estado intenta mantener esa extensión compartida ocupando políticamente,
como un SMA informativo, todo el espacio social, estableciendo por
tanto la primacía de lo político sobre lo social. Esta tendencia, si no
se controla o se compensa, puede dar lugar a totalitarismos (por
ejemplo, la Italia de Mussolini), o al menos a democracias deterioradas
(por ejemplo, la Italia de Berlusconi). Ya hemos visto antes que dicha
extensión compartida y su control pueden basarse en estrategias
normativas o económicas, mediante el ejercicio del poder, la fuerza y la
imposición de normas. En la hiperhistoria, el espacio social es el
espacio original por defecto desde el que los agentes pueden moverse
hacia (dar su consentimiento a) una unión con el espacio político. No es
accidental que conceptos como sociedad civil (en el sentido
poshegeliano de sociedad no política), esfera pública (también en un
sentido no habermasiano) y comunidad adquieran cada vez más importancia
en la medida en que nos vamos acercando al contexto hiperhistórico. El
problema es entender ese espacio social en el que se supone que
interactúan agentes de distintos tipos y que provoca la aparición de SMA
políticos.
Cada agente, como ya he explicado, tiene cierto grado de libertad. No
me refiero a libertad, autonomía o autodeterminación, sino más bien, en
un sentido mecánico, más humilde, a determinadas capacidades o
habilidades apoyadas con los recursos apropiados, para participar en
acciones concretas con fines concretos. Por usar un ejemplo elemental,
una máquina de café solo tiene un cierto grado de libertad: puede hacer
café siempre que se le suministren los ingredientes correctos y la
energía necesaria. La suma de los grados de libertad de un agente es su
«agencia». Cuando el agente está solo, hay agencia, pero no espacio
social, y mucho menos político. Imaginemos a Robinson Crusoe en su «isla
de la Desesperación». Sin embargo, en cuanto haya otro agente (Viernes,
en la «isla de la Desesperación») o un grupo de agentes (los nativos
caníbales, los náufragos españoles, los amotinados ingleses), la agencia
adquiere el valor de interacción entre múltiples agentes (es decir,
social): las prácticas y después las normas para coordinar y limitar los
grados de libertad de los agentes se vuelven algo esencial, en
principio para el bienestar de los agentes que constituyen el SMA y
luego para la buena marcha del propio SMA.
Observemos la deriva en el nivel de análisis: una vez que surge el
espacio social, empezamos a considerar el grupo como grupo —una familia,
una comunidad o una sociedad— y las acciones de los agentes
individuales que lo componen se convierten en elementos que nos llevan a
los grados de libertad recién establecidos en el SMA, o la agencia. El
sencillo ejemplo utilizado antes puede servir también aquí. Consideremos
ahora una máquina de café y un temporizador. Por separado son dos
agentes con su propia agencia, pero si se sincronizan correctamente y se
coordinan en un SMA, el agente emisor tiene la nueva agencia de hacer
café a una hora determinada. Ahora es un SMA con una capacidad más
compleja y que puede funcionar bien o no.
Un espacio social es, por tanto, la totalidad de los grados de
libertad de los agentes que se quieran tener en cuenta. En la historia,
esta consideración —que es en realidad otro nivel de análisis— quedó
determinada, en gran medida, física y geográficamente en términos de
presencia en un territorio, y en consecuencia también por diferentes
formas de vecindad. En el ejemplo anterior, todos los agentes que
interactúan con Robinson Crusoe son tomados en consideración debido a la
naturaleza de sus relaciones (son más o menos interactivos dependiendo
de su grado de libertad) con la propia «isla de la Desesperación». Ya
hemos visto que las TIC han cambiado todo esto. En la hiperhistoria,
dónde trazar la línea que incluya, o bien excluya, a los agentes cuyos
grados de libertad constituyan el espacio social es cada vez más una
cuestión de elección al menos implícita, cuando no claramente explícita.
En consecuencia, el fenómeno de la moralidad distribuida, que engloba
también el de la responsabilidad distribuida, es cada vez más común. En
cualquier caso, en la historia o la hiperhistoria, lo que cuenta como
espacio social puede ser un movimiento político. La globalización es una
desterritorialización en este sentido político.
Si ahora pasamos al espacio político en el que operan las nuevas SMA,
sería un error considerarlo un espacio aparte, independiente del
espacio social: ambos están determinados por la misma totalidad de
agentes con sus grados de libertad. El espacio político emerge cuando la
complejidad del espacio social —entendido en términos de número y tipos
de interacciones y de agentes implicados, y del grado de
reconfiguración dinámica de agentes e interacciones— requiere la
prevención o resolución de potenciales divergencias y la coordinación o
colaboración acerca de potenciales convergencias. Ambas son cruciales. Y
en cada caso se necesita más información en cuanto a representación y
deliberación sobre una compleja multitud de grados de libertad. El
resultado es que el espacio social se politiza a través de su
informatización.
Legitimidad
Cuanto los agentes del espacio social llegan a un acuerdo sobre cómo
gestionar las divergencias (conflictos) y convergencias, el espacio
social adquiere la dimensión política a la que estamos tan
acostumbrados. Aunque aquí acechan dos errores potenciales.
El primero, llamémoslo hobbesiano, es considerar la política solo
como la prevención de la guerra por otros medios, para invertir la
famosa frase de Carl von Clausewitz según la cual «la guerra es la
continuación de la política por otros medios». No es este el caso, ya
que incluso una compleja sociedad de ángeles (el hombre es un lobo para
el hombre) también necesitaría normas para perfeccionar esa armonía. Las
convergencias también exigen política. Metáforas aparte, la función de
la política es solo gestionar los conflictos ocasionados por el
ejercicio del grado de libertad de cada uno de los agentes en la
consecución de sus objetivos. Por encima de todo es, o al menos debería
ser, avanzar en la coordinación y la colaboración entre los distintos
grados de libertad sin recurrir a la coacción ni a la violencia.
El segundo error potencial, al que podríamos llamar rousseauniano, es
que puede parecer que el espacio político no es más que el espacio
social organizado por la ley. En este caso, el error es más sutil. Por
lo común, asociamos el espacio político a las normas o leyes que lo
regulan aunque estas últimas no constituyan, en sí mismas, espacio
político. Comparemos dos casos en los que las normas determinan un
juego. En el ajedrez, las normas no solo limitan el juego, son el juego
en sí porque no resultan una actividad previa, sino que son las
condiciones necesarias y suficientes que determinan los únicos
movimientos que se pueden hacer legalmente. En fútbol, sin embargo, las
normas sí proceden de limitaciones anteriores, ya que los agentes gozan
de un grado de libertad básico y previo, que consiste en su capacidad de
golpear un balón con el pie con el fin de marcar un gol, lo que se
supone que está regulado en las normas. Mientras que en el ajedrez,
aunque es físicamente posible, no tiene mucho sentido colocar dos peones
en un mismo cuadro del tablero de ajedrez, nada impidió a Maradona
marcar un gol infame usando la mano en el partido entre Argentina e
Inglaterra (Copa del Mundo FIFA 1986) y que un árbitro pasara por alto
la infracción.
Una vez evitados los dos errores anteriores, es más fácil ver que el
espacio político es ese área del espacio social limitado por los
convenios alcanzados para resolver divergencias y coordinar
convergencias. Esto nos lleva a considerar más a fondo la transparencia
de los SMA, sobre todo cuando, como pasa en esta época de transición, el
SMA en cuestión sigue siendo el Estado.
El SMA transparente
Hay dos sentidos en los que el SMA puede ser transparente. No es nada
extraño que ambos procedan de las TIC y la ciencia informática (Turilli
y Floridi 2009), un ejemplo más de cómo la revolución de la información
está cambiando nuestros esquemas mentales.
Por un lado, el SMA (pensemos en un Estado-nación, y también en
agentes corporativos, multinacionales o instituciones supranacionales,
etcétera) puede ser transparente en el sentido de que pasa de ser una
caja negra a una caja blanca. Otros agentes (los ciudadanos cuando el
SMA es el Estado) no solo pueden ver datos de entrada y datos de salida;
por ejemplo, niveles de ingresos fiscales y gasto público también
pueden vigilar cómo el SMA (en nuestro ejemplo, el Estado) funciona
internamente. Esto no es ninguna novedad. Fue un principio que ya se
popularizó en el siglo xix. Sin embargo, se ha convertido en un aspecto
renovado de la política contemporánea debido a las posibilidades que
abren las TIC. Este tipo de transparencia también se conoce como
Gobierno Abierto.
Por otro lado, y este es el sentido más innovador que quisiera
recalcar aquí, el SMA puede ser transparente en el mismo sentido en que
lo es una tecnología (por ejemplo, una interfaz): invisible, no porque
no esté ahí, sino porque proporciona sus servicios con tanta eficiencia,
eficacia y fiabilidad que su presencia es imperceptible. Cuando algo
funciona a la perfección, entre bastidores podría decirse, para
asegurarse de que podemos operar todo lo eficiente y coherentemente que
sea posible, que entonces tenemos un sistema transparente. Cuando el SMA
en cuestión es el Estado, este segundo sentido de transparencia no
debería verse como un modo de introducir subrepticiamente, con
terminología diferente, el concepto de «Pequeño Estado» o «Pequeña
Gobernanza». Por el contrario, en este segundo sentido, el SMA (el
Estado) es tan transparente y tan vital como el oxígeno que respiramos.
Se esfuerza por ser el mayordomo ideal.(5) No hay una terminología
estándar para este tipo de SMA transparente que se vuelve perceptible
solo por su ausencia. Quizá se pueda hablar de «Gobierno Amable». Esos
SMA apoyarán mejor el tipo correcto de infraestructura ética (más
adelante hablaré de esto) cuanto más transparentemente, es decir, de un
modo abierto y amable, desarrollen el juego negociador a través del cual
se hacen cargo de la cosa pública. Cuando este juego negociador falla,
el resultado posible es un conflicto cada vez más violento entre las
partes implicadas. Es una posibilidad trágica que las TIC han
reconfigurado seriamente.
Con esto no queremos decir que la opacidad no tenga sus virtudes. Hay
que ser prudentes para que el discurso sociopolítico no se vea reducido
a diferencias de cantidad, calidad, inteligibilidad y utilidad de la
información y las TIC. «Cuanto más, mejor» no es la única ni siempre la
mejor regla empírica, dado que la retirada de información puede suponer a
menudo una importante diferencia positiva. Ya encontrábamos la división
de poderes del Estado en Montesquieu. Cada uno de ellos puede ser
cuidadosamente opaco en el sentido correcto respecto a los otros dos.
Porque puede ser necesario carecer de determinada información (o decidir
voluntariamente no acceder a ella) para conseguir los objetivos
deseados, como proteger el anonimato, garantizar un trato justo o
implantar modelos de evaluación desprejuiciados. El famoso método de
Rawls (1999), el «velo de la ignorancia», explota precisamente este
aspecto de la información para desarrollar un enfoque imparcial de la
justicia. Estar informado no es siempre una bendición, y podría incluso
ser peligroso o erróneo, un elemento de distracción o perjudicial. La
idea es que la opacidad no puede tomarse como una buena práctica en un
sistema político, a menos que se adopte de manera explícita y
consciente, demostrando que no es una simple traba.
Infraética
Parte de los esfuerzos éticos engendrados por nuestra condición
hiperhistórica tiene que ver con el diseño de entornos que puedan
facilitar las opciones, acciones o procesos éticos de los SMA. No se
trata de ética de diseño. Es más bien un diseño proético, concepto que
espero poder aclarar en las páginas que siguen. Ambos son liberales,
aunque el primero puede ser un tanto paternalista en el sentido de que
privilegia la facilitación del tipo correcto de opciones, acciones,
procesos o interacciones en representación de los agentes implicados,
mientras que el último no tiene por qué serlo, dado que privilegia la
facilitación de la reflexión por parte de los agentes implicados en sus
opciones, acciones o procesos. (6) Por ejemplo, el primero puede
permitir a los individuos decidir no atenerse a la preferencia por
defecto según la cual quien se saca el permiso de conducir también está
dispuesto a ser donante de órganos. El último puede no autorizar a un
individuo a sacarse el permiso de conducir si no decide antes si quiere o
no donar sus órganos. En esta sección llamaré infraestructura ética o
infraética a los entornos que pueden facilitar las opciones, acciones o
procesos éticos. Llamaré la atención del lector hacia el problema de
cómo diseñar el tipo correcto de infraética para los SMA emergentes. En
contextos o casos distintos, el diseño de una infraética liberal puede
ser más o menos paternalista. Mi argumento es que debe ser lo menos
paternalista que las circunstancias permitan, aunque nunca menos.
Es un signo de los tiempos que los políticos hablen de
infraestructuras hoy en día y a menudo tengan en mente las TIC. No están
equivocados. Desde las fortunas empresariales hasta los conflictos, lo
que hace funcionar las sociedades contemporáneas depende cada vez más de
los bits y no de los átomos. Ya hemos visto todo esto. Lo que resulta
menos obvio, aunque filosóficamente más interesante, es que las TIC
parecen haber revelado un nuevo tipo de ecuación.
Consideremos el énfasis sin precedentes que las TIC han dado a
fenómenos cruciales como la confianza, la privacidad, la transparencia,
la libertad de expresión, la apertura, los derechos de propiedad
intelectual, la lealtad, el respeto, la fiabilidad, la reputación, el
imperio de la ley, etcétera. Estos conceptos probablemente se entienden
mejor en términos de una infraestructura que está ahí para facilitar o
impedir (reflexionar sobre ello) la conducta moral o inmoral de los
agentes implicados. Así pues, al situar nuestras interacciones
informativas en el centro de nuestras vidas, las TIC parecen haber
desvelado algo que, por supuesto, siempre ha estado ahí, pero de manera
menos visible: el hecho de que la conducta moral de una sociedad de
agentes es también una cuestión de «infraestructura ética» o simplemente
infraética. Hemos pasado por alto un aspecto importante de nuestras
vidas morales y, de hecho, muchos conceptos y fenómenos relacionados han
sido tratados de forma equivocada como si solo fueran éticos, cuando en
realidad son probablemente más infraéticos. Para usar un término de la
filosofía de la tecnología, tienen una naturaleza de uso dual: pueden
ser moralmente buenos, pero al mismo tiempo malos (ahora explicaré más).
La nueva ecuación indica que, al igual que los sistemas corporativos y
de administración en una sociedad económicamente madura requieren cada
vez más infraestructuras (transportes, comunicaciones, servicios,
etcétera), también las interacciones morales precisan cada vez más una
infraética en una sociedad informativamente madura.
La idea de una infraética es simple, pero puede confundir. La
ecuación anterior ayuda a aclararlo. Cuando un economista y un
politólogo hablan de «Estado fallido», puede que se refieran al fracaso
de un estado-como-una-estructura en el cumplimiento de sus funciones
básicas, es decir, ejercer el control sobre sus fronteras, recaudar
impuestos, hacer cumplir la ley, administrar justicia, proporcionar
educación, etcétera. En otras palabras, el Estado no consigue
proporcionar bienes públicos (por ejemplo, defensa y policía) ni
prestaciones de calidad (por ejemplo, sanidad). O (y este «o» disyuntivo
es a menudo demasiado inclusivo y ambiguo) pueden hacer referencia al
colapso de un estado-como-una- infraestructura o su entorno, lo que
hace posible y fomenta el tipo correcto de interacciones sociales. Esto
significa que pueden referirse al colapso de un sustrato de expectativas
por defecto respecto a condiciones económicas, políticas y sociales,
como el estado de derecho, el respeto a los derechos civiles, un sentido
de comunidad política, el diálogo civilizado entre personas de ideas
diferentes, los modos de alcanzar la resolución pacífica de tensiones
étnicas, religiosas o culturales, etcétera. Todas estas expectativas,
actitudes, prácticas, es decir, esta «infraestructura socio-política»
implícita que nosotros damos por segura, proporciona un ingrediente
vital para el éxito de cualquier sociedad compleja. Desempeña un papel
crucial en las interacciones humanas, comparable al que estamos
acostumbrados a atribuir a las infraestructuras físicas en economía.
Por eso, la infraética no debe interpretarse en términos marxistas,
como si fuera una mera actualización de la vieja idea de «base y
superestructura», porque los elementos en cuestión son completamente
diferentes: tratamos de acciones morales y de facilitadores
aún-no-morales de dichas acciones morales. Tampoco debe interpretarse en
términos de una especie de discurso normativo de segundo orden sobre
ética, porque es la estructura aún-no-ética de expectativas, actitudes y
prácticas implícitas lo que puede facilitar y promover decisiones y
acciones morales. Al mismo tiempo, tampoco sería acertado pensar que una
infraética es moralmente neutra. Al contrario, tiene una naturaleza de
doble uso, como ya adelanté: puede facilitar e impedir acciones
moralmente buenas y moralmente malas, y hacerlo en diferentes grados. En
el mejor de los casos, es la grasa que lubrica el mecanismo moral. Es
más probable que esto ocurra cuando tener una naturaleza «de doble uso»
no signifique que cada uso es igualmente probable, es decir, que la
infraética en cuestión aún no sea neutra, ni meramente positiva, sino
que muestre la tendencia a generar más bien que mal. Si esto es confuso,
pensemos en la naturaleza de uso dual no en términos de equilibrio,
como una moneda ideal que siempre ofrece caras y cruces, sino como una
copresencia de dos desenlaces alternativos, uno de los cuales es más
plausible que el otro, como en una moneda en la que es más probable que
aparezcan caras que cruces. Cuando una infraética tiene una naturaleza
«de uso dual tendencioso», es fácil confundir la ética con la
infraética, dado que lo que ayuda al bien a florecer y lo que ayuda al
mal a echar raíces comparten una misma naturaleza.
Cualquier sociedad compleja de éxito, sea la Ciudad de los Hombres o
la Ciudad de Dios, depende de una infraética implícita. Esto es
peligroso, porque la importancia creciente de la infraética puede
conducir al siguiente peligro: que la legitimación del terreno ético se
base en el «valor» de la infraética que se supone que lo respalda.
Respaldo suele confundirse con cimientos, y puede incluso aspirar al
papel de legitimador, llevándonos a lo que Lyotard criticaba como mera
«performatividad» del sistema, independiente de los valores reales
deseados y buscados. La infraética es la sintaxis vital de la sociedad,
pero no su semántica, para usar una distinción popular en inteligencia
artificial. Se trata de la forma estructural, no de los contenidos
significativos.
Ya vimos que incluso en sociedades habitadas solo por ángeles, es
decir, por agentes morales perfectos, seguirían siendo necesarias normas
para la colaboración. En teoría, a saber, cuando uno asume que los
valores moralmente buenos y la infraética que los promueve pueden estar
separados (una abstracción que nunca se produce en la realidad pero que
facilita nuestro análisis), puede existir una sociedad cuyos habitantes
fueran todos nazis fanáticos que disfrutaran de altos niveles de
confianza, respecto, fiabilidad, lealtad, privacidad, transparencia e
incluso libertad de expresión, apertura y libre competencia. Claramente,
lo que queremos no es solo el mecanismo de éxito que proporciona una
correcta infraética, también la combinación coherente entre esto y
valores moralmente buenos, como los derechos civiles. Por eso es tan
difícil conseguir un equilibrio entre seguridad y privacidad, por
ejemplo, a menos que aclaremos antes si estamos resolviendo una tensión
dentro de la ética (seguridad y privacidad como derechos morales),
dentro de la infraética (ambos se consideran facilitadores
aún-no-éticos), o entre infraética (seguridad) y ética (privacidad),
como yo sospecho. Por usar otra analogía: las mejores tuberías
(infraética) pueden mejorar el caudal pero no la calidad del agua
(ética), y un agua de la máxima calidad se desperdicia si las tuberías
están oxidadas o picadas. De modo que crear el tipo correcto de
infraética y mantenerlo es uno de los retos cruciales de nuestro tiempo,
porque una infraética no es moralmente buena en sí misma, sino la vía
más probable de proporcionar bien moral si se diseña y se combina con
los valores morales correctos. El tipo correcto de infraética debe estar
ahí para respaldar el tipo correcto de axiología (teoría del valor).
Sin duda parte constituyente del problema relativo al diseño de los SMA
apropiados.
Cuanto más compleja se vuelve una sociedad, más importante y, por
ende, más relevante es el papel de una infraética bien diseñada, y no
obstante parece que es ahí donde estamos fallando. Consideremos el
reciente Acuerdo Comercial Antifalsificación (ACTA, por sus siglas en
inglés), un tratado multinacional relativo a las normas internacionales
que protegen los derechos de propiedad intelectual. Al centrarse en
hacer respetar los derechos de propiedad intelectual (DPI), los
defensores del ACTA pasaron por alto que iban a socavar la infraética
que esperaban impulsar, una que fomentara algunos de los mejores y más
conseguidos aspectos de nuestra sociedad de la información. Promovería
la inhibición estructural de algunas de las más importantes libertades
positivas del individuo y su capacidad de participar en la sociedad de
la información, desarrollando así todo su potencial como organismos de
información. A falta de una palabra mejor, el ACTA promovería una forma
de informismo comparable a otras formas de inhibición de la agencia
social, como el clasismo, el racismo o el sexismo. A veces, una defensa
del liberalismo puede ser inadvertidamente antiliberal. Si queremos
hacerlo mejor, tenemos que conocer aquellos problemas que, como los DPI,
forman parte de la nueva infraética para la sociedad de la información.
Su protección tiene que encontrar un punto equilibrado dentro de la
compleja infraestructura legal y ética que ya está aquí y evoluciona
constantemente y dicho sistema tiene que ponerse al servicio de valores
nobles y conductas morales. Esto exige determinar un compromiso, dentro
de una infraética liberal, entre los que ven la nueva legislación (por
ejemplo, el ACTA) simplemente como el acatamiento de obligaciones
legales y éticas ya existentes (en este caso, de anteriores acuerdos
comerciales) y los que la consideran una erosión grave de las libertades
civiles éticas y legales existentes.
En las sociedades hiperhistóricas, toda regulación que afecte al modo
en que los individuos tratan la información está destinada a influir en
la totalidad de la infoesfera y en el hábitat onlife. Por tanto, hacer
respetar derechos (como los DPI) acaba siendo un problema
medioambiental. Esto no significa que toda legislación sea por fuerza
negativa. Y nos da una lección acerca de la complejidad de las cosas:
desde que derechos como los DPI forman parte de nuestra infraética y
afectan a la totalidad de nuestro entorno, entendido como infoesfera,
las consecuencias voluntarias e involuntarias de su aplicación son de
gran amplitud, interrelacionadas y trascendentales. Estas consecuencias
tienen que analizarse con atención, porque los errores generarán enormes
problemas con costes astronómicos para las generaciones futuras, tanto
éticos como económicos. El mejor modo de manejar «desconocidos
conocidos» o consecuencias inesperadas es ser cuidadoso, permanecer
alerta, vigilar la evolución de las acciones emprendidas, así como estar
preparado para reconsiderar cualquier decisión o estrategia con
rapidez, en cuanto empiecen a notarse efectos perjudiciales. Festina
lente («vísteme despacio, que tengo prisa»), como nos recomienda el
adagio clásico. No hay una legislación perfecta, tan solo una
legislación que puede ser perfeccionada con más o menos facilidad. Unos
buenos acuerdos acerca de cómo dar forma a nuestra infraética deberían
incluir cláusulas que contemplen actualizaciones periódicas.
Para terminar, es un error pensar que somos como forasteros
gobernando un entorno diferente del que habitamos. Documentos legales
(como el ACTA) nacen del interior de la infoesfera a la que afectan.
Estamos construyendo, restaurando y renovando la casa desde dentro, o
podría decirse que estamos reparando la canoa mientras navegamos en
ella, por usar la metáfora que introduje al principio. Precisamente
porque la totalidad del problema de respetar, infringir y hacer respetar
derechos (como los DPI) es una cuestión infraética y medioambiental
para sociedades de la información avanzadas, lo mejor que podríamos
hacer para dar con la solución correcta sería aplicar al propio proceso
el verdadero esquema infraético y los valores éticos que quisiéramos que
promoviera. Esto significa que la infoesfera debe autorregularse desde
dentro, no desde un exterior imposible.
Conclusión: ¿la última de las generaciones históricas?
Hace seis mil años, una generación de humanos fue testigo de la invención de la escritura y el desarrollo de las condiciones que hicieron posibles las ciudades, los reinos, los imperios y los Estados-nación. Esto no es accidental. Las sociedades prehistóricas carecían de TIC y de Estado. El Estado es un fenómeno típicamente histórico. Surge cuando los grupos humanos dejan de vivir una existencia precaria en pequeñas comunidades y empiezan a vivir en la abundancia, en grandes comunidades que se convierten en sociedades políticas, con división del trabajo y con funciones especializadas, organizadas bajo alguna forma de gobierno, que usa la TIC para controlar los recursos, incluida esa clase tan especial de información llamada «dinero». Desde los impuestos a la legislación, desde la administración de justicia a la fuerza militar, desde el censo a las infraestructuras sociales, el Estado ha sido durante mucho tiempo el agente de información supremo y por eso he sugerido que la historia, y sobre todo en la modernidad, es la era del Estado.Casi a mitad de camino entre el principio de la historia y nuestros días, Platón seguía buscando el sentido de dos cambios radicales: la codificación de los recuerdos mediante símbolos escritos y las interacciones simbióticas entre individuos y la polis o ciudad-Estado. En cincuenta años, nuestros nietos podrían considerarnos la última generación histórica organizada en Estados, de un modo no muy distinto a como consideramos nosotros a las tribus amazónicas mencionadas al principio, es decir, las últimas sociedades prehistóricas sin Estado. Puede transcurrir tiempo antes de que lleguemos a entender el verdadero alcance de estas transformaciones. Y esto es un problema, porque no tenemos otros seis milenios por delante. No podemos esperar a que aparezca otro Platón dentro de unos cuantos siglos. Estamos jugando un gambito ambiental con las TIC y no nos queda mucho tiempo para ganar la partida, porque el futuro de nuestro planeta corre peligro. Tenemos que actuar ahora.
Notas
1. De acuerdo con los datos sobre esperanza de
vida al nacer para el mundo y los grupos principales de desarrollo desde
1950 a 2050. Fuente: División de Población del Departamento de Asuntos
Económicos y Sociales del Secretariado de Naciones Unidas, 2005, Proyecciones de población mundial, notas a la Revisión de 2004, Nueva York, Naciones Unidas, disponible online.
2. Según los datos de pobreza en el mundo,
definida como el número y proporción de personas que viven con menos de
1,25 dólares al día (precios de la década de 2000), de 2005 a 2008.
Fuente: Banco Mundial y The Economist del 29 de febrero de 2012, disponible online.
3. Floridi y Taddeo (de próxima publicación).
Clarke y Knake 2010 abordan los problemas de la ciberguerra y la
ciberseguridad desde una perspectiva política que, aunque aquí
calificamos de «histórica», resulta muy útil.
4. Para un análisis más detallado, véase Floridi 2011.5. Sobre buen gobierno y las normas del juego político global, véase Brown y Marsden 2013.
6. He tratado de desarrollar una ética de la información en Floridi (2013). Para un análisis más introductorio, véase Floridi 2010.
BIBLIOGRAFIA
— Clarke, R. A. y Knake, R. K., Cyber War: The Next Threat to National Security and What to Do About It, Nueva York, Ecco, 2010.
— Floridi, L., The Philosophy of Information, Oxford, Oxford University Press, 2011.
— Floridi, L., The Ethics of Information, Oxford, Oxford University Press, 2013.
— Floridi, L. (ed.), The Cambridge Handbook of Information and Computer Ethics, Cambridge, Cambridge University Press, 2010.
— Floridi, L. y Taddeo, M. (eds.), The Ethics of Information Warfare, Nueva York, Springer, 2014.
— Linklater, A., The Transformation of Political Community: Ethical Foundations of the Post-Westphalian Era, Oxford, Polity, 1998.
— Rawls, J., A Theory of Justice (ed. rev.), Cambridge, Massachusetts, Belknap Press of Harvard University Press, 1999.
— Steil, B., The Battle of Bretton Woods John Maynard Keynes, Harry Dexter White, and the Making of a New World Order, Princeton, Nueva Jersey Princeton University Press, 2013.
— Turilli, M. y Floridi, L., «The Ethics of Information Transparency», en Ethics and Information Technology, vol. 11, n.º 2, 2009, pp. 105-112.
-
Citar esta publicación
Floridi, L., "Hiperhistoria, la aparición de los sistemas multiagente
(SMA) y el diseño de una infraética", en El próximo paso. La vida
exponencial, Madrid, BBVA, 2016.
Ver libro 2017
El próximo paso: la vida exponencial
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