Cajal, mucho más que un Nobel
Más de un siglo después de sus grandes descubrimientos, el médico español Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) sigue siendo una leyenda científica en todo el mundo. Y sus ideas, adelantadas a su tiempo, inspiran a quienes persiguen uno de los mayores retos pendientes de la Medicina: reparar el cerebro y los tejidos nerviosos.
Él no buscaba milagrosos tratamientos. Simplemente le fascinaba el sistema nervioso y dedicó gran parte de su vida y su obra a estudiarlo y describirlo. Descubrió así que el tejido nervioso y cerebral está compuesto por células individuales (las neuronas). Su nueva y revolucionaria teoría, la llamada «doctrina de la neurona», fue el punto de partida de la neurociencia moderna, y por ella ganó el premio Nobel de Medicina en 1906.
Tras este logro, Ramón y Cajal siguió describiendo fielmente el paisaje neuronal, profundizando en él con su microscopio. Por aquellos retratos neurológicos, como el de las espinas dendríticas, merecería un segundo Nobel póstumo, si esto fuera posible. Sin embargo, hasta los años 1970 (cuando la microscopía electrónica avanzó lo suficiente) no se demostró la importancia de las espinas dendríticas: Ramón y Cajal tenía razón cuando intuyó su papel en la comunicación entre neuronas, actuando como receptoras del impulso nervioso.
Gracias a su incomparable intuición, pudo observar lo que nadie más vio donde otros también miraban, a pesar de los pocos medios que tuvo en España para sus investigaciones. Usaba unas herramientas rudimentarias: preparaciones de tejido cerebral, algunos productos químicos, un microscopio, cámaras fotográficas y útiles de dibujo. Observó y dibujó estructuras que al principio fueron desdeñadas, pero con el tiempo sus ilustraciones se convirtieron en iconos de la ciencia, y todavía se usan hoy en las facultades de Medicina.
Pero el legado de Cajal es mucho más que sus hallazgos individuales. Humanista, además de científico, está considerado como cabeza de la llamada “Generación de Sabios”. Y no es para menos. Tras él surgió una escuela de discípulos, que le siguieron con gran entusiasmo y dedicación toda su carrera. Rafael Lorente de No (1902-1990), uno de los últimos discípulos de Ramón y Cajal, llegó a ser una de la figuras cumbres de la neurofisiología mundial. Fernando de Castro (1896-1967) realizó ciertos trabajos que, pese a haber sido reconocidos tarde, sentaron la base de numerosos estudios sobre los mecanismos últimos de los quimiorreceptores que él mismo había descubierto. Pío del Río Hortega (1882-1945) descubrió las microglías, las células del tejido nervioso que forman el sistema inmunitario del sistema nervioso central.
Ramón y Cajal fue más que un premio Nobel. Más que una serie de legendarias ilustraciones. Más que el padre de una generación de brillantes científicos. Murió el 18 de octubre de 1934, hace más de ochenta años, pero las ideas de Santiago Ramón y Cajal siguen aún muy vivas en la investigación actual. Y ese quizás sea el mayor valor de su legado.
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El Nobel que Ramón y Cajal nunca recibió
Santiago Ramón y Cajal recibió un Nobel. De hecho, hasta hoy, cuando se cumplen 80 años de su fallecimiento, perdura como el único premio en ciencias de la Academia Sueca que es cien por cien español; no tanto por el hecho de que el otro científico español con un Nobel, Severo Ochoa, trabajara en Estados Unidos y compartiera su nacionalidad de origen con la de adopción cuando le fue concedido el galardón. Sino porque el bioquímico asturiano nunca habría dispuesto en España de los medios y el entorno necesarios para desarrollar su trabajo, algo que es fundamental para un progreso científico sólido y sostenido. Pero como rara excepción, eso no fue un impedimento para Ramón y Cajal. De hecho, tan aislada y solitaria era su labor que necesitó de apoyos en el extranjero para que su trabajo fuera difundido y tomado en serio, y tan raro era su caso que el antropólogo e intelectual falangista Pedro Laín Entralgo le situó al frente de lo que acuñó como Generación de Sabios, una etiqueta que resultaría absurda en otros países con mayor tradición científica.
Los logros de Ramón y Cajal fueron posibles en tales condiciones porque para alcanzarlos se bastó con un puñado de herramientas rudimentarias: preparaciones de tejido cerebral, algunos productos químicos, microscopio, cámaras fotográficas, útiles de dibujo y una incomparable intuición. Con solo estos elementos fue capaz de desarrollar la doctrina de la neurona, según la cual el tejido nervioso está compuesto por unidades discretas e interconectadas, responsables de la actividad cerebral y en las cuales el impulso se transmite en una sola dirección. Resulta irónico que Ramón y Cajal tuviera que compartir el premio con el italiano Camilo Golgi, inventor del método de tinción que el español había empleado; porque Golgi defendió, incluso en su discurso de aceptación del premio, la errónea teoría de que las neuronas no eran células separadas, sino que formaban una red continua.
La Academia Sueca distinguió a los dos investigadores en 1906 “en reconocimiento a su trabajo en la estructura del sistema nervioso”. Pero el premio compartido es un agravio a Ramón y Cajal: Golgi solo aportó un avance metodológico, mientras que el aragonés tuvo que fundar una nueva rama de la ciencia para ser reconocido. Casi podría decirse que cada frase del discurso del Nobel de Ramón y Cajal sirvió como punto de arranque para toda una línea de investigación que ha llenado de científicos varios laboratorios durante un siglo. Pero si sus hallazgos individuales se sitúan en el contexto del conocimiento actual, alguno de ellos ha demostrado un significado tan trascendental que por sí solo merecería un segundo Nobel póstumo, si esto fuera posible.
Parte del mérito de Ramón y Cajal consistió en ver algo inédito donde otros ya habían mirado. En 1888, mientras estudiaba al microscopio las “mariposas del alma”, como llamaba a las neuronas de sus preparaciones, “observó que en el árbol de prolongaciones de un tipo de neuronas llamadas piramidales las ramas no eran lisas, sino que estaban cubiertas de diminutas espinas”, relata el neurobiólogo Javier de Felipe, profesor de investigación del Instituto Cajal (CSIC) y jefe del Laboratorio de Circuitos Corticales de la Universidad Politécnica de Madrid y el CSIC. Ramón y Cajal propuso que estas espinas funcionaban como conexiones entre esas prolongaciones neuronales, llamadas dendritas, y los axones, los cables que lanzan el impulso desde el cuerpo de la neurona. Por tanto, las espinas dendríticas actuarían como receptores en la transmisión nerviosa.
“No le creyeron”, señala De Felipe. “Los neurohistólogos de su tiempo, sobre todo alemanes, decían que sus dibujos solo eran interpretaciones artísticas de la realidad”. Sin embargo, lejos de amilanarse, Ramón y Cajal hizo famoso su grito de guerra: “puestos a tenacidad, a los aragoneses que nos echen alemanes”. El descubrimiento de las espinas dendríticas pasó casi de puntillas por el homenaje de la Academia Sueca a su trabajo. Según De Felipe, “fue necesario esperar medio siglo para que la microscopía electrónica confirmara que las espinas dendríticas eran postsinápticas”, es decir, receptoras del impulso, tal y como Ramón y Cajal había pronosticado.
Las espinas dendríticas comenzaron a cobrar una mayor importancia en la neurociencia en la década de 1970, “cuando se descubrió que sus anomalías se correspondían con un retraso mental”, apunta De Felipe. Desde entonces se ha demostrado que estas púas neuronales no solo son cruciales en el procesamiento de información, sino que actúan como unidades de memoria con funciones diferenciadas según su morfología: “las espinas grandes serían estables y representarían las trazas físicas de la memoria a largo plazo, mientras que las pequeñas serían móviles e inestables y contribuirían al aprendizaje”, explica De Felipe.
La investigación en el campo de las espinas dendríticas continúa revelando hallazgos de gran impacto. El pasado mayo, la revista Science publicaba que dormir después del aprendizaje estabiliza las espinas recién formadas para consolidar la memoria, un mecanismo que explica por qué el sueño ayuda a fijar los nuevos conocimientos. Hace solo un mes, un estudio en la revista The Journal of Neuroscience identificaba un gen cuyos defectos provocan una sobreabundancia de espinas dendríticas, un fenómeno característico del autismo.
Las investigaciones del propio De Felipe han revelado que en las espinas dendríticas reside una parte de lo que nos distingue de otras especies. Los estudios comparativos indican que las espinas son más abundantes en el cerebro humano. “Las células piramidales de la corteza prefrontal humana tienen un 72% más espinas que el macaco, y aproximadamente cuatro veces más que la corteza prefrontal del tití o la corteza motora del ratón”, detalla el neurobiólogo. Nuestras espinas también son más largas y gruesas. “Las cabezas de las espinas en el ser humano tienen el 100% más de volumen que en la corteza somatosensorial del ratón, y la longitud del cuello de las espinas es significativamente mayor (aproximadamente el 30%) en el humano que en el ratón”, añade De Felipe.
Todo lo anterior sugiere que las espinas dendríticas conforman una identidad distinta e irrepetible de cada cerebro. Y para ilustrarlo, De Felipe ha concebido la curiosa iniciativa de transformar esa huella personal en música. El equipo dirigido por el neurobiólogo ha publicado recientemente en la revista Neuroinformatics la creación de una herramienta informática que asigna a cada espina una nota según sus rasgos morfológicos. “La idea es tocar la partitura resultante y escuchar cómo suena cada cerebro”. Bajo el título El canto de las neuronas, el cuarteto de cuerda Almus interpretará dos piezas que representan la música de un cerebro sano y de otro con alzhéimer, un mal que destruye las espinas dendríticas. De Felipe pretende plasmar así cómo las nuevas tecnologías pueden contribuir al estudio de las enfermedades neurodegenerativas. “¿Será la música la clave para descubrir algunos de los secretos que guardan los bosques neuronales?”, se pregunta el investigador.
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