Emmy Noether (1882–1935)
El teorema de Noether, que cumple 100 años en 2015, fascinó a las grandes mentes del siglo XX porque revela la íntima conexión entre las simetrías de la naturaleza y la forma de las leyes fundamentales de la física. Sencillo y profundo, es un todoterreno de la física teórica, que puede aplicarse tanto a la teoría cuántica de campos como a los básicos problemas de mecánica clásica de bachillerato. Este teorema fue su primer trabajo al llegar al departamento de matemáticas de la Universidad de Gotinga en 1915, donde no podía impartir clases, porque Emmy Noether era una mujer.
Las barreras de género fueron una constante en su carrera. Para seguir los pasos de su padre, un gran matemático alemán, Emmy tuvo que asistir como oyente a las clases en la universidad, que a principios del siglo XX aún no aceptaba oficialmente a mujeres. Cuando por fin pudo licenciarse estuvo trabajando en el Instituto Matemático de Erlagen durante 7 años, sin recibir sueldo y sin que la reconocieran como profesora. En 1919, ya en Gotinga, por fin recibió la autorización para enseñar pero con un título no oficial de profesora ayudante. Fue lo más que consiguió, a pesar de liderar un equipo con prestigio mundial y de que sus discípulos sí fueron aceptados como investigadores y profesores titulares.
Emmy Noether hizo grandes aportaciones a un campo muy innovador de las matemáticas, el álgebra abstracta. Y cuando estos méritos empezaban a ser reconocidos fue expulsada de la universidad, porque era judía. Los nazis acababan de llegar al poder y Noether se exilió a EEUU en 1933, donde murió dos años más tarde. Einstein escribió un obituario en su honor en The New York Times, donde la definió como «la genio creativa de las matemáticas más significativa desde que comenzó la educación superior para las mujeres».
Cecilia Payne (1900–1979)
La astrónoma que descubrió la composición del Sol
también tuvo una carrera marcada por la discriminación de género, sobre
todo en su Inglaterra natal. Allí estudió ciencias en la Universidad de Cambridge
y pudo asistir a conferencias de grandes científicos pero no pudo
licenciarse, porque Cambridge no daba títulos universitarios a mujeres
(y no lo hizo hasta 1948). Cecilia Payne quería ser científica y para
ello tuvo que emigrar en 1923 a Estados Unidos, donde empezaba a haber becas para atraer a las mujeres hacia la investigación en astronomía.
Payne consiguió una beca para hacer el doctorado en el Observatorio de Harvard, aunque el título se lo dio una universidad asociada, porque Harvard era aún exclusivamente masculina. De su tesis doctoral, presentada en 1925, se dijo entonces que “sin duda es la tesis más brillante que se ha escrito en astronomía”. Y eso que Henry Norris Russell, un colega que se la revisó, la convenció para que retirara de ella una conclusión importante: la novata Cecilia Payne proponía en su primer trabajo astronómico que el Sol estaba compuesto en un 99% por hidrógeno.
Era una idea revolucionaria, pues entonces el consenso científico asumía que nuestra estrella era de mayormente de hierro (un 65%), con una composición similar a la de la Tierra. Russell, como el resto de astrónomos, no se tomó muy en serio el atrevimiento de Payne hasta que años más tarde llegó a la misma conclusión por otro camino. Entonces él se atribuyó el mérito, aunque citó brevemente a Payne en su publicación científica, y durante muchos años se le reconoció como autor del descubrimiento.
Mientras tanto, Cecilia Payne siguió observando las estrellas, avanzando en el estudio de su evolución y de la estructura de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Y también empezó a destacar en Harvard como una profesora sobresaliente y apasionada. Pero extraoficialmente, porque en teoría solo era una asistente técnica y sus cursos no estaban en el catálogo oficial. Tuvieron que pasar 15 años hasta que se le reconoció como astrónoma y 31 años hasta que en 1956 fue la primera mujer aceptada como profesora titular en la principal facultad de la Universidad de Harvard, donde también fue la primera mujer que dirigió un departamento. Su trayectoria académica abrió camino e inspiró a grandes científicas que vinieron después.
Marthe Gautier (1925)
A punto de cumplir 90 años, Marthe Gautier sigue luchando porque se reconozca su papel en el descubrimiento de la causa del síndrome de Down. El tanto se lo apuntó Jérôme Lejeune, otro pediatra de su equipo en el Hospital Trousseau de Paris. Fue este grupo el que sin duda descubrió en 1959 que el síndrome de Down lo provoca un trantorno genético, por el que los afectados tienen un cromosoma más de los 46 que caracterizan el genoma humano.
Lejeune figura como primer autor en el artículo científico que difundió el descubrimiento, y Gautier aparece en segundo lugar. A partir de ahí Lejeune continuó su carrera como genetista, estudiando otras anomalías en los cromosomas. Y creó una fundación, que desde 1970 comenzó a promoverlo como único autor del descubrimiento. Jérôme Lejeune (1926–1994) aspiraba a recibir el premio Nobel y creía que no se lo concedieron principalmente por su activa posición como antiabortista.
La versión de Gautier es diferente. La investigadora francesa sostiene que fue ella quien apuntó hacia la existencia de un cromosoma número 47, pero no pudo encontrarlo porque su microscopio no era suficientemente potente. Así que le pasó sus muestras a Lejeune, quien pudo ver el cromosoma extra y fotografiarlo en un laboratorio mejor equipado. Según Gautier, su colega ya se atribuyó el mérito del descubrimiento en un congreso celebrado en Montreal (Canadá) en 1958 y la dejó completamente de lado en la redacción del artículo publicado en 1959. La controversia sigue viva en los tribunales. En enero de 2014, Marthe Gautier iba a recibir en un congreso el reconocimiento de la Federación Francesa de Genética Humana pero la Fundación Lejeune acudió a los tribunales y la intervención de Gautier fue cancelada.
Lise Meitner (1878–1968)
Por encima de Rosalind Franklin, la física austríaca Lise Meitner es el caso más evidente de descubrimiento científico realizado por una mujer e ignorado por el comité de los premios Nobel. Fue ella quien se dio cuenta en 1938 de que se había producido una fisión nuclear en los experimentos realizados por sus colegas en el laboratorio. Y fue uno de ellos, Otto Hahn, quien recibió el premio Nobel de Química en 1944 por el descubrimiento.
A Lise Meitner le faltó el reconocimiento oficial, pero no el compañerismo: Otto Hahn la nombró nueve veces en su discurso de aceptación del Nobel. Habían trabajado juntos durante tres décadas hasta que, en el año de su gran descubrimiento común, Meitner tuvo que huir de la Alemania nazi.
Otto Hahn le ayudó a escapar hacia Suecia y Lise Meitner siguió colaborando con él desde su exilio. Meitner siempre reconoció el mérito del experimento de Hahn, pero fue ella quien primero supo interpretarlo correctamente con un artículo publicado en la revista Nature, donde apareció por primera vez el término “fisión nuclear”, y apuntó la posibilidad de una reacción en cadena. Aquello hizo reaccionar a los EEUU, que intentaron reclutarla sin éxito para el proyecto Manhattan: «No quiero tener nada que ver con una bomba», declaró.
Jocelyn Bell (1943)
La astrónoma norirlandesa Jocelyn Bell nunca ha querido entrar en la polémica de su exclusión del Nobel de Física en 1974. Le resta importancia y no lo ve como una discriminación de género, sino como una cuestión de jerarquía entre un estudiante y los investigadores que lo supervisan, «que deben llevarse el crédito de los éxitos y fracasos, salvo en casos excepcionales. Y este no lo es».
Como estudiante de doctorado, Bell ayudó a construir un radiotelescopio en la Universidad de Cambridge y comenzó a estudiar las señales que captaba del espacio profundo. Revisaba metros y metros de papel impreso con gráficas, hasta que un día de 1967 descubrió unas extrañas marcas, demasiado rápidas y demasiado regulares. Reconoció que allí había algo importante, aunque no supo lo que era. Ella y su director de tesis, Anthony Hewish, denominaron a aquella señal LGM (siglas de Little Green Men, “hombrecillos verdes” en inglés), bromeando con la posibilidad de que fueran señales enviadas por extraterrestres.
Más adelante se comprendió que aquellas extrañas señales eran emitidas por una estrella de neutrones girando a gran velocidad, que fue denominada púlsar. El comité de los Nobel reconoció a Hewish por el descubrimiento de los púlsares pero ignoró a Jocelyn Bell, lo que desató la reacción airada de eminentes científicos en la primera ocasión en que la Academia Sueca premiaba un trabajo de astronomía. Para uno de ellos, Iosif Shklovsky, Bell había realizado «el mayor descubrimiento astronómico del siglo XX».
Rosalind Franklin (1920 – 1958)
Lo único que está claro en el caso de Rosalind Franklin es que no se le negó el premio Nobel por discriminación de género. Ella murió en 1958, cuatro años antes de que la Academia Sueca premiara a su colega Maurice Wilkins y a sus rivales James Watson y Francis Crick, por el descubrimiento de la estructura molecular del ADN. Y el nobel no puede concederse a título póstumo.
Cuando Franklin murió, a los 37 años de edad, se le reconoció el mérito de sus investigaciones sobre las estructuras del carbón y de los virus. Pero en su obituario no se mencionó nada del ADN. En gran parte porque hasta después de su muerte la estructura del ADN (que ayudó a descifrar en 1953) no se consideró completamente probada; ni siquiera se reconocía la importancia biológica de la que hoy se considera unánimemente como “la molécula de la vida”.
Así que nunca sabremos si Rosalind Franklin hubiera compartido el Nobel de Medicina en 1962. Pero lo que es injusto es que ni Watson ni Crick ni Wilkins la mencionaran en sus discursos de aceptación, porque la famosa imagen de difracción de rayos X obtenida por Franklin (la llamada “Fotografía 51”) les dio a ellos una pista crucial sobre la correcta estructura en doble hélice del ADN.
Solo años más tarde, en su relato autobiográfico “La doble hélice” (1968), Watson empezó a reconocer la contribución de Franklin a su descubrimiento, aunque lo hizo en medio de comentarios negativos sobre ella. Se ha escrito mucho sobre esa polémica. Si aquel fue un caso de sexismo, de intensa competitividad, de choque de personalidades entre Watson y Franklin… o incluso de antisemitismo soterrado (ella era judía).
También se ha discutido mucho si la contribución de Franklin
merecería compartir aquel premio Nobel. Pero lo que es mucho menos
conocido es que ella hubiera merecido aún más un segundo premio, el Nobel de Química de 1982 otorgado a su discípulo Aaron Klug
“por el desarrollo de los métodos cristalográficos para descifrar la
estructura de los complejos proteínicos de los ácidos nucleicos”. Es muy
probable que, si ella hubiera vivido suficiente, ambos hubieran
compartido ese premio, que reconoció el trabajo iniciado por Franklin y continuado por Klug.
Sin embargo Rosalind Franklin murió muy joven, por un cáncer de ovario
probablemente causado por su trabajo sin protegerse de los rayos X, que
nos revelaron el secreto de la vida, pero que pudieron dañar su propio
ADN y desencadenar el cáncer.
Henrietta Swan Leavitt (1868-1921)
A comienzos del siglo XX, cuando las mujeres aún tenían prohibido trabajar con telescopios, la astrónoma americana Henrietta Swan Leavitt descubrió una ley en las estrellas que permitiría calcular por primera vez grandes distancias en el Universo. Lo hizo tras revisar miles de fotografías de las estrellas que forman dos galaxias enanas conocidas como Nubes de Magallanes. En aquellas instantáneas encontró que un tipo de estrellas, las Cefeidas, mostraban una relación entre luminosidad y parpadeo.
En 1893 Leavitt empezó a trabajar en el grupo de computadoras humanas del Observatorio de la Universidad de Harvard, mujeres contratadas para realizar monótonas tareas como examinar fotografías de estrellas o hacer cálculos matemáticos. En 1908 publicó su descubrimiento sobre las Cefeidas en el Anuario del Observatorio, donde explicaba que estas estrellas parecían seguir un patrón, las más luminosas parpadeaban más lentamente. En 1912 enunció la relación periodo-luminosidad o Ley de Leavitt, que determina la relación directa entre la luminosidad media de las Cefeidas y el periodo de su parpadeo. La Ley de Leavitt abrió el camino para medir la distancia a la que están muchas galaxias, y fue imprescindible para que en 1918 Edwin Hubble calculase el tamaño de la Vía Láctea.
Leavitt trabajó en el Observatorio de Harvard hasta su muerte a los 53 años. Durante su silenciosa carrera (era sorda) descubrió cerca de 2500 estrellas. Como muchas otras científicas del siglo XX, Leavitt no recibió reconocimiento en vida. Hoy se recuerda su enorme contribución a la astronomía con un cráter en la Luna que lleva su nombre y con el asteroide 5383 Leavitt.
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