Uno de cada cuatro españoles (25,4%) dice confiar en los efectos beneficiosos de la homeopatía y el 16% en el reiki (imposición de manos). Ocho de cada diez españoles opinan que los tomates no tienen genes, en tanto que los tomates modificados genéticamente, sí. Solo el 31% de los españoles reconoció que se comería un «tomate con genes». Estos ejemplos de incultura científica están extraídos de la última Encuesta de Percepción Pública de la Ciencia desarrollada por la FECYT y de la Encuesta Europea de la Fundación BBVA sobre Biotecnología, respectivamente.

Todos conocemos a personas que se han decantado por tratamientos de salud anticientíficos, negacionistas del cambio climático, de las vacunas y, ahora, de la pandemia de COVID-19. Lo que en su día podían parecer excentricidades particulares, hoy nos recuerdan que la incultura científica pone en peligro la vida de todos.

Cuatro de cada diez españoles (40,6%) ha recibido un nivel de educación tecno-científica bajo o muy bajo. Algo más de la mitad de la población (51,2%) asegura tener dificultades para comprender la ciencia. Con este panorama era fácil prever el desastre informativo y las conductas irresponsables.

Recuerdo al principio de la pandemia cómo había personas que se sentían insultadas cuando los científicos decíamos que iba a ser muy complicado que la gente siguiese las recomendaciones sanitarias y asumiese los cambios con naturalidad. «No hace falta tener un doctorado para saber usar una mascarilla». Ya. Cada vez que salgo a la calle no puedo evitar fijarme en que demasiada gente no lleva la mascarilla adecuada, ni correctamente colocada, ni sabe cuándo y cómo se la tiene que quitar y poner, ni respeta las medidas de distanciamiento y ventilación cuando lleva mascarilla... Por lo que se aprecia, aproximadamente la mitad de la gente no sabe usar una mascarilla. El ejemplo de la mascarilla es extrapolable al resto de recomendaciones sanitarias.

Me entristece, pero con el nivel de cultura científica que tenemos, no me sorprende. Por eso antes de implantar cualquier medida hay que hacer un balance entre riesgos y beneficios teniendo en cuenta las ciencias sociales y del comportamiento. En el laboratorio medimos que las mascarillas homologadas ofrecen una protección alta, filtran más del 90% de las partículas en las que viaja el virus. Sin embargo, fuera del laboratorio nos damos una bofetada de realidad: el uso real que se les está dando a las mascarillas ofrece una protección mucho menor, de no más del 67%. La razón es que mucha gente no sabe usar una mascarilla y cree que sí.

La incultura suele ir asociada a la falta de pudor. Por eso tantas personas sin formación científica se atreven a contradecir el consenso científico que representan las autoridades sanitarias (como la OMS o los CDC). Los más intrépidos hasta se han puesto a bucear entre estudios científicos para elaborar sus propias conjeturas. No son profesionales de la ciencia, pero tienen las herramientas a su alcance y con ellas hacen escabechinas: se comportan de forma temeraria creyendo que lo están haciendo bien y además comparten sus conjeturas delirantes como autoproclamados adalides del pensamiento crítico.

Tener pensamiento crítico o ser escéptico no consiste en dudar de todo de forma sistemática, sino en adquirir conocimientos profundos, precisos, exactos y claros que permitan llegar a una postura razonada y justificada.

La cultura científica no solo consiste en acumular datos en la memoria. De hecho, los cimientos de la cultura científica están en los métodos de la ciencia. No se trata de conocer los hechos, sino de conocer cómo se genera el conocimiento científico. Esto es algo que el sistema educativo pasa de puntillas, y ahora se nota, vaya si se nota. «La transmisión por aerosoles está clarísima y los científicos no lo han reconocido hasta ahora». «Dicen que las evidencias científicas cambian, pero en enero ya se sabía que esto era más grave que una gripe». No, no se sabía. Y no, la trasmisión por aerosoles no estaba clara. Y así podría responder a todas las retahílas similares fruto de la incultura científica.

En la revista científica The Lancet se ha publicado recientemente un artículo analizando la gestión de la pandemia en España. «A 12 de octubre se han registrado 861.112 casos confirmados y 32.929 muertes por COVID-19. Más de 63.000 trabajadores de la salud se han infectado». Los autores del trabajo destacan algunas debilidades tanto del sistema sanitario como de la gestión política.

En otra carta también publicada en The Lancet, una veintena de científicos piden una evaluación independiente de la respuesta al COVID-19 en España. Destacan algunos puntos que podrían ser clave: la salida del confinamiento fue brusca, se hizo antes de tener aseguradas las medidas básicas de rastreo, prevención y contención; escasa dependencia del asesoramiento científico, envejecimiento de la población, grupos vulnerables que experimentan desigualdades sociales, lentitud en los procesos de toma de decisiones, baja capacidad diagnóstica a través de pruebas PCR, elevada movilidad ciudadana, escasez de equipos de protección personal… La carta termina de la siguiente manera: «Animamos al Gobierno a considerar esta evaluación como una oportunidad que podría conducir a una mejor preparación para una pandemia, prevenir muertes prematuras y construir un sistema de salud resiliente, con la evidencia científica en su núcleo».

Uno de los puntos clave que habría que analizar en una evaluación de este tipo es cómo ha afectado la incultura científica a la deriva de la pandemia en España. ¿De cuántas muertes es responsable la incultura científica?

Las personas con más cultura científica son las que tienen una mayor percepción del riesgo y son las que más se adhieren a las recomendaciones sanitarias.

Exceptuando las personas con formación científica, solo una minoría conoce el método por el que la ciencia construye el conocimiento. Esto es un coladero de irresponsables y de verduleros de la desinformación. Por eso algunos han convertido la pandemia en un arma política, dando a entender que las evidencias científicas dependen de las ideologías. Como si hubiese mascarillas de derechas e izquierdas o estrategias de desinfección propias de cada partido político. Hasta ese punto llega la sinrazón. La incultura científica afecta a más de la mitad de la población española, y esto les hace especialmente manipulables.

Habrá más evidencias científicas, y gracias a ellas las recomendaciones sanitarias irán cambiando, adaptándose al nuevo conocimiento científico. Sin duda lo habrá. El problema es que volverá a haber un «mascarillas ahora sí, ahora no» que la mitad de la población no entenderá, y que alguno utilizará como palanca ideológica y llamada a la rebeldía. No entienden nada porque no saben nada. Hoy en día la verdadera rebeldía consiste en llevar el conocimiento por bandera. Además de rebelión intelectual, el conocimiento salva vidas. Sin embargo, la incultura científica mata, ahora más que nunca.