¿Será posible que lo importante no sea lo que uno hace, sino lo que uno piensa? ¿Y será verdad que los efectos de lo que uno piensa perduran toda la vida? Lo que se está sugiriendo –después de haberlo comprobado en un experimento tras otro– es que mediante procesos exclusivamente cerebrales se puede influir en las vinculaciones genéticas y cambiarlas.
Estoy sugiriendo que el viejo debate entre los partidarios de las estructuras genéticas y las estructuras del pensamiento está a punto de terminarse. O si se quiere, que las cosas no son tan sencillas y simples como se creía. A mí me gusta decir que la separación entre derechas e izquierdas, o entre partidarios de la genética y de la mente, es un cuento.
¿Quieren saber en qué consistía el experimento que acaba de echar por tierra todo el dogmatismo implantado en la mente de casi todo el mundo? Se dividió a los participantes en dos grupos, a los que se pedía que limpiasen un piso. El primer grupo estaba formado por mujeres que le echaban tanto ardor y esfuerzo que apenas les costaba pensar que, en lugar de limpiar un piso, estaban haciendo deporte. «Es como hacer deporte; nada de limpiar», decían. El resultado del grupo de mujeres empeñadas en pensar que estaban haciendo algo distinto del cometido asignado es que adelgazaron, como si hicieran deporte.
El segundo estaba formado por mujeres convencidas de que estaban haciendo lo que estaban haciendo –es decir, sencillamente limpiar un piso–. En su caso, su peso permaneció inalterable al final de la tarea. En el caso del segundo grupo, las mujeres estaban tan convencidas de lo que estaban haciendo que para nada se alteraba su peso; exactamente lo contrario del otro grupo, para el que pensar que estaban haciendo deporte, en lugar de limpiar un piso, fue determinante para su peso.
Pastor en las montañas de Rumanía (Imagen: “Wikipedia”).
Acabo de leer una historia terrible en un diario francés –me he empeñado en fijarme en los artículos en los que lo importante es lo que se hace y no lo que se piensa–. Dos padres jóvenes le habían propinado tal paliza a su hijo menor de edad que le habían causado la muerte; fueron los efectos del abuso de la droga los que los indujeron a comportarse como dos delincuentes. Es lo que contaba el diario. A nadie se le ocurrió intentar descubrir lo que estarían pensando mientras cometían esa salvajada. La verdad es que la mayoría de la gente da importancia a lo que se está haciendo, y no a lo que se está pensando.
Es difícil imaginar cómo sería el relato del mundo en el que solo nos fijáramos en lo que los protagonistas de todas las historias estuvieran pensando, y no en lo que estuvieran haciendo. En el caso concreto que nos ocupa, explicaríamos con todo detalle lo que estaban pensando los padres homicidas sobre lo que pasaría después de esa muerte, porque descubrir precisamente esto era lo que les había motivado a llevar a cabo su crimen.
Tomemos un caso menos llamativo, como sería el de un pastor de cabras pensando en el futuro de su rebaño mientras un lobo se come a parte de su ganado, sin que él –que está soñando despierto– se dé cuenta de lo que está ocurriendo.
Pensando en el experimento con el que empezaba este artículo, el lector tiene todo el derecho del mundo a pensar qué es lo más importante: ¿acaso importa más el pensamiento rebuscado sobre si hay vida o no después de la muerte que el propio y vil asesinato de un niño cometido por una pareja homicida? ¿O es más importante dejar que el pastor prosiga su sueño –es lo que importa– y dejar al lobo que se salga con la suya?
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