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jueves, 31 de enero de 2019

Descubren un nuevo guardián de las bacterias intestinales *

El investigador y prestigioso biólogo Dr. David Sancho, Director del Lab de Inmunobiología del CNIC, junto al prestigioso investigador Dr. Salvador Iborra. dirigen el equipo de investigadores que ha revelado un nuevo mecanismo de regulación que evita que las bacterias intestinales se diseminen por el organismo y causen inflamación. Su estudio publicado en la revista Immunity identifica un receptor en células inmunitarias por el cual algunas familias de bacterias que habitan en el intestino refuerzan la barrera intestinal.




Descubren un nuevo guardián de las bacterias intestinales

 

 Investigadores españoles del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares revelan un nuevo mecanismo de regulación que evita que las bacterias intestinales se diseminen por el organismo y causen inflamación. Su estudio publicado en la revista Immunity identifica un receptor en células inmunitarias por el cual algunas familias de bacterias que habitan en el intestino refuerzan la barrera intestinal.

<p>(De izquierda a derecha) Annalaura Mastrangelo, David Sancho, Salvado Iborra, María Martínez-López y Ruth Conde Garrosa / CNIC</p>
(De izquierda a derecha) Annalaura Mastrangelo, David Sancho, Salvado Iborra, María Martínez-López y Ruth Conde Garrosa / CNIC
Bacterias que habitan en nuestro sistema digestivo refuerzan la respuesta inmunitaria de la barrera intestinal y evitan la inflamación







La respuesta inmunitaria frente a nuestra microbiota - la comunidad de bacterias y otros microorganismos que habitan en el tubo digestivo humano - es necesaria para mantener a estos microorganismos localizados en el intestino. Si la barrera inmunitaria intestinal se daña, las bacterias pueden diseminarse y causar inflamación por todo el cuerpo. Ahora, un estudio liderado por investigadores del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC) y del Departamento de Inmunología de la Universidad Complutense revela que existe otro mecanismo implicado en la regulación de esta barrera inmune.
El estudio, que se publica en la revista Immunity, ha identificado un mecanismo a través del cual algunas familias de bacterias que habitan en el intestino, como Lactobacillus, refuerzan la barrera intestinal y evitan la aparición de inflamación. Los resultados pueden tener potenciales implicaciones en las enfermedades asociadas con el aumento de diseminación de las bacterias comensales por el organismo, como los trastornos metabólicos.
La función de la barrera intestinal es restringir el área o la localización de los microorganismos ‘comensales’ para que permanezcan únicamente en el intestino. Se sabe que algunas enfermedades o determinados factores, como el tipo de alimentación, pueden debilitar la barrera intestinal y, como consecuencia, se genera inflamación sistémica que se asocia a enfermedades autoinmunes o metabólicas.
Según señalan los investigadores, una nueva estrategia para reducir estas patologías puede ser el uso de probióticos, microorganismos ‘beneficiosos’ que viven en el intestino, o prebióticos, alimentos que favorecen el crecimiento de los probióticos.
“Nuestra investigación demuestra que hay moléculas presentes o secretadas por estas bacterias intestinales que se unen específicamente a un receptor llamado Mincle (Clec4e). Dicho receptor está expresado en las células del sistema inmunitario innato presentadoras de antígeno - llamadas células dendríticas - y cuya función es fortalecer la barrera intestinal”, explica David Sancho, quien dirige el laboratorio de Inmunobiología del CNIC.

Mecanismos moleculares

Por otro lado, aún se desconocen los mecanismos moleculares por los que las bacterias comensales contribuyen a mantener la barrera intestinal que hace que permanezcan únicamente en el nicho donde son beneficiosas. “Nuestro estudio demuestra que la interacción de las bacterias comensales con el receptor Mincle contribuye a una respuesta inmunitaria cuya función es mantener a estas bacterias en el intestino. Además, evita su diseminación al hígado y otros órganos donde pueden producir trastornos inflamatorios y metabólicos”, señala Sancho.
El receptor de Mincle de las células inmunitarias mantiene a las bacterias en el intestino e impide su diseminación hacia otros órganos







Pero cuando dicho receptor no está presente, añade, “observamos un incremento en el número de bacterias que son capaces de escapar del intestino y alcanzar al hígado, generando allí inflamación y cambios metabólicos”. Estos datos señalan a Mincle como una posible diana para futuras terapias que pretendan reforzar la barrera intestinal en enfermedades o situaciones en las que esta se ve debilitada.
En el estudio, Salvador Iborra, co-director de la investigación, cuenta que se observó una reducción de los linfocitos intestinales productores de las citoquinas IL-17 e IL-22 en los ratones deficientes en Mincle. “En presencia de Mincle las bacterias comensales promueven esta respuesta inmunológica, reforzando la barrera intestinal y evitando así la inflamación sistémica”, explica el experto.
Los investigadores también han visto que la administración de microorganismos comensales, como Lactobacillus, durante el desarrollo temprano de los ratones refuerza la barrera intestinal, “a través de su interacción con el receptor Mincle en las células dendríticas del intestino” comenta María Martínez-López, primera autora del estudio. “La identificación de nuevas vías moleculares de comunicación entre el sistema inmunológico del hospedador y los microorganismos comensales resulta vital para poder intervenir cuando hay una alteración en la relación de mutuo beneficio”, concluye Martínez-López.

 

 

https://www.agenciasinc.es/Noticias/Descubren-un-nuevo-guardian-de-las-bacterias-intestinales?fbclid=IwAR28DjZRepwbhvGZ-YRVP9fJZPjBa0w8ldII78iOOzMbXq4djauZB1Oqpbw



miércoles, 30 de enero de 2019

Un estudio analiza los argumentos y bulos más frecuentes de los antivacunas en redes sociales

Un estudio analiza los argumentos y bulos más frecuentes de los antivacunas en redes sociales

Un estudio advierte de la necesidad de que los profesionales sanitarios conozcan y sepan combatir los bulos y argumentos que utilizan los movimientos antivacunas, muy minoritarios en España pero en ocasiones viralizados por las redes sociales.

https://www.diariomedico.com/salud/un-estudio-analiza-los-argumentos-y-bulos-mas-frecuentes-de-los-antivacunas-en-redes-sociales.html?fbclid=IwAR1qdbfpWGclhv-8yCRWK_p8pe_hepi8ZUZA_ZQmDRpu9XSUQ3KAV2B2N3c

La revista Enfermería y Salud acaba de publicar en su último número un estudio que realiza una aproximación a algunos de los argumentos más frecuentes utilizados en redes sociales por las ideologías antivacunas, una realidad que en España es muy minoritaria pero que está ganando peso mediático y no deja de preocupar a los profesionales sanitarios dada su posible influencia y por su repunte en otros países. El estudio lo firman Azucena Santillán, enfermera en el Hospital de Burgos y primera firmante, e Ignacio Rosell, médico preventivista y profesor en la Universidad de Valladolid.
El estudio se llevó a cabo con un análisis en las redes sociales Facebook, Twitter y Youtube en octubre de 2017, rastreando informaciones con los términos vacunas y peligrosas mediante análisis de discursos hasta lograr una saturación de información que se alcanzó tras analizar “más de 800 tuits, visualizar 42 videos de Youtube y revisar la información vertida en 12 grupos y 9 fan page de Facebook”. Cabe recordar que las redes sociales pueden no ser representativas de la relevancia real del fenómeno antivacunas, y que la muestra del estudio puede ser limitada y orientativa, “una información en la que apoyarse dentro de un diálogo sosegado y en busca de un elemento esencial para el éxito: la confianza”.
Los argumentos más repetidos en el análisis realizado por Rosell y Santillán versan sobre la seguridad, la efectividad, la importancia y los valores y creencias de las personas en torno a las vacunas.
En relación con la seguridad, los argumentos antivacunas tratan de fomentar diversas ideas equivocadas: que las vacunas “no son seguras”; que “causan las enfermedades que dicen curar”; que “producen otras enfermedades”, como el autismo [el clásico argumento Wakefield], y que “tienen efectos secundarios fatales”.
Con respecto a la efectividad, los argumentos más utilizados serían éstos: “No esta demostrado que las vacunas funcionen; las vacunas no siempre funcionan, y hay alternativas mejores”. Agrupados en torno al término importancia, los argumentos más localizados por los autores promulgan otras ideas no respaldadas por la evidencia y el consenso profesional: que las vacunas “previenen enfermedades que ya no existen”, que “es mejor enfermar que vacunarse” y que “no es necesario vacunarse”.
Finalmente, en torno a las creencias pesonales o sociales, otros argumento concluyen que las vacunas “son una estafa de las farmacéuticas”, que los Gobiernos “están aliados con las farmacéuticas”, que la información que se da de las vacunas “no es fiable o es incompleta” y que “las alternativas naturales son mejores”.
Como sucede en muchos discursos, los autores destacan que la información vertida en redes sociales, en este caso sobre vacunas, “está generalmente polarizada entre quienes defienden su uso y quienes no lo hacen”, y añaden: “Los usuarios suelen informarse dentro de sus propias comunidades, seleccionando aquellas informaciones que más se alinean con sus opiniones y creencias”.

La comunidad científica debe abordar el problema

Finalmente, Rosell y Santillán concluyen: “La proliferación de bulos sobre las vacunas tanto en redes sociales
como en los medios de comunicación convencionales son un problema de salud pública que necesariamente
ha de ser abordado por la comunidad científica y tenido en cuenta por las personas que elaboran las políticas relacionadas con la salud de la población”.
Como posibles soluciones, añaden: “Es necesario que los profesionales sanitarios seamos capaces de identificar recursos digitales de calidad (páginas web, app, etc.) para poder recomendárselas a los usuarios, y aquellos
recursos que contienen información inexacta o incluso falsa para poder actuar o, al menos, para estar alerta sobre la proliferación de desinformación o bulos”.
Como posible medida contra la dispersión de ideas antivacunas, el estudio plantea la divulgación profesional: “Puede ser interesante plantear estrategias generación de contenido de calidad al respecto”. Los autores citan como ejemplo blogs de profesionales como los pediatras

La ‘duda vacunal’

Los autores citan la existencia de posturas agrupadas en torno a la “duda vacunal”, término que a su juicio “no debe confundirse con la incertidumbre científica presente en cualquier intervención en salud y que trata de solventarse a través de las prácticas basadas en evidencias”. En todo caso, citan un reciente documento del Grupo de Bioética de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (Semfyc), que concluye: “No hay argumentos suficientemente sólidos para interpretar la duda vacunal como un problema de ignorancia, de maltrato parental o de daño grave para la salud pública” en España. En un ámbito normalmente polarizado, cabe destacar la existencia de argumentos vinculados con el objetivo de perfeccionar progresivamente el uso de las vacunas existentes.

martes, 29 de enero de 2019

Las espléndidas ilustraciones con las que el "Doctor Bacteria", el Nobel Santiago Ramón y Cajal, desnudó el cerebro

Las espléndidas ilustraciones con las que el "Doctor Bacteria", el Nobel Santiago Ramón y Cajal, desnudó el cerebro


https://www.bbc.com/mundo/noticias-41906164?ocid=socialflow_facebook&fbclid=IwAR3UI0irzzweHMPBOcf6y8mSX_WvNfVnISlVLqSN0ghxm7s2CxcxFXII7SA


"En 1906, Santiago Ramón y Cajal recibió el Premio Nobel de Medicina. Él había querido ser artista pintor. Su padre no lo dejó, y no tuvo más remedio que convertirse en el científico español más importante de todos los tiempos".
Eduardo Galeano empezó así su breve pero completa historia sobre "Don Santiago" en "Los hijos de los días", bajo el título "El arte de las neuronas".
"Se vengó dibujando lo que descubría", escribió el escritor uruguayo: "Sus paisajes del cerebro competían con Miró, con Klee"... y cuánta razón tenía. Mira esto:
 Una selección de ellos están recogidos en el libro de la editorial Abrams "The Beautiful Brain" o "El hermoso cerebro".
 Felizmente, esas ilustraciones fueron el resultado de la "guerra sorda entre el deber y el querer" que tuvo con sus progenitores que, a todas luces, los últimos ganaron.
"¡Adiós ambiciosos ensueños de gloria, ilusiones de futuras grandezas! ¡Era menester trocar la mágica paleta del pintor por la roñosa y prosaica bolsa de operaciones! ¡Era forzoso cambiar el mágico pincel, creador de la vida, por el cruel bisturí, que sortea la muerte; el tiento del pintor, semejante a cetro de rey, por el nudoso bastón de médico de aldea!", lamenta en su autobiografía "Recuerdos de mi vida".
Y es que, además de científico y pintor, Ramón y Cajal escribía libros y ensayos, artículos científicos y hasta una serie de divulgación que llamó "Las maravillas de la histología" y que publicó bajo el seudónimo "Doctor Bacteria" en la revista La Clínica.
 Aunque en términos literarios hay quienes han cuestionado la calidad de su escritura, lo cierto es que a menudo le da sabor a un tema que de por sí, para los no entendidos, es insípido.
Considera, por ejemplo, pasajes de su explicación de "las opiniones reinantes por entonces entre los sabios sobre la constitución íntima de la substancia gris", en los que se transparentan también sus propias opiniones.
En su época, había una hipótesis defendida por casi todos los neurólogos: la "teoría reticular". Sostenía que el sistema nervioso estaba formado por fibras nerviosas en forma de una compleja red en la que el impulso nervioso se propagaba sin interrupción.
"La hipótesis de la red era un formidable enemigo", escribe Ramón y Cajal, quien con su trabajo la refutó.
"Creada por Gerlach, sostenida después por Meynert y otros neurólogos célebres, durante una época en que la penuria metodológica excusaba las aventuras de la fantasía", continúa.
Y más abajo...
"Comodín admirable, porque dispensa de todo esfuerzo analítico encaminado a determinar en cada caso el itinerario seguido a través de la substancia gris por el impulso nervioso. Con razón se ha dicho que la hipótesis reticular, en fuerza de pretender explicarlo todo llana y sencillamente, no explica absolutamente nada".

Las investigaciones que hizo le permitieron a Ramón y Cajal proponer la teoría neuronal que correctamente interpretaba el sistema nervioso como formado por células con autonomía anatómica y fisiológica. Su idea revolucionó la ciencia pues confirmó que todas las células sin excepción son estructuras individuales.
 Dibujos como éste iluminaron la comprensión del sistema nervioso y proporcionaron la doctrina de las neuronas.
Esta proponía que, a diferencia de lo que se pensaba entonces, el sistema nervioso no era una red singular, autónoma y continua.
Era más bien un grupo de neuronas que transmitían impulsos químicos y eléctricos a las neurona vecina. En otras palabras, la mente estaba formada por neuronas individuales que componían esa reacción en cadena, como si estuvieran "hablando" entre sí.
No fue sino hasta mediados del siglo XX, unas dos décadas después de la muerte de Ramón y Cajal, que finalmente se probó que estaba en lo correcto.
Quizás fue porque como él escribió: "Afirmar que todo se comunica con todo, vale tanto como declarar la absoluta incognoscibilidad del órgano del alma"
 Hoy en día podemos entender el cerebro mejor que hace un siglo, pero como escribe la neurocientífica de la Universidad de Minessota Janet Dubinsky en "The Beautiful Brain": "No sabemos cómo el cerebro —tres libras (1,4 kilogramos) de agua, aceite, moléculas pequeñas y proteínas— puede realizar tantos cálculos individuales usando tan poca energía".
"No entendemos completamente cómo el cerebro crea la mente. De muchas maneras, nuestras preguntas y objetivos científicos en el siglo XXI siguen siendo los mismos que los de Ramón y Cajal: 'clarificar el secreto de la vida mental'".

 





Derechos de autor de la imagen © CSIC
Image caption Dendritas de neuronas piramidales de la corteza cerebral de conejo. (Del libro "The Beautiful Brain", editorial Abrams. Imagen cortesía del Instituto Cajal del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid © 2017)
Lo que sí sabemos, como escribió Galeano, es que "él disfrutaba explorando los misterios del sistema nervioso, pero disfrutaba más dibujándolos. Y todavía más, más todavía, disfrutaba diciendo a viva voz lo que pensaba, a sabiendas de que eso iba a darle más enemigos que amigos. A veces preguntaba, sorprendido: '¿No tienes enemigos? ¿Cómo que no? ¿Es que jamás dijiste la verdad, ni jamás amaste la justicia?'".

 

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jueves, 17 de enero de 2019

La gente que menos sabe sobreciencia más se opone a ella, pero es la que más cree saber

La gente que menos sabe sobreciencia más se opone a ella, pero es la que más cree saber

LA GENTE NO SABE

Los resultados de un estudio publicado en la revista Nature Human Behavior no debería sorprender a aquellos familiarizados con la ciencia: las personas con opiniones más extremas en contra de la ciencia son los que menos saben, pero paradójicamente son los más creen saber.

De acuerdo a la investigación realizada por un grupo de universidades en Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, las personas a menudo sufren de algo llamado la “ilusión de conocimiento”. El ejemplo más claro se puede observar en la opinión que ciertas personas tienen sobre los alimentos modificados genéticamente (GMO). Mientras más se oponen, menos conocen.

No saben que no saben

El estudio analizó las respuestas de más de 2,000 adultos estadounidenses y europeos qué opinaban sobre los alimentos trasngénicos. También les preguntaron cuánto creían entender sobre los alimentos transgénicos, y una serie de 15 preguntas verdaderas y falsas para evaluar cuánto realmente sabían acerca de la genética y la ciencia en general.

Los investigadores descubrieron que los oponentes extremos de los alimentos GMO son los que menos saben sobre el tema, pero creen que son los que más saben. "Cuanto menos saben las personas, más se oponen al consenso científico", dijeron los autores en el estudio. "Los comunicadores de la ciencia han hecho esfuerzos concertados para educar al público con miras a alinear sus actitudes con los expertos".

Sin embargo, las personas con un sentido exagerado de lo que realmente saben, y la mayoría de quienes necesitan educación, también son las que tienen menos probabilidades de estar abiertas a la nueva información. Lamentablemente.

Las opiniones extremas a menudo vienen acompañadas de no apreciar la complejidad del tema: "no saber cuánto hay que saber", dice Philip Fernbach, autor principal del estudio y profesor de Marketing en la Universidad de Colorado Boulder. "Las personas que no saben mucho piensan que saben mucho, y esa es la base de sus opiniones extremas", añade.

Un patrón que se repite

Los hallazgos se mantuvieron en todos los niveles educativos y para personas de los dos espectros políticos. Los transgénicos no son un problema partidista, dijo Fernbach. “Las personas de derecha e izquierda odian los GMO”, aunque la mayoría de los científicos consideran que estos alimentos son tan seguros para el consumo humano, como los que se cultivan convencionalmente

"La ingeniería genética es una de las tecnologías más importantes que realmente está cambiando el mundo de una manera dramática y tiene el potencial de tener enormes beneficios para los seres humanos", dijo Fernbach. "Y sin embargo hay una oposición muy fuerte", se lamentó.

Los autores también exploraron otros temas como la terapia génica para corregir trastornos genéticos y la negación del cambio climático causada por el hombre. Encontraron los mismos efectos para la terapia génica, pero no para la negación del cambio climático.

Fernbach plantea la hipótesis de que el cambio climático se ha polarizado tanto políticamente que las personas se suscriben a lo que diga su grupo ideológico, independientemente de cuánto creen que saben. Sería interesante estudiar esa relación con otros campos de las ciencias y las pseudociencias.

Esta noticia ha sido publicada originalmente en N+1, ciencia que suma.

Vídeo:

La ilusión del conocimiento | Luis Losinno | TEDxRioCuarto

Luis nos invita a cuestionar nuestro conocimiento, a preguntarnos cómo percibimos y construimos la realidad. ¿Sabemos realmente todo lo que creemos saber o es una mera ilusión? ¿Podemos confiar en eso que sabemos? Preguntas para reflexionar en torno a nuestras creencias. Luis es doctor en ciencias veterinarias especializado en equinos. Profesor y consultor en distintas universidades alrededor del mundo, siempre está dispuesto a enfrentarse a sus propias ideas.

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La ilusión del conocimiento | Luis Losinno | TEDxRioCuarto



https://www.youtube.com/watch?v=0L_2IAh9sVE&feature=youtu.be
 

https://elrincondelacienciaytecnologia.blogspot.com/2019/01/la-gente-que-menos-sabe-sobreciencia.html?spref=fb&fbclid=IwAR3ik14SfMpjp6j7_06GO1Gca1S6QIbhhp8BH6E9nQoyCWBnKR_MCnedgjw

Crean unas nanopartículas capaces de trasportar fármacos genéticos al interior de los tumores cerebrales

Crean unas nanopartículas capaces de trasportar fármacos genéticos al interior de los tumores cerebrales

https://www.infosalus.com/asistencia/noticia-crean-nanoparticulas-capaces-trasportar-farmacos-geneticos-interior-tumores-cerebrales-20190115131111.html?fbclid=IwAR1U1zMYXZ5ay06W05rLYug0OW1hI2GSbyC3syFHF8VTvX7ljKI4Ao0C_84

Qué es el método científico y como aplicarlo

Qué es el método científico y como aplicarlo

El método científico, un método lógico para la resolución de problemas usado por biólogos y muchos otros científicos.


Una investigación biológica generalmente empieza con una observación, esto es, con algo que llama la atención del biólogo. Por ejemplo, un biólogo que estudia el cáncer puede notar que cierto tipo de cáncer no responde a la quimioterapia y preguntarse por qué pasa eso. Una ecóloga marina, al observar que los arrecifes de coral de su lugar de estudio se decoloran (se vuelven blancos), puede empezar una investigación para entender las causas de ese fenómeno.
¿Qué hacen los biólogos para dar seguimiento a esas observaciones? ¿De qué manera puedes  dar seguimiento a tus observaciones del mundo natural? En este artículo analizaremos el método científico, un método lógico para la resolución de problemas usado por biólogos y muchos otros científicos.

El método científico

En los fundamentos de la biología y otras ciencias se encuentra un método de resolución de problemas llamado método científico. El método científico tiene cinco pasos básicos (y un paso más de "retroalimentación"):
  1. Se hace una observación
  2. Se plantea una pregunta
  3. Se formula una hipótesis o explicación que pueda ponerse a prueba
  4. Se realiza una predicción con base en la hipótesis
  5. Se pone a prueba la predicción
  6. Se repite el proceso: se utilizan los resultados para formular nuevas hipótesis o predicciones.
El método científico se usa en todas las ciencias (entre ellas, la química, física, geología y psicología). Los científicos en estos campos hacen diferentes preguntas y realizan distintas pruebas, sin embargo, usan el mismo método para encontrar respuestas lógicas y respaldadas por evidencia.

Ejemplo del método científico: no se tuesta el pan

Acerquémonos intuitivamente al método científico aplicando sus pasos a la resolución de un problema cotidiano.

1. Haz una observación

Supongamos que tienes dos rebanadas de pan, las pones en el tostador y presionas el botón. Sin embargo, tu pan no se tuesta.
1. Observación: el tostador no tuesta.
  1. Observación: el tostador no tuesta.

2. Plantea una pregunta

¿Por qué no se tostó mi pan?
2. Pregunta: ¿porqué mi tostador no tuesta?
  1. Pregunta: ¿porqué mi tostador no tuesta?

3. Elabora una hipótesis

Una hipótesis es una respuesta posible a una pregunta, que de alguna manera puede ponerse a prueba. Por ejemplo, nuestra hipótesis en este caso sería que el tostador no funcionó porque el enchufe tomacorriente está descompuesto.
3. Hipótesis: tal vez el enchufe está descompuesto.
  1. Hipótesis: tal vez el enchufe está descompuesto.
Esta hipótesis no es necesariamente la respuesta correcta, sino una posible explicación que podemos comprobar para ver si es correcta o si necesitamos proponer otra.

4. Haz predicciones

Una predicción es un resultado que esperaríamos obtener si la hipótesis es correcta. En este caso, podríamos predecir que si el enchufe de corriente está descompuesto, entonces conectar el tostador en otro enchufe de corriente debe solucionar el problema.
4. Predicción: si conecto el tostador en otro enchufe, entonces sí tostará el pan.
  1. Predicción: si conecto el tostador en otro enchufe, entonces sí tostará el pan.

5. Pon a prueba las predicciones

Para probar la hipótesis, necesitamos observar o realizar un experimento asociado con la predicción. En este caso, por ejemplo, podríamos conectar el tostador en otro enchufe y ver si funciona.
5. Prueba de la predicción: conecta el tostador en otro enchufe y vuelve a intentar.
  1. Prueba de la predicción: conecta el tostador en otro enchufe y vuelve a intentar.
  • Si el tostador sí funciona, entonces la hipótesis es viable, y es probable que fuera correcta.
  • Si el tostador no funciona, entonces la hipótesis no es viable, y es probable que fuera incorrecta.
Los resultados del experimento pueden apoyar o contradecir (oponerse) la hipótesis. Los resultados que la respaldan no prueban de manera contundente que es correcta, pero sí que es muy probable que lo sea. Por otro lado, si los resultados contradicen la hipótesis, probablemente esta no sea correcta. A menos que hubiera un defecto en el experimento (algo que siempre debemos considerar), un resultado contradictorio significa que podemos descartar la hipótesis y proponer una nueva.

6. Repite

El último paso del método científico es reflexionar sobre nuestros resultados y utilizarlos para guiar nuestros siguientes pasos.
Y el resultado es:

Panel izquierdo: ¡mi pan se tuesta! La hipótesis se respalda.
Panel derecho: mi pan aún no tuesta. La hipótesis no se respalda.

6. ¡Tiempo de repetir!

Panel izquierdo (en caso que la hipótesis se respalde): ¿pero qué falla en el enchufe?
Panel derecho (en caso que la hipótesis no se respalde): eh... quizá el tostador tiene algún alambre roto.
Y el resultado es:
Panel izquierdo: ¡mi pan se tuesta! La hipótesis se respalda. Panel derecho: mi pan aún no tuesta. La hipótesis no se respalda.
  1. ¡Tiempo de repetir!
Panel izquierdo (en caso que la hipótesis se respalde): ¿pero qué falla en el enchufe? Panel derecho (en caso que la hipótesis no se respalde): eh... quizá el tostador tiene algún alambre roto.
  • Si la hipótesis fue respaldada, podríamos realizar otras pruebas para confirmarla, o bien revisarla para que sea más específica. Por ejemplo, podríamos investigar por qué el enchufe está descompuesto.
  • Si la hipótesis fue rechazada, elaboraríamos una nueva. Por ejemplo, la siguiente hipótesis podría ser que hay un alambre roto en el tostador.
En la mayoría de los casos, el método científico es un proceso repetitivo. En otras palabras, es un ciclo más que una línea recta. El resultado de una ronda se convierte en la información que mejora la siguiente ronda de elaboración de preguntas.
Los biólogos y otros científicos usan el método científico para hacerse preguntas acerca del mundo natural. El método científico empieza con una observación, la cual lleva a los científicos a hacerse una pregunta. Entonces él o ella plantearán una hipótesis, una explicación comprobable que responda a la pregunta.
Una hipótesis no necesariamente es correcta. Más bien es la "mejor suposición" y los científicos deben ponerla a prueba para ver si realmente es correcta. Los científicos comprueban las hipótesis haciendo predicciones: si la hipótesis \text XX es correcta, entonces \text YY debería ser cierta. Luego, realizan experimentos u observaciones para ver si las predicciones son correctas. Si lo son, la hipótesis tiene sustento. Si no, es el momento de plantear nuevas hipótesis.

¿Cómo se comprueban las hipótesis?

Cuando es posible, los científicos comprueban sus hipótesis usando experimentos controlados. Un experimento controlado es una prueba científica hecha bajo condiciones controladas, esto es, que solo uno (o algunos) factores cambian en un momento dado, mientras que el resto se mantiene constante. En la siguiente sección estudiaremos a detalle los experimentos controlados.
En algunos casos, no hay manera alguna de comprobar una hipótesis por medio de un experimento controlado (ya sea por razones prácticas o éticas). En ese caso, un científico puede poner a prueba la hipótesis haciendo predicciones sobre patrones que deberían verse en la naturaleza si la hipótesis es correcta. Entonces, puede recopilar datos para ver si el patrón realmente está allí.

Experimentos controlados

¿Cuáles son los ingredientes principales de un experimento controlado? Para ilustrarlo, consideremos un ejemplo sencillo (incluso algo bobo).
Supón que decido cultivar germen de soya en mi cocina, cerca de la ventana. Siembro unas semillas de soya en una maceta con tierra, los pongo en el alféizar de la ventana y espero a que germinen. Sin embargo, después de varias semanas, no hay germinado. ¿Por qué? Bueno... resulta que olvidé regar las semillas. Así que mi hipótesis es que no germinaron por falta de agua.
Para comprobar mi hipótesis, realizo un experimento controlado. Para ello, coloco dos macetas idénticas. Ambas tienen diez semillas de soya sembradas en el mismo tipo de tierra y están colocadas en la misma ventana. De hecho, solo hay algo que las diferencia:
  • Riego una de las macetas todas las tardes.
  • La otra maceta no recibe nada de agua.
Después de una semana, germinaron nueve de diez semillas de la maceta que recibe riego, mientras que en la maceta seca no germinó ninguna. ¡Parece que la hipótesis "las semillas necesitan agua" es probablemente correcta!
Veamos cómo este sencillo experimento ilustra las partes de un experimento controlado.
Panel 1: se preparan dos macetas idénticas. Se siembran 10 semillas en cada una. Las macetas se colocan cerca de la ventana.

Panel 2: se riega una de las macetas (grupo experimental). La otra maceta no recibe agua (grupo control). La variable independiente es la cantidad de agua proporcionada.

Panel 3: en la maceta experimental (con riego), germinaron 9/10 semillas. En la maceta control (sin riego), germinaron 0/10. La fracción de semillas germinadas en la variable dependiente.
Panel 1: se preparan dos macetas idénticas. Se siembran 10 semillas en cada una. Las macetas se colocan cerca de la ventana.
Panel 2: se riega una de las macetas (grupo experimental). La otra maceta no recibe agua (grupo control). La variable independiente es la cantidad de agua proporcionada.
Panel 3: en la maceta experimental (con riego), germinaron 9/10 semillas. En la maceta control (sin riego), germinaron 0/10. La fracción de semillas germinadas en la variable dependiente.

Grupos control y experimental

Hay dos grupos en el experimento, los cuales son idénticos excepto porque uno recibe un tratamiento (agua) y el otro no. El grupo que recibe el tratamiento (en este caso, la maceta con agua) se llama grupo experimental, mientras que el que no lo recibe (en este caso, la maceta seca) se denomina grupo control. El grupo control proporciona la base que nos permite ver si el tratamiento tiene algún efecto.

Variables dependientes e independientes

El factor que es diferente entre el grupo experimental y el control (en este caso, la cantidad de agua) se conoce como variable independiente. Esta variable es independiente porque no depende de lo que pase en el experimento. De hecho, es algo que el investigador elige, hace o añade al experimento.
En contraste, la variable dependiente en un experimento es la respuesta que medimos para ver si el tratamiento tuvo algún efecto, que en este caso es la cantidad de semillas germinadas. La variable dependiente depende de la variable independiente (en este caso, la cantidad de agua) y no al revés.
Los datos experimentales son las observaciones hechas durante el experimento. En este caso, los datos recopilados son la cantidad de semillas de soya germinadas después de una semana.

Variabilidad y repetición

Solo nueve de las diez semillas de soya que fueron regadas germinaron. ¿Qué sucedió con la décima? Puede que estuviera muerta, enferma o que solo fuera lenta para germinar. Con frecuencia existen variaciones en el material usado para experimentos, especialmente en biología (que estudia seres vivos complejos), que el investigador no puede ver (en este caso, la condición de las semillas de soya).
Debido al potencial de variación que pueden tener, los experimentos en biología necesitan un tamaño muy grande de muestra y, de manera ideal, repetirse varias veces. El tamaño de la muestra se refiere al número de individuos puestos a prueba en un experimento, en este caso las 1010 semillas de soya por grupo. Una muestra más grande y varias repeticiones del experimento hacen que sea menos probable que lleguemos a una conclusión errónea debido a la variación aleatoria.
Los biólogos y otros científicos también usan pruebas estadísticas que les ayudan a distinguir las diferencias reales de las causadas por variación aleatoria (al comparar, por ejemplo, los grupos experimental y control).

Experimento controlado de estudio de caso: el blanqueamiento de coral y el \text{CO}_2CO2​

Como un ejemplo más realista de un experimento controlado, analicemos un estudio reciente sobre blanqueamiento de coral. Normalmente los corales tienen pequeños organismos fotosintéticos que viven dentro de ellos y el blanqueamiento sucede cuando dejan el coral, generalmente debido a estrés ambiental. La fotografía siguiente muestra un coral blanqueado frente a uno saludable, que se ve en la parte de atrás.
Fotografía que muestra un coral blanqueado en primer plano y un coral sano, color café, al fondo.
Fotografía que muestra un coral blanqueado en primer plano y un coral sano, color café, al fondo.
Crédito de imagen: "Blanqueamiento de los corales de Keppel" (CC BY 3.0)
Mucha de la investigación sobre las causas del blanqueamiento se ha concentrado en la temperatura del agua^11. Sin embargo, un equipo de investigadores australianos elaboró la hipótesis de que otros factores podrían ser importantes también. Específicamente, pusieron a prueba la hipótesis de que los altos niveles de \text{CO}_2CO2​, que acidifican el agua de mar, podrían promover el blanqueamiento también^22.
¿Qué tipo de experimento harías  para comprobar esta hipótesis? Piensa en:
  • ¿Cuál sería tu grupo experimental y cuál tu control?
  • ¿Cuáles serían tus variables dependientes e independientes?
  • ¿Cuál sería la predicción de los resultados para cada grupo?
¿Lo intentaste?
\text{pH}
  • \text {pH}8.2
  • \text{CO}_2\text{pH}7.9\text {pH}7.65
  • \text{pH}
  • 55
    Dispositivo experimental para probar los efectos de la acidez del agua sobre el blanqueamiento del coral.

Grupo control: se colocan fragmentos de coral en un tanque con agua de mar normal (pH 8.2).

Grupo experimental 1: se colocan fragmentos de coral en un tanque con agua de mar ligeramente acidificada (pH 7.9).

Grupo experimental 2: se colocan fragmentos de coral en un tanque con agua de mar más fuertemente acidificada (pH 7.65).

La acidez del agua es la variable independiente.

Se permite que transcurran 8 semanas para cada uno de los tanques.

Grupo control: en promedio hay un blanqueamiento del 10% en los corales.

Grupo experimental 1 (acidez media): en promedio, hay un blanqueamiento de cerca del 20% en los corales.

Grupo experimental 2 (acidez alta): en promedio, hay un blanqueamiento de cerca del 40% en los corales.

El grado de blanqueamiento del coral es la variable dependiente.
    Dispositivo experimental para probar los efectos de la acidez del agua sobre el blanqueamiento del coral.
    Grupo control: se colocan fragmentos de coral en un tanque con agua de mar normal (pH 8.2).
    Grupo experimental 1: se colocan fragmentos de coral en un tanque con agua de mar ligeramente acidificada (pH 7.9).
    Grupo experimental 2: se colocan fragmentos de coral en un tanque con agua de mar más fuertemente acidificada (pH 7.65).
    La acidez del agua es la variable independiente.
    Se permite que transcurran 8 semanas para cada uno de los tanques.
    Grupo control: en promedio hay un blanqueamiento del 10% en los corales.
    Grupo experimental 1 (acidez media): en promedio, hay un blanqueamiento de cerca del 20% en los corales.
    Grupo experimental 2 (acidez alta): en promedio, hay un blanqueamiento de cerca del 40% en los corales.
    El grado de blanqueamiento del coral es la variable dependiente.
    \text {pH}\text {pH}7.0

 

20\%40\%10\%

Prueba de hipótesis no experimental

Algunos tipos de hipótesis no pueden comprobarse por medio de experimentos controlados, ya sea por razones éticas o prácticas. Por ejemplo, una hipótesis acerca de la infección viral no puede ponerse a prueba con personas sanas y dividiéndolas en dos grupos para infectar a uno de ellos: infectar a personas sanas no sería ético ni seguro. Del mismo modo, un ecólogo que estudia los efectos de la lluvia no puede hacer que llueva en una parte del continente mientras mantiene otra seca como control.
En situaciones como estas, los biólogos pueden usar formas no experimentales de comprobación de hipótesis. En una prueba de hipótesis no experimental, un investigador predice observaciones o patrones que deberían verse en la naturaleza si la hipótesis es correcta. Luego recopila y analiza los datos para ver si los patrones están presentes.

Estudio de caso: la temperatura y el blanqueamiento de coral

Un buen ejemplo de prueba de hipótesis basada en observación proviene de los primeros estudios sobre el blanqueamiento del coral. Como se mencionó anteriormente, el blanqueamiento de coral sucede cuando los corales pierden los microorganismos fotosintéticos que viven dentro de ellos, lo que hace que se vuelvan blancos. Los investigadores sospecharon que la alta temperatura del agua podría ser la causa del blanqueamiento y pusieron a prueba esta hipótesis de manera experimental a pequeña escala (utilizando fragmentos aislados de coral cultivados en tanques)^{3,4}3,4.
Lo que más les interesaba saber a los ecólogos era si la temperatura del agua estaba causando el blanqueamiento de muchas especies distintas de coral en su hábitat natural. Esta pregunta, mucho más amplia, no podía responderse de manera experimental, ya que no sería ético (ni siquiera posible) cambiar artificialmente la temperatura del agua alrededor de los arrecifes de coral.
Mapa coloreado que representa las temperaturas superficiales del mar alrededor del mundo con diferentes colores. Los colores más cálidos, la mayoría cercanos al ecuador, representan temperaturas más calientes, mientras que los mas fríos, la mayor parte cerca de los polos, representan temperaturas más frías.
Mapa coloreado que representa las temperaturas superficiales del mar alrededor del mundo con diferentes colores. Los colores más cálidos, la mayoría cercanos al ecuador, representan temperaturas más calientes, mientras que los mas fríos, la mayor parte cerca de los polos, representan temperaturas más frías.
Crédito de imagen: "Temperatura superficial del mar en el mundo", de NASA (dominio público)
En cambio, para probar la hipótesis de que las ocurrencias de blanqueamiento naturales eran provocadas por aumentos en la temperatura del agua, un equipo de investigadores hizo un programa de computadora para predecir eventos de blanqueamiento basados en información de tiempo real sobre la temperatura del agua. Por ejemplo, este programa generalmente podría predecir el blanqueamiento de un arrecife en particular cuando la temperatura del agua en el área del arrecife excediera su máxima promedio mensual por 11^\circ \text C∘C o más^{1}1.
El programa fue capaz de predecir muchos eventos de blanqueamiento semanas o incluso meses antes de que fueran reportados, incluyendo un evento de blanqueamiento muy grande en la Gran Barrera de Coral en 1998^{1}1. El hecho de que un modelo basado en la temperatura pudiera predecir los eventos de blanqueamiento apoyaba la hipótesis de que las altas temperaturas del agua provocan el blanqueamiento en los arrecifes de coral.
https://cerebrodigital.org/post/Que-es-el-metodo-cientifico-y-como-aplicarlo?fbclid=IwAR0Yd01tYHRs3vYfmRBmtGixj4bsm5yAchT55oM2f63kU4zdPseTulOZY6g
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viernes, 11 de enero de 2019

How Beauty Is Making Scientists Rethink Evolution

How Beauty Is Making Scientists Rethink Evolution

The extravagant splendor of the animal kingdom can’t be explained by natural selection alone — so how did it come to be?
By Ferris Jabr




  • A male flame bowerbird is a creature of incandescent beauty. The hue of his plumage transitions seamlessly from molten red to sunshine yellow. But that radiance is not enough to attract a mate. When males of most bowerbird species are ready to begin courting, they set about building the structure for which they are named: an assemblage of twigs shaped into a spire, corridor or hut. They decorate their bowers with scores of colorful objects, like flowers, berries, snail shells or, if they are near an urban area, bottle caps and plastic cutlery. Some bowerbirds even arrange the items in their collection from smallest to largest, forming a walkway that makes themselves and their trinkets all the more striking to a female — an optical illusion known as forced perspective that humans did not perfect until the 15th century.
    Yet even this remarkable exhibition is not sufficient to satisfy a female flame bowerbird. Should a female show initial interest, the male must react immediately. Staring at the female, his pupils swelling and shrinking like a heartbeat, he begins a dance best described as psychotically sultry. He bobs, flutters, puffs his chest. He crouches low and rises slowly, brandishing one wing in front of his head like a magician’s cape. Suddenly his whole body convulses like a windup alarm clock. If the female approves, she will copulate with him for two or three seconds. They will never meet again.
    The bowerbird defies traditional assumptions about animal behavior. Here is a creature that spends hours meticulously curating a cabinet of wonder, grouping his treasures by color and likeness. Here is a creature that single-beakedly builds something far more sophisticated than many celebrated examples of animal toolmaking; the stripped twigs that chimpanzees use to fish termites from their mounds pale in comparison. The bowerbird’s bower, as at least one scientist has argued, is nothing less than art. When you consider every element of his courtship — the costumes, dance and sculpture — it evokes a concept beloved by the German composer Richard Wagner: Gesamtkunstwerk, a total work of art, one that blends many different forms and stimulates all the senses.
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    This extravagance is also an affront to the rules of natural selection. Adaptations are meant to be useful — that’s the whole point — and the most successful creatures should be the ones best adapted to their particular environments. So what is the evolutionary justification for the bowerbird’s ostentatious display? Not only do the bowerbird’s colorful feathers and elaborate constructions lack obvious value outside courtship, but they also hinder his survival and general well-being, draining precious calories and making him much more noticeable to predators.
    A male plum-throated cotinga.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    A male plum-throated cotinga.CreditKenji Aoki for The New York Times
    Numerous species have conspicuous, metabolically costly and physically burdensome sexual ornaments, as biologists call them. Think of the bright elastic throats of anole lizards, the Fabergé abdomens of peacock spiders and the curling, iridescent, ludicrously long feathers of birds-of-paradise. To reconcile such splendor with a utilitarian view of evolution, biologists have favored the idea that beauty in the animal kingdom is not mere decoration — it’s a code. According to this theory, ornaments evolved as indicators of a potential mate’s advantageous qualities: its overall health, intelligence and survival skills, plus the fact that it will pass down the genes underlying these traits to its children. A bowerbird with especially bright plumage might have a robust immune system, for example, while one that finds rare and distinctive trinkets might be a superb forager. Beauty, therefore, would not confound natural selection — it would be very much a part of it.
    Charles Darwin himself disagreed with this theory. Although he co-discovered natural selection and devoted much of his life to demonstrating its importance, he never claimed that it could explain everything. Ornaments, Darwin proposed, evolved through a separate process he called sexual selection: Females choose the most appealing males “according to their standard of beauty” and, as a result, males evolve toward that standard, despite the costs. Darwin did not think it was necessary to link aesthetics and survival. Animals, he believed, could appreciate beauty for its own sake. Many of Darwin’s peers and successors ridiculed his proposal. To them, the idea that animals had such cognitive sophistication — and that the preferences of “capricious” females could shape entire species — was nonsense. Although never completely forgotten, Darwin’s theory of beauty was largely abandoned.
    Now, nearly 150 years later, a new generation of biologists is reviving Darwin’s neglected brainchild. Beauty, they say, does not have to be a proxy for health or advantageous genes. Sometimes beauty is the glorious but meaningless flowering of arbitrary preference. Animals simply find certain features — a blush of red, a feathered flourish — to be appealing. And that innate sense of beauty itself can become an engine of evolution, pushing animals toward aesthetic extremes. In other cases, certain environmental or physiological constraints steer an animal toward an aesthetic preference that has nothing to do with survival whatsoever.
    These biologists are not only rewriting the standard explanation for how beauty evolves; they are also changing the way we think about evolution itself. For decades, natural selection — the fact that creatures with the most advantageous traits have the best chance of surviving and multiplying — has been considered the unequivocal centerpiece of evolutionary theory. But these biologists believe that there are other forces at work, modes of evolution that are much more mischievous and discursive than natural selection. It’s not enough to consider how an animal’s habitat and lifestyle determine the size and keenness of its eyes or the number and complexity of its neural circuits; we must also question how an animal’s eyes and brain shape its perceptions of reality and how its unique way of experiencing the world can, over time, profoundly alter both its physical form and its behavior. There are really two environments governing the evolution of sentient creatures: an external one, which they inhabit, and an internal one, which they construct. To solve the enigma of beauty, to fully understand evolution, we must uncover the hidden links between those two worlds.
    A male lesser bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    A male lesser bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
    Perhaps no living scientist is as enthusiastic — or doctrinaire — a champion of Darwinian sexual selection as Richard Prum, an evolutionary ornithologist at Yale University. In May 2017, he published a book, “The Evolution of Beauty,” that lucidly and passionately explains his personal theory of aesthetic evolution. It was nominated for the Pulitzer Prize for general nonfiction, but within the scientific community, Prum’s ideas have not been as warmly received. Again and again, he told me, he has asked other researchers for feedback and received either excuses of busyness or no reply at all. Some have been openly critical. In an academic review of Prum’s book, Gerald Borgia, one of the world’s foremost experts on bowerbirds, and the ethologist Gregory Ball described the historical sections as “revisionist” and said Prum failed to advance a credible case for his thesis. Once, over a lunch of burritos, Prum explained his theory to a visiting colleague, who pronounced it “nihilism.”
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    Last April, Prum and I drove 20 miles east of New Haven to Hammonasset Beach State Park, a 900-acre patchwork of shoreline, marsh, woodland and meadow on Long Island Sound, with the hope of finding a hooded warbler. Birders had recently seen the small but striking migratory species in the area. Before he even parked, Prum was calling out the names of birds he glimpsed or heard through the car window: osprey, purple martin, red-winged blackbird. I asked him how he was able to recognize birds so quickly and, sometimes, at such a great distance. He said it was just as effortless as recognizing a portrait of Abraham Lincoln. In Prum’s mind, every bird is famous.
    Binoculars in hand, we walked along the park’s winding trails, slowly making our way toward a large stand of trees. Prum wore jeans, a quilted jacket and a beige hat. His thick eyebrows, round spectacles and sprays of white and gray hair give his face a vaguely owlish appearance. In the course of the day, we would see grazing mallards with emerald heads, tree swallows with iridescent turquoise capes and several sparrow species, each distinguished by a unique ornament: swoops of yellow around the eye, a delicate pink beak, a copper crown. On a wooded path, we encountered a lively bird flinging leaf litter into the air. Prum was immediately transfixed. This was a brown thrasher, he told me, describing its attributes with a mix of precision and fondness — “rufous brown, speckled on the breast, yellow eye, curved beak, long tail.” Then he reprimanded me for trying to take a picture instead of observing with my “binos.”
    About two hours into our walk, Prum, who is a fast and fluid talker, interrupted himself midsentence: “Right there! Right there!” he said. “There’s the hooded! Right up against the tree!” Something gold flashed across the path. I raised my binoculars to my eyes and scanned the branches to our right. When I found him, I gasped. He was almost mythological in his beauty: moss-green wings, a luminescent yellow body and face and a perfectly tailored black hood that made his countenance even brighter by contrast. For several minutes we stood and watched the bird as it hopped about, occasionally fanning white tail feathers in our direction. Eventually he flew off. I told Prum how thrilling it was to see such a creature up close. “That’s it,” Prum said. “That moment is what bird-watching is about.”
    As a child growing up in a small rural town in southern Vermont, Prum was, in his words, “amorphously nerdy” — keen on reading and memorizing stats from “The Guinness Book of World Records” but not obsessed with anything in particular. Then, in fourth grade, he got glasses. The world came into focus. He chanced upon a field guide to birds in a bookstore, which encouraged him to get outdoors. Soon he was birding in the ample fields and woods around his home. He wore the grooves off two records of bird calls. He befriended local naturalists, routinely going on outings with a group of mostly middle-aged women (conveniently, they had driver’s licenses). By the time Prum was in seventh grade, he was leading bird walks at the local state park.
    In college, Prum wasted no time in availing himself of Harvard University’s substantial ornithological resources. The first week of his freshman year, he got a set of keys to the Museum of Comparative Zoology, home to the largest university-based ornithological collection in the world, which today has nearly 400,000 bird specimens. “I’ve been associated with a world-class collection of birds every moment of my adult life,” he says. “I joke with my students — and it’s really true — I have to have at least 100,000 dead birds across the hallway to function intellectually.” (He is now the head curator of vertebrate zoology at Yale’s Peabody Museum of Natural History.) He wrote a senior thesis on the phylogeny and biogeography of toucans and barbets, working on a desk beneath the skeleton of a moa, an extinct emu-like bird that stood 12 feet tall and weighed 500 pounds.
    After graduating from Harvard in 1982, Prum traveled to Suriname to study manakins, a family of intensely colored birds that compete for mates with high-pitched songs and gymnastic dance routines. In 1984, he began graduate studies in biology at the University of Michigan, Ann Arbor, where he planned to reconstruct the evolutionary history of manakins through careful comparisons of anatomy and behavior. In the process, a colleague introduced him to some research papers on sexual selection, piquing his interest in the history of this fascinating yet seemingly neglected idea.
    Yellow plumes from a male lesser bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    Yellow plumes from a male lesser bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
    Darwin was contemplating how animals perceived one another’s beauty as early as his 30s: “How does Hen determine which most beautiful cock, which best singer?” he scribbled in a note to himself sometime between 1838 and 1840. In “The Descent of Man,” published in 1871, he devoted hundreds of pages to sexual selection, which he thought could explain two of the animal kingdom’s most conspicuous and puzzling features: weaponry and adornment. Sometimes, males competing fiercely for females would enter a sort of evolutionary arms race, developing ever greater weapons — tusks, horns, antlers — as the best-endowed males of each successive generation reproduced at the expense of their weaker peers. In parallel, among species whose females choose the most attractive males based on their subjective tastes, males would evolve outlandish sexual ornaments. (It’s now well known that all sexes exert numerous different evolutionary pressures on one another and that in some species males choose ornamented females, but to this day, many of the best-studied examples are of female preference and male display.)
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    Unlike natural selection, which preserved traits that were useful “in the struggle for life,” Darwin saw sexual selection as exclusively concerned with reproductive success, often resulting in features that jeopardized an animal’s well-being. The peacock’s many-eyed aureole, mesmerizing yet cumbersome, was a prime example and remains the mascot of sexual selection today. “A great number of male animals,” Darwin wrote, “as all our most gorgeous birds, some fishes, reptiles and mammals, and a host of magnificently colored butterflies have been rendered beautiful for beauty’s sake.”
    Darwin’s peers embraced the idea of well-armed males dueling for sexual dominance, but many scorned the concept of animal aesthetics, in part because it was grounded in animal consciousness and female desire. In one critique, the English biologist St. George Mivart stressed “the fundamental difference which exists between the mental powers of man and brutes” and the inability of “vicious feminine caprice” to create enduring colors and patterns. The English naturalist Alfred Russel Wallace, who independently formed many of the same ideas about evolution as Darwin, was also deeply critical. Wallace was particularly tormented by Darwin’s suggestion of beauty without utility. “The only way in which we can account for the observed facts is by the supposition that color and ornament are strictly correlated with health, vigor and general fitness to survive,” Wallace wrote. In other words, ornamentation could be explained only as a heuristic that animals use to judge a potential mate’s fitness — a view that came to dominate.
    In the early 1980s, while researching the history of sexual selection, Prum read a seminal 1915 paper and a 1930 book on the subject by the English biologist and statistician Ronald Fisher, who buttressed Darwin’s original idea with a more sophisticated understanding of heredity. At first, Fisher argued, females might evolve preferences for certain valueless traits, like bright plumage, that just happened to correspond with health and vigor. Their children would tend to inherit the genes underlying both their mother’s preference and their father’s trait. Over time, this genetic correlation would reach a tipping point, creating a runaway cycle that would greatly exaggerate both preference and trait, glorifying beauty at the expense of the male’s survival. In the early 1980s, the American evolutionary biologists Russell Lande and Mark Kirkpatrick gave Fisher’s theory a formal mathematical girding, demonstrating quantitatively that runaway sexual selection could happen in nature and that the ornaments involved could be completely arbitrary, conveying no useful information whatsoever.
    Although Fisherian selection was certainly not ignored, it was ultimately overshadowed by a series of hypotheses that seemed to rescue beauty from purposelessness. First, the Israeli biologist Amotz Zahavi proposed a counterintuitive idea called the handicap principle, which put a new spin on Wallace’s utilitarian explanation for sexual ornaments. Extravagant ornaments, Zahavi argued, were not merely indicators of advantageous traits as Wallace had said — they were a kind of test. If an animal thrived despite the burden of an unwieldy or metabolically expensive ornament, then that animal had effectively demonstrated its vigor and proved itself worthy of a mate. Similarly, in 1982, the evolutionary biologists W.D. Hamilton and Marlene Zuk proposed that some ornaments, in particular bright plumage, signaled that a male was resilient against parasites and would grant his children the same protection. Many scientists began to think of sexual selection as a type of natural selection. Scores of researchers joined the hunt for measurable benefits of choosing an attractive mate: both direct benefits, like better parenting or more desirable territory, and indirect benefits, namely some evidence that more alluring males really did have “good genes” underlying various desirable qualities, like disease resistance or higher-than-average intelligence.
    A male Guianan cock-of-the-rock.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    A male Guianan cock-of-the-rock.CreditKenji Aoki for The New York Times
    After more than 30 years of searching, most biologists agree that although these benefits exist, their prevalence and importance is uncertain. A few compelling studies of frogs, fish and birds have shown that females who choose more attractive males typically have children with more robust immune systems and a greater chance of survival. On the whole, however, the evidence has not equaled the enthusiasm. A 2012 meta-analysis of 90 studies on 55 species found only “equivocal” support for the good-genes hypothesis.
    Prum thinks the evidence for the heritable benefits of choosing a beautiful mate is scant because such benefits are themselves rare, whereas arbitrary beauty is “nearly ubiquitous.” Over the years, the more he contemplated runaway selection, the more convinced he became that it was a far more powerful and creative evolutionary force than natural selection, which he regards as overhyped and boring. “Animals are agents in their own evolution,” he told me during one conversation. “Birds are beautiful because they are beautiful to themselves.”
    In the summer of 1985, around the same time that biologists were rekindling their interest in sexual selection, Prum and the nature documentarian Ann Johnson (who would later choose him as her husband) traveled to Ecuador to continue studying manakins. The first morning, while hiking through a cloud forest, Prum heard odd bell-like notes, which he took to be the murmurings of parrots. Later that day, on the same trail, he heard the strange sounds again and followed them into the forest. He was astonished to find that the source was a male club-winged manakin, a small cinnamon-bodied species with a red cap and black-and-white mottled wings. The manakin was jumping around in a showy manner that suggested he was courting females. Instead of singing with his throat, he repeatedly lifted his wings behind his back and vibrated his feathers furiously against one another, producing two electronic blips followed by a shrill buzzing ring — a sound Prum transcribes as “Bip-Bip-WANNGG!”
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    At the time, Prum had not fully developed his evolutionary theory of beauty, but he immediately suspected that the club-winged manakin was emblematic of nature’s capacity for pushing creatures to aesthetic extremes. The bird’s singular vibrato haunted him for years. In the early 2000s, when Prum had become a professor of biology at the University of Kansas, he and his graduate student Kimberly Bostwick revealed that the demands of courtship had drastically altered the bird’s anatomy, turning it into a living violin. Male club-winged manakins had feathers with contorted shafts that rubbed against each other 100 times a second — faster than a hummingbird beats its wings. Whereas a vast majority of birds have light, hollow bones in service of flight, Bostwick has recently shown via CT scans that male club-winged manakins have solid ulnas — wing bones — which they need to withstand the intense quivering. Female manakins have inherited related anomalies as well.
    Although there are no published studies of the club-winged manakin’s aeronautics, Prum says it’s obvious from observation that the birds fly awkwardly — even the females. The self-perpetuating pressure to be beautiful, Prum argues, has impeded the survival of the entire species. Because the females do not court males, there can be no possible advantage to their warped bones and feathers. “Some of the evolutionary consequences of sexual desire and choice in nature are not adaptive,” Prum writes in his recent book. “Some outcomes are truly decadent.”
    In the following decade, as Prum’s hearing declined, he withdrew from field research and birding, but he still managed to make a series of groundbreaking scientific discoveries: He helped confirm that feathers evolved in dinosaurs long before the emergence of birds, and he became one of the first scientists to deduce the colors of a dinosaur’s plumage by examining pigment molecules preserved in fossilized feathers. All the while, he never stopped thinking about sexual selection. Prum formally presented his theory of aesthetic evolution in a series of scientific papers published between 1997 and 2015, proposing that all sexual ornaments and preferences should be regarded as arbitrary until proven useful.
    Despite his recent Pulitzer nomination, Prum still stings from the perceived scorn of his academic peers. But after speaking with numerous researchers in the field of sexual selection, I learned that all of Prum’s peers are well aware of his work and that many already accept some of the core tenets of his argument: namely that natural and sexual selection are distinct processes and that, in at least some cases, beauty reveals nothing about an individual’s health or vigor. At the same time, nearly every researcher I spoke to said that Prum inflates the importance of arbitrary preferences and Fisherian selection to the point of eclipsing all other possibilities. In conversation, Prum’s brilliance is obvious, but he has a tendency to be dogmatic, sometimes interrupting to dismiss an argument that does not agree with his own. Although he admits that certain forms of beauty may be linked to survival advantages, he does not seem particularly interested in engaging with the considerable research on this topic. When I asked him which studies he thought offered the strongest support of “good genes” and other benefits, he paused for a while before finally responding that it was not his job to review the literature.
    A male painted bunting.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    A male painted bunting.CreditKenji Aoki for The New York Times
    Like Darwin, Prum is so enchanted by the outcomes of aesthetic preferences that he mostly ignores their origins. Toward the end of our bird walk at Hammonasset Beach State Park, we got to talking about club-winged manakins. I asked him about their evolutionary history. Prum thinks that long ago, an earlier version of the bird’s courtship dance incidentally produced a feathery susurration. Over time, this sound became highly attractive to females, which pressured males to evolve adaptations that made their rustling feathers louder and more noticeable, culminating in a quick-winged strumming. But why, I asked Prum, would females be attracted to those particular sounds in the first place?
    To Prum, it was a question without an answer — and thus a question not worth contemplating. “Not everything,” he said, “has this explicit causal explanation.”
    Prum’s indifference to the ultimate source of aesthetic taste leaves a conspicuous gap in his grand theory. Even if we were to accept that most beauty blooms from arbitrary preferences, we would still need to explain why such preferences exist at all. It’s entirely conceivable that an animal might be inherently partial to, say, a warbling mating call or bright yellow feathers, and that these predilections would have nothing to do with advantageous genes. Yet such inclinations are inarguably the product of an animal’s neurobiology, which is itself the result of a long evolutionary history that has adapted the animal’s brain and sensory organs to specific environmental conditions. In the past two decades, a cohort of biologists have dedicated themselves to studying how an animal’s “sensory bias” — its ecological niche and its particular way of experiencing the world — sculpts its appearance, behavior and desires. Like Prum, they don’t think beauty has to be adaptive. But where Prum celebrates caprice, they seek causality.
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    Molly Cummings, a professor of integrative biology at the University of Texas at Austin, is a leading researcher in the field of sensory ecology. When I visited her last spring, she drove us to one of her field laboratories: a grassy clearing populated with several large concrete basins. The surface of one basin was so packed with woolly algae and pink-flowered water lilies that we could hardly see the water. Cummings began pushing some of the vegetation out of the way, forming shady recesses that permitted our gaze at the right angle. “Let me see if I can find a big, beautiful boy,” she said.
    A paper-clip-size fish swam toward us. I leaned in for a closer look. His silver body was decorated with a single black dot and a stripe of iridescent blue; his lengthy tail, shaped like a knight’s blade, was streaked with yellow. “Oh, yeah, there’s a guy courting,” Cummings said. “He’s coming up to that female, trying to impress her.” The fish, a male swordtail, seemed almost manic in his effort to be noticed. He darted back and forth in front of the female, shimmying as he went, his scales reflecting whatever light managed to breach the murk.
    A little while later, we drove the few miles back to her campus laboratory, where shelves of fish tanks lined several rooms and Ernst Haeckel’s resplendent illustrations of jellyfish undulated across the walls. As we toured the facilities, Cummings told me about the arc of her career. While an undergraduate at Stanford University, she spent a summer scuba diving in the giant kelp forests at Hopkins Marine Station, adjacent to the world-renowned Monterey Bay Aquarium. After college, she moved to James Cook University in Townsville, Australia, where she studied marine ecology and discovered the work of the biologists John Lythgoe and John Endler, both of whom were interested in how the type of light in an animal’s environment shaped its visual system.
    Cummings thought about the fish she had observed in California and Australia. She was astounded by the dynamic beauty of surfperch in the kelp forest: the way they communicate through the color and brightness of their skin, flashing blue, silver and orange to attract mates. Equally impressive was the diversity of their aquatic habitats. Some patches of water were sparkling and clear; others were cloudy with algal muck. In Australia, sunlight bathed the many vibrant species of reef fish almost constantly, but they lived against a kaleidoscopic backdrop of coral. How did fish evolve effective and reliable sexual ornaments if the lighting and scenery in their homes were so variable?
    The tips of the outer tail feathers of a male king bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    The tips of the outer tail feathers of a male king bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
    After earning a postgraduate degree in Australia in 1993, Cummings began a Ph.D. at the University of California, Santa Barbara. For several years, she studied various species of surfperch, repeatedly diving in the kelp forests with a Plexiglas-protected spectrometer to quantify and characterize the light in different habitats. At night, she would use powerful diving lights to stun surfperch and take them back to the lab, evading the hungry seals that routinely trailed her in hopes of making a meal of the startled fish. After hundreds of dives and careful measurements, Cummings discovered that water itself had guided the evolution of piscine beauty. A female’s preference for a blaze of silver or blue was not arbitrary; it was a consequence of the particular wavelengths of light that traveled farthest through her underwater niche. Whichever males happened to have scales that best reflected these wavelengths were more likely to catch the eye of females.
    In her studies, Cummings showed that surfperch living in dim or murky waters generally preferred shiny ornaments, while surfperch inhabiting zones of mercurial brightness favored bold colors. Later, Cummings found that Mexican swordtails occupying the upper layers of rivers, where the clear water strongly polarized incoming sunlight, had ornaments that were specialized to reflect polarized light — like a stripe of iridescent blue. These findings parallel similar studies suggesting that female guppies in Trinidad prefer males with orange patches because they first evolved a taste for nutritious orange tree fruits that occasionally fell into the water. “Some people think female preferences just somehow emerge,” Cummings says, “but what has been overlooked is that in many cases, it’s a result of environmental constraints. It’s not always random.”
    What a creature finds attractive depends on more than the unique qualities of its environment, however; attraction is also defined by which of those qualities cross the threshold of awareness. Consider the difference between what we see when we look at a flower and what a bumblebee sees. Like us, insects have color vision. Unlike us, insects can also perceive ultraviolet light. Many plants have evolved flower parts that absorb or reflect ultraviolet light, forming patterns like rings, bull’s-eyes and starbursts. Most creatures are oblivious to these ornaments, but to the eyes of many pollinators, they are unmistakable beacons. There is an entire dimension of floral beauty invisible to us, not because we are not exposed to ultraviolet light, but because we do not have the proper biological hardware to perceive it.
    Michael Ryan, a professor of zoology whose lab and office are just a few floors below Cummings’, has spent more than 30 years investigating how the quirks of an animal’s anatomy determine its aesthetic preferences — a career he details in his recent book, “A Taste for the Beautiful.” Since 1978, Ryan has been traveling to Panama to study a mud-colored frog called the túngara. Like the club-winged manakin, the túngara has a unique form of beauty that is not visual but aural. At dusk, male túngara frogs gather at the edges of puddles and sing to seduce females. Their mating call has two elements: The main part, dubbed the whine, sounds precisely like a miniaturized laser gun; sometimes this is followed by one or more brief barks, known as chucks. A long and complex mating call is risky: It attracts frog-eating bats. Yet there is a high payoff. Ryan has shown that whines followed by chucks are up to five times as appealing to females as whines alone. But why?
    According to the adaptive model of beauty, the chucks must convey something about the males’ fitness. As it happens, larger males, which produce the deepest and sexiest chucks, are also the most adept at mating, because they are closer in size to females. (Frog sex is a slippery affair, and a diminutive male is more likely to miss his target.) Moreover, the túngara frog has an inner organ tuned to 2,200 hertz, which is close to the dominant frequency of a chuck. Together, these facts seem to indicate that the túngara’s puddle-side serenade is an example of adaptive mate choice: Females evolved ears tuned to chucks because they indicate the biggest and most sexually skilled males.
    Ryan’s research revealed a stranger story. When he examined the túngara frog’s family tree, he discovered that eight frog species closely related to the túngara also have inner ear organs sensitive to frequencies of about 2,200 hertz, yet none of them produce chucks in their mating call. Ryan thinks that eons ago, the ancestor of all these species probably evolved an inner ear tuned to roughly 2,200 hertz for some long-abandoned purpose. The túngara later revived this neglected auditory channel, probably by happenstance. Male frogs that happened to burp out a few extra notes after whining were automatically favored by females — not because they were more suitable mates, but simply because they were more noticeable.
    Like the glistening scales on the surfperch and swordtails that Cummings studied, the túngara’s costly mating call did not evolve to convey any pragmatic information about health or fitness. But that doesn’t mean that these traits were arbitrary. They were the result of specific, discernible aspects of the animals’ environments, anatomy and evolutionary legacy. “I took a real beating when I suggested this idea in 1990,” Ryan says. “It was very widely criticized. But now sensory bias is considered an important part of the evolution of these preferences.”
    During our walk at Hammonasset, while admiring seabirds from shore-side cliffs, I asked Prum about sensory bias. He said it could not possibly explain the staggering diversity and idiosyncrasy of sexual ornaments — the fact that every closely related sparrow species has a unique embellishment, for example. Prum sees sensory bias as just another way to maintain the predominant “adaptive paradigm” that refuses to acknowledge his theory of aesthetic evolution. Tellingly, Prum and Ryan do not discuss each other’s work in their recent books.
    A male king bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    A male king bird-of-paradise.CreditKenji Aoki for The New York Times
    While mulling over the similarities and discrepancies between Prum’s ideas and those of his peers, I kept returning to a passage in his book. In 2010, Prum and his colleagues revealed that a crow-size dinosaur called Anchiornis huxleyi was beautifully adorned: gray body plumage, an auburn mohawk and long white limb feathers with black spangles. Why dinosaurs originally evolved feathers has long perplexed scientists. At first, layers of fuzzy filaments, similar to a chick’s down, most likely helped dinosaurs repel water and regulate body temperature. But what explains the development of broad, flat feathers like those found on Anchiornis? Flight is the intuitive answer, but the first planar feathers were probably too primitive for flight or gliding, lacking the distinct asymmetry that makes birds’ feathers aerodynamic. In his book, Prum advocates for an alternative hypothesis that has been gaining support: Large feathers evolved to be beautiful.
    The aesthetic possibilities of fuzzy down are limited. “The innovative planar feather vane, however, creates a well-defined, two-dimensional surface on which it is possible to create a whole new world of complex color patterns within every feather,” Prum writes. Only later did birds co-opt their big, glamorous plumes for flight, which is probably a key reason that some of them survived mass extinction 66 million years ago. Birds transformed what was once mere frippery into some of the most enviable adaptations on the planet, from the ocean-spanning breadth of an albatross to the torpedoed silhouette of a plunging falcon. Yet they never abandoned their sense of style, using feathers as a medium for peerless pageantry. A feather, then, cannot be labeled the sole product of either natural or sexual selection. A feather, with its reciprocal structure, embodies the confluence of two powerful and equally important evolutionary forces: utility and beauty.
    Most of the scientists I spoke with said that the old dichotomy between adaptive adornment and arbitrary beauty, between “good genes” and Fisherian selection, is being replaced with a modern conceptual synthesis that emphasizes multiplicity. “Beauty is something that arises from a host of different mechanisms,” says Gil Rosenthal, an evolutionary biologist at Texas A&M University and the author of the new scholarly tome “Mate Choice.” “It’s an incredibly multilayered process.”
    The environment constrains a creature’s anatomy, which determines how it experiences the world, which generates adaptive and arbitrary preferences, which loop back to alter its biology, sometimes in maladaptive ways. Beauty reveals that evolution is neither an iterative chiseling of living organisms by a domineering landscape nor a frenzied collision of chance events. Rather, evolution is an intricate clockwork of physics, biology and perception in which every moving part influences another in both subtle and profound ways. Its gears are so innumerable and dynamic — so susceptible to serendipity and mishap — that even a single outcome of its ceaseless ticking can confound science for centuries.
    On my last day in Austin, while walking through a park, I encountered a common grackle hunting for insects in the grass. His plumage appeared black as charcoal at first, but as he moved, it shimmered with all the colors of an oil slick. Every now and then, he stopped in place, inflated his chest and made a sound like a rusty swing set. Perhaps dissatisfied with the local fare, or uncomfortable with my presence, he flew off.
    In his absence, my attention immediately shifted to something his presence had obscured — a golden columbine bush. From a distance, its flowers resembled medieval illustrations of comets, big and bold with long, trailing streamers. Up close, I was struck by the complexity of a single blossom: a large yellow star wreathed a cluster of five tubular petals, shaped like angel’s trumpets and pooled with nectar. A tuft of pollen-tipped filaments fizzed through the very center. Viewed from above, the flowers looked like huddles of tiny birds with their beaks pressed together and wings flared. The name “columbine” comes from the Latin for “dovelike.”
    Why are flowers beautiful? Or, more precisely: Why are flowers beautiful to us? The more I thought about this question, the more it seemed to speak to the nature of beauty itself. Philosophers, scientists and writers have tried to define the essence of beauty for thousands of years. The plurality of their efforts illustrates the immense difficulty of this task. Beauty, they have said, is: harmony; goodness; a manifestation of divine perfection; a type of pleasure; that which causes love and longing; and M = O/C (where M is aesthetic value, O is order and C is complexity).
    Evolutionary psychologists, eagerly applying adaptive logic to every facet of behavior and cognition, have speculated that the human perception of beauty emerges from a set of ancient adaptations: Perhaps men like women with large breasts and narrow waists because those features signal high fertility; symmetrical faces may correlate with overall health; maybe babies are irresistibly cute because their juvenile features activate the caregiving circuits in our brains. Such claims sometimes verge on the ludicrous: The philosopher Denis Dutton has argued that people around the world have an intrinsic appreciation for a certain type of landscape — a grassy field with copses of trees, water and wildlife — because it resembles the Pleistocene savannas where humans evolved. In a TED Talk, Dutton explains that postcards, calendars and paintings depicting this universally beloved landscape usually include trees that fork near the ground because our ancestors relied on their conveniently low branches to scramble away from predators.
    Of course, it is undeniable that we, like all animals, are products of evolution. Our brains and sensory organs are just as biased as any other creature’s. Our inherited anatomy, physiology and instincts have undoubtedly shaped our perception of beauty. In their recent books, Richard Prum and Michael Ryan synthesize research on animals and people, exploring possible evolutionary explanations for our own aesthetic tastes. Ryan is particularly interested in the innate sensitivities and biases of our neural architecture: He describes how our visual system, for example, may be wired to notice symmetry. Prum stresses his conviction that in humans, as in birds, many types of physical beauty and sexual desire have arbitrarily co-evolved without reference to health or fertility. What complicates their respective arguments is the overwhelming power of human culture. As a species, we are so thoroughly saturated with symbolism, ritual and art — so swayed by rapidly changing fashions — that it is more or less impossible to determine just how much an aesthetic preference owes to evolutionary history as opposed to cultural influence.
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    A male Mandarin duck.CreditKenji Aoki for The New York Times
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    A male Mandarin duck.CreditKenji Aoki for The New York Times
    Perhaps more than any other object of aesthetic obsession, flowers expose the futility of trying to contain beauty in a single theoretical framework. Consider how flowers came to be and how we grew to love them: 150 million years ago many pollen-producing plants depended on the wind to spread their pollen and reproduce. But certain insects, perhaps beetles and flies, began to eat those protein-rich pollen grains, inadvertently transporting them from one plant to another. This proved to be a much more efficient means of fertilization than capricious air currents. Plants with the richest and most obvious sources of pollen were especially successful. Likewise, insects that were particularly adept at finding pollen had an advantage over their peers.
    Through a long process of co-evolution, plants and pollinators transformed one another. Some plants began to modify their leaves into proto-flowers: little flags that marked the location of their pollen. Bold colors and distinctive shapes helped them stand out in a tangle of green. Strong aromas and ultraviolet beacons played upon pollinators’ senses. Nectar sweetened the deal. Insects, birds and mammals began competing for access, evolving wings, tongues and brains better suited to the quest for floral sustenance. As the pressure from both parties intensified, plants and their pollinators formed increasingly specific relationships, hurtling each other toward aesthetic and adaptive extremes — a bird that hums and hovers like an insect, an orchid that mimics the appearance and scent of a female bee.
    Many millions of years later, flowers enchanted yet another species. Perhaps the initial attraction was purely utilitarian: the promise of fruit or grain. Maybe we were captivated by their consonance of color, form and aroma. Whatever the case, we adopted numerous flowering plants into an expanding circle of domesticated species. We brought them into greenhouses and laboratories, magnifying their inherent beauty, creating new hybrids and tailoring their features to our individual tastes. We contracted orchid delirium and tulip mania, and we have never fully recovered. The flower began as a plea and became a phenomenon.
    If there is a universal truth about beauty — some concise and elegant concept that encompasses every variety of charm and grace in existence — we do not yet understand enough about nature to articulate it. What we call beauty is not simply one thing or another, neither wholly purposeful nor entirely random, neither merely a property nor a feeling. Beauty is a dialogue between perceiver and perceived. Beauty is the world’s answer to the audacity of a flower. It is the way a bee spills across the lip of a yawning buttercup; it is the care with which a satin bowerbird selects a hibiscus bloom; it is the impulse to recreate water lilies with oil and canvas; it is the need to place roses on a grave.
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    -https://www.nytimes.com/2019/01/09/magazine/beauty-evolution-animal.html?action=click&fbclid=IwAR2Z10Als0Ec5L5bNI1qWsOi_nKPxL78r7oAxqdEfF0uql3JvPJCCHDcCSE&module=Well&pgtype=Homepage&section=The+New+York+Times+Magazine
     
    A version of this article appears in print on , on Page 22 of the Sunday Magazine with the headline: Beauty and the Beasts. Order Reprints | Today’s Paper | Subscribe