Ilya Prigogine, el hombre que puso orden en el caos
El astrónomo británico Fred Hoyle decía que la probabilidad de que la vida haya surgido espontáneamente en la Tierra equivalía a la de un tornado barriendo una chatarrería y dando como resultado el ensamblaje de un Boeing 747. Aunque el escepticismo de Hoyle ha sido rebatido por los biólogos evolutivos, lo cierto es que es razonable preguntarse: si según dicta la termodinámica, el universo fluye siempre hacia un mayor desorden —o entropía—, ¿cómo es posible que del caos naciese algo tan organizado como la vida? En la década de 1960 un químico ruso-belga llamado Ilya Prigogine desarrolló una teoría que solventaba este enigma, tan brillantemente que recibió el Nobel por ello.
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Ilya Romanovich Prigogine (25 de enero de 1917 – 28 de mayo de 2003) nació en Moscú en un momento histórico complicado, justo cuando estaba a punto de prenderse la revolución que cambiaría radicalmente el curso de Rusia durante las décadas venideras. Su familia no pertenecía al proletariado: su padre, ingeniero químico, dirigía una pequeña fábrica de jabones, y su madre era pianista. En 1921 la familia huyó de lo que el propio Ilya definió como “una relación difícil con el nuevo régimen” para recalar brevemente en Lituania y después en Berlín hasta establecerse en Bruselas en 1929, donde Ilya adquirió la nacionalidad belga en 1949.
Aunque por influencia familiar se decantó por estudiar química en la Universidad Libre de Bruselas, no era este el camino que le sugerían sus inclinaciones. Según relataba en su esbozo autobiográfico con motivo del Nobel, estaba más interesado en la historia, la arqueología y el piano, un instrumento que nunca abandonó; decía que aprendió a leer partituras antes que libros. Sin embargo, esta atracción por las humanidades sería decisiva para que se alejara de la química más práctica que eligieron su padre y su hermano mayor —este haría carrera en la industria minera en el Congo belga— y en su lugar buscara un terreno más filosófico. Como él mismo escribió: “puede que la orientación de mi trabajo viniera del conflicto que surgió entre mi vocación humanista como adolescente y la orientación científica que elegí para mi formación universitaria”.
En concreto, le intrigaba el concepto del tiempo, en el cual se adentró a través de la obra del filósofo francés Henri Bergson. No era la inspiración más ortodoxa para un científico; Bergson destacó por su oposición al racionalismo y a la ciencia en favor de la intuición y la experiencia subjetiva. Pero en una época en que el tiempo era solo una variable en las ecuaciones que podían funcionar en ambos sentidos, la idea de la impredecibilidad que encontró en Bergson pudo ensancharle las miras para dar un paso atrás y contemplar la naturaleza físico-química con mayor amplitud. Por último, en su cóctel de influencias hubo otro ingrediente esencial: su mentor y director de tesis doctoral, Théophile de Donder, especializado en termodinámica.
La teoría de las estructuras disipativas
Prigogine encontraba una limitación en la termodinámica de su época: se aplicaba solo a los sistemas en equilibrio o próximos a él. En esta idealización de la naturaleza se escapaban multitud de procesos como la propia aparición y evolución de la vida, procesos muy lejanos del equilibrio que por ser irreversibles tienen una clara dirección de la flecha del tiempo, al contrario de lo que ocurría en las ecuaciones físicas manejadas entonces. La termodinámica de los procesos irreversibles fue la materia en la que Prigogine continuó el trabajo iniciado por su mentor, considerado el padre de esta disciplina.
La segunda ley de la termodinámica era una cuestión donde todos estos problemas se ponían de manifiesto. En su forma original, enunciada en 1850 por Rudolf Clausius, este principio afirmaba que el calor no fluía espontáneamente de un cuerpo frío a otro caliente. Posteriormente Clausius introdujo la entropía, una magnitud física que se interpreta como el estado de desorden de un sistema, y la segunda ley se contempló como un aumento obligado de la entropía total en los procesos naturales que tienden al equilibrio.
Pero Prigogine se preguntaba: de acuerdo a la termodinámica, ¿cómo es posible que surja la vida, un proceso espontáneo, claramente irreversible, con una dirección temporal concreta, muy apartado del equilibrio, y en el que el orden nace a partir del desorden? Para explicarlo formuló la teoría de las llamadas estructuras disipativas, sistemas complejos que toman materia y energía del exterior para construir una mayor organización interna sin que el conjunto quiebre la segunda ley de la termodinámica.
Un ejemplo de estos sistemas autoorganizados lo observamos en algo tan cotidiano como cocinar. Cuando calentamos un caldo o una crema en los fogones, observamos el típico chup-chup cerca del punto de ebullición, formado por un patrón regular de células hexagonales de convección en las que el líquido más caliente y menos denso asciende a la superficie para descender de nuevo al fondo. Este efecto fue descrito por el físico francés Henri Bénard en 1900, y se conoce como convección de Rayleigh-Bénard. Prigogine lo eligió como un caso de sistema disipativo, ya que el fluido adquiere un mayor grado de autoorganización interna gracias a la energía, el calor del fogón, que absorbe del exterior. Otro ejemplo citado por Prigogine es el mecanismo de Turing, por el que el padre de la ciencia computacional, el inglés Alan Turing, propuso que surgen patrones en la naturaleza, como los puntos o las rayas en la piel de muchos animales.
Del origen de la vida al “efecto mariposa”
En 1977 Prigogine recibió el Nobel de Química “por sus contribuciones a la termodinámica de no equilibrio, particularmente la teoría de las estructuras disipativas”. Pero más allá de esta descripción algo abstrusa, su teoría permitía encajar en lo físicamente posible la aparición de la vida en la Tierra a partir de una mezcla desordenada de componentes primarios, incluso si, como objetaba Hoyle, la probabilidad es ínfima. La teoría rompía con lo que Prigogine consideraba un determinismo que había imperado en la física desde Newton hasta Schrödinger y que había encorsetado la comprensión de infinidad de fenómenos de la naturaleza, sobre todo en la biología, que no respondían a la predecibilidad dictada por un sistema de ecuaciones.
Pero además de la biología, los sistemas disipativos de Prigogine han influido en otros campos de la ciencia, como el estudio de los huracanes, en los que el viento adopta un patrón organizado espontáneo absorbiendo calor del mar; o en las reacciones químicas oscilatorias como la de Belousov–Zhabotinsky, que se mueve entre dos estados y que ha inspirado el desarrollo actual de la computación química como una propuesta alternativa de inteligencia artificial más próxima al cerebro humano. Incluso se han aplicado a las sociedades humanas: las ciudades, por ejemplo, absorben materia y energía del exterior para organizarse, adquiriendo tendencias colectivas ausentes en el individuo aislado.
Y, cómo no, los sistemas disipativos fueron también una de las grandes influencias de la teoría del caos, nacida del estudio del tiempo meteorológico por el físico Edward Lorenz y popularizada por la idea del “efecto mariposa”. Los sistemas caóticos son complejos, no lineales, en los que una variación infinitesimal provoca un gran efecto, pero esta naturaleza aparentemente aleatoria o impredecible obedece también a ciertas leyes. En definitiva y como Prigogine escribió, en todo ello se trata de “filtrar la música a partir del ruido”. Por algo le llamaron el “poeta de la termodinámica”.
Javier Yanes
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