No me digan que no han oído una y mil veces hablar a los políticos largamente sobre investigación, innovación, desarrollo y conocimiento. Igual que hacen con la educación, consideran la ciencia “un tema altamente prioritario”. Los gobernantes siempre dicen “tema”, como si fueran a presentar una canción de moda en un programa musical de radio. Los que escriben discursos para el poder saben que un brochazo de preocupación por la ciencia -con aliño de palabras como sinergia- nunca estorba y, además, da un aire de solvencia al que busca votos y aplausos. “La riqueza de nuestro país está en sus científicos”, repite el estribillo. Si el gobernante en cuestión tiene ocasión de decir todo esto vestido con una bata blanca y después de pasearse por algún laboratorio, la representación puede llegar a ser convincente.
Pero, tarde o temprano, llega la hora de la verdad. En política democrática esto ocurre cuando los legisladores deben aprobar los presupuestos para que las administraciones funcionen. El Gobierno central pretende recortar en un 18% las partidas dedicadas a ciencia y tecnología, lo que vendría a suponer unos 1.300 millones para el 2010, frente a los 1.580 del presente año. La caída afectará a muchos equipos investigadores y ya se han encendido las alarmas entre la comunidad científica. Como ha explicado Josep Corbella en estas páginas, Zapatero hace tiempo que no habla de investigación, ni siquiera en aquellas intervenciones sobre las medidas contra la crisis económica. En esto, el presidente español no imita para nada a Obama, quien ha reiterado la necesidad de vincular claramente la recuperación económica a la investigación, y se ha comprometido a aumentar en 21.600 millones de euros el gasto en ciencia en EE. UU. Ante la crisis, estadounidenses, alemanes, franceses y británicos dan un impulso a lo que se conoce como I+ D. En las Españas, caminamos para atrás como los cangrejos mientras la Moncloa confía en la magia.
Desde los tiempos de Jovellanos, el lamento se repite cansinamente. La ciencia, a la cola. Lo nuevo es que hoy tenemos científicos excelentes, aunque la política siga ensimismada con sus tácticas. Un ejemplo: la tradicional fuga de cerebros ha cambiado de sentido y, en estos momentos, España, y sobre todo Catalunya, atrae a personal líder en varios campos científicos. El territorio catalán se ha convertido en la comunidad que capta más fondos del principal programa europeo de investigación, lo que representó 103,3 millones de euros en el 2008. Esperemos que el nuevo Consell Català de Recerca i Innovació sirva, de verdad, para defender la continuidad y calidad del trabajo de los científicos y no para crear más burocracia. Por desgracia, aquí dices “investigación” y lo primero que piensan muchos concejales, consejeros y ministros es que hablas de detectives privados.
A las pantallas de los cines ha llegado la película de Alejando Amenábar Ágora, en la que, a través de una superproducción, emerge la figura de Hipatia de Alejandría, destacada científica que vivió en el siglo IV, para la mayoría de la población una perfecta desconocida. No hablaré de la película, que está siendo ampliamente reseñada y que, aunque estoy en ello, todavía no he podido ver. Lo que me interesa destacar es la reflexión que hacía su director en una de las entrevistas publicadas en estos días.
Todavía me estoy preguntando, decía Amenábar, cómo es que a nadie se le había ocurrido antes hacer una película sobre tan destacada astrónoma y filósofa. Una pregunta en la que vale la pena apoyarse como un surfista en una ola, pues en este mundo de hoy el eco de las preguntas viene a depender mucho de quién las formula, y a menudo ni eso es suficiente para que determinados interrogantes fructifiquen.
Efectivamente, he ahí la cuestión: ¿por qué Hipatia fue relegada del elenco de personajes de la Historia? ¿Cómo, por qué, y a través de qué mecanismos funciona la ocultación, la invisibilidad, el dejar en el olvido a esta y a tantas otras mujeres sabias del pasado?
Para los estudios de Historia de la Ciencia que toman como variable relevante el sexo, Hipatia es el origen de una genealogía a la que, con el paso de los siglos, pertenecieron médicas, físicas, matemáticas, astrónomas, químicas, filósofas. Por eso, un libro con referencias y biografías de las más destacadas de entre ellas, y que conocimos hace más de dos décadas, tenía por título El legado de Hipatia. Hay que decir que la mayoría fueron conocidas en su época, pero su rastro histórico es intermitente, y predominan amplias fases de olvido. Y es que como la llamada corriente principal de la transmisión histórica –siempre tutelada por los patriarcas de turno– no acaba de incorporarlas como merecen, cada generación ha de redescubrirlas y rescatarlas.
Con este fondo, la irrupción mediática de la Hipatia de Amenábar, así, a lo grande, es una contribución a la igualdad que nos produce una satisfacción enorme. Porque, como escribe Amelia Valcárcel, el techo de cristal no sólo lo constituyen los puestos a los que las mujeres no acceden o lo hacen a cuentagotas; si hay un techo que sigue siendo inaccesible para una mujer es el de la sabiduría. Y también queremos romperlo. Al igual que es de justicia cobrar igual salario por igual trabajo, compartir las tareas de crianza y llegar a los mismos puestos, también lo es compartir la excelencia y que se reconozca la autoridad de las sabias. Hay muchas más de las que se conocen y, como en el caso de la egipcia, su conocimiento y reconocimiento aumentará los horizontes de libertad para expresar la vivencia en un cuerpo de hombre o de mujer allende la mezquindad de los estereotipos.
Agradezco a Valcárcel, una de nuestras sabias actuales, sus brillantes escritos. Y a Amenábar su capacidad para mirar el mundo de otra manera. Sin los libros de ella y las películas de él, seríamos peores y más ignorantes.
Carmen Magallón es doctora en Físicas y directora de la Fundación Seminario de Investigación para la Paz.
Hoy en día nadie duda de que el conocimiento, el saber y el progreso forman un conjunto de valores que no conocen fronteras y son patrimonio de cualquier sociedad avanzada. El presidente Barack Obama afirmaba recientemente que “Estados Unidos sólo podrá mantener su liderazgo mundial si coloca la ciencia entre sus mayores prioridades”. Y el primer ministro británico reconoció que “la crisis no es el momento para disminuir la inversión en ciencia, sino para construir de forma más enérgica el futuro”.
No hay que olvidar que hace ya más de tres siglos que la ciencia moderna nacía en el seno de las universidades para construir lo que hoy denominamos civilización moderna. Como afirma Francois Jacob, de esa ciencia proceden todos los elementos de la tecnología contemporánea, tanto los que amamos como algunos de los que detestamos.
Las universidades son el lugar por excelencia de la creación del saber. Y son, en base a su naturaleza, organizaciones cuyos resultados se ven con perspectiva. La investigación, la generación de talento y formación de profesionales, así como la creación de nuevas ideas, productos y empresas, son algunos ejemplos de sus frutos a largo plazo. Sin embargo, esto no quiere decir que no estén preparadas para encontrar soluciones en el ámbito económico a corto plazo. En nuestras universidades conviven la innovación, el carácter emprendedor y la formación, lo que contribuye al crecimiento económico, crea bienestar y mejora las oportunidades laborales de la población.
Nuevas fuentes de energía, nuevas medicinas, nuevos productos, nuevas tecnologías de la comunicación y modos virtuales de interactuar que, sin duda, serán necesarios para el entendimiento de pueblos son ejemplos de lo que la sociedad demanda para construir su futuro. Pero lo que aún no tiene presente es que todo esto ya es el día a día de nuestras universidades y de la ciencia que allí se desarrolla.
Con todo ello, no todos los modelos universitarios son iguales; existen importantes diferencias entre unos países y otros. Así, por ejemplo, mientras que las universidades americanas se caracterizan por la fuerte especialización, las europeas son más generalistas, sin un perfil específico de sus campus. Y curiosamente son las universidades americanas las que encabezan los rankings de calidad de los centros de educación superior, algo que nos debería hacer reflexionar.
A esto hay que añadir que la Comisión Europea alerta en su documento Preparando Europa para un nuevo renacimiento de la necesidad de repensar el modo en que la ciencia interactúa con la sociedad. Así, apuesta por reescribir el contrato social entre el investigador y la universidad con la sociedad, creando entornos donde la excelencia sea premiada e incremente la cohesión social. Además, propone abrir los mercados, las empresas y las instituciones del conocimiento para que puedan trabajar conjuntamente a favor de una mayor productividad.
La universidad europea ya ha dado importantes pasos en este sentido de la mano de iniciativas lideradas por instituciones francesas, alemanas y británicas. En Francia, más de 100.000 estudiantes participan en un proyecto que aglutina en torno a la formación, la investigación y la promoción económica a cuatro universidades, 12 grandes escuelas y varias instituciones científicas.
Alemania se encuentra inmersa en un proceso semejante liderado por la Fundación de Investigación Germana y el Consejo de Ciencia y Humanidades. Este proyecto supone un apoyo específico a las mejores universidades investigadoras y potencia su visibilidad internacional, a la vez que crea condiciones para los investigadores jóvenes y potencia la colaboración interdisciplinar e interinstitucional.
Finalmente, el Gobierno británico ha puesto en marcha la iniciativa University Challenge, consciente de que nunca antes las universidades habían desarrollado un papel tan importante para el país tanto desde la perspectiva nacional –contribuyendo a mantener su posición en el mundo– como desde la óptica local –a través de la creación de puestos de trabajo, la renovación del tejido económico y el enriquecimiento de la vida cultural–.
El sistema universitario español está iniciando este camino. El programa Campus de Excelencia, siguiendo el ejemplo francés, el alemán y el británico, impulsa nuevas estrategias en nuestras universidades. La interacción con su entorno social, la mejora docente, la excelencia e impacto de la investigación y la apuesta por la innovación son los cuatro ejes de este gran proyecto que convertirá a 15 campus españoles en lo que ya comienza a denominarse “ecosistemas del conocimiento”.
La excelencia y la internacionalización son los objetivos, y la meta es situar a las universidades españolas entre las mejores del panorama internacional. Las mejores, por su capacidad de generar talento, de desarrollar conocimiento y de incidir en la nueva economía y el progreso social.
El programa Campus de Excelencia demanda, además, un papel protagonista y dinamizador de las universidades en el desarrollo social y económico de su entorno. Todas las ciudades que comparten espacio con las universidades conocen la simbiosis que se produce entre institución y ciudad y, concretamente, entre profesores, alumnos y ciudadanos. El rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en su reciente visita a España, decía: “Es imposible entender el México actual sin la UNAM”. Y nosotros tenemos los ejemplos de Santiago de Compostela, Salamanca o Granada.
Por ello, en ese marco cercano en el que se producen las transformaciones que vivimos todos como ciudadanos, la universidad, junto con otras instituciones –ayuntamientos, hospitales, empresas o entidades financieras–, debe conformar un nuevo modelo de crecimiento, propio del siglo XXI, basado en el conocimiento y la sostenibilidad.
Y este reto es propio de la universidad, porque no hay que olvidar que, tanto ayer como hoy, son las instituciones universitarias las que lideraron y liderarán la creación del saber y de nuestro futuro.
Laura Sánchez-Piñón es catedrática de Genética de la Universidad de Santiago de Compostela.