Cuando Benjamin Franklin dijo que «una inversión en conocimiento paga el mejor interés», se olvidó de puntualizarnos a qué conocimiento se refería exactamente y dónde podía obtenerse. Sin embargo, en aquellas palabras subyace una verdad esencial cocinada en el actual contexto tecnológico y social: que el conocimiento tiene muchísimo más valor que el dinero. Más valor desde el punto de vista crematístico, pero también psicológico.
Así pues, si Franklin viviera ahora mismo, no solo repetiría su sentencia con más firmeza, sino que se entusiasmaría al conocer las posibilidades que ofrece la tecnología para desmonetizar los bienes y servicios.

Desmonetización

Gracias a la tecnología, la mayor parte de los productos y servicios que antes eran caros ahora resultan mucho más baratos y, en algunos casos, incluso son gratuitos. La gratuidad suele aparecer en aquellos productos que pueden digitalizarse (transformarse de átomos a bits), es decir, los productos susceptibles de un coste marginal próximo a cero. Por ejemplo, el buscador de Google, la enciclopedia Wikipedia o las miles de horas de entretenimiento audiovisual de YouTube.
En su libro Abundancia, Peter Diamandis, uno de los fundadores de la Singularity University, pone una serie de ejemplos de desmonetización, haciendo hincapié en el smartphone. Si bien parece un dispositivo caro, en realidad estamos empleando una contraparte un millón de veces más barata y mil veces más potente que una supercomputadora de 1970, y además nos ahorramos adquirir muchas otras cosas:
Cámaras, radios, televisiones, navegadores de Internet, estudios de grabación, salas de edición, cines, navegadores GPS, procesadores de texto, hojas de cálculo, estéreos, linternas, juegos de mesa, juegos de cartas, videojuegos, toda una gama de aparatos médicos, mapas, atlas, enciclopedias, diccionarios, traductores, manuales, educación de primera categoría, y la siempre creciente y variada colección conocida como el app store. Hace diez años la mayoría de estos bienes y servicios solo estaban disponibles en el mundo desarrollado; hoy casi cualquiera y en cualquier lugar puede tenerlos.
El coste de la energía también va a desplomarse en breve gracias a la mayor eficiencia de las placas fotovoltaicas. El transporte personal podrá compartirse gracias al blockchain y el de mercancías será autónomo. La inteligencia artificial asumirá muchas tareas automáticas que encarecen los servicios, tanto médicos como financieros o legislativos. La fabricación se democratizará gracias a las impresoras 3D y nos acabaremos convirtiendo en prosumidores (productores + consumidores).
En otras palabras, para vivir de forma medianamente confortable no será necesario ganar demasiado dinero. De hecho, gracias a las iniciativas de renta universal básica que ya se están experimentando, puede que ni siquiera necesitemos trabajar. O, al menos, no demasiadas horas al día.
Ante este panorama, ganar más dinero solo servirá para obtener bienes conspicuos o servicios exclusivos que nos desmarquen socialmente de nuestros semejantes. El dinero, en ese sentido, quedará más que nunca, porque será fácil de obtener y servirá para poco.

El dinero no te hace feliz

Pero no solo el dinero irá perdiendo progresivamente su valor, sino que éste ni siquiera fue tan rutilante como habíamos creído.
Cuando decimos que no tenemos tiempo para aprender algo nuevo o para leer un libro generalmente se debe a que estamos invirtiendo ese tiempo en ganar más dinero, directa o indirectamente. La mayoría de veces nos preocupamos en ganar más dinero porque creemos que así seremos más felices: podremos viajar más, comprar más cosas, disponer de una vivienda más confortable, adquirir ropa más cara y, en definitiva, cumplir todos esos sueños que reflejan los anuncios de la Lotería.
Una vez obtenido un mínimo para vivir cómodamente, el dinero extra apenas afecta a nuestro bienestar psicológico
Sin embargo, todos los experimentos que se realizan sobre el vínculo entre felicidad y dinero concluyen que, una vez obtenido un mínimo para vivir cómodamente, el dinero extra apenas afecta a nuestro bienestar psicológico. Por ejemplo, un estudio reciente ha sugerido que la gente que gana más de 90.000 dólares al año no es más feliz que la que está en la franja entre los 50.000 y los 89.999 dólares. Incluso ganar la Lotería tiene un efecto sorprendentemente efímero en nuestro bienestar, como explica Nicholas A. Christakis en su libro Conectados al comparar a estos agraciados con pacientes aquejados de una enfermedad:
En realidad, el seguimiento de personas que han ganado la lotería y de pacientes con daños en la médula espinal revela que, al cabo de un año o dos, esas personas no son más felices ni más tristes que los demás.
Otro estudio de otra escuela de negocios, IESE, revela que los ganadores de grandes premios en juegos de azar califican sus actividades diarias como menos placenteras que el resto.
De hecho, ni siquiera parece que trabajar por dinero sea la forma más eficiente de trabajar. Para los pensadores clásicos, trabajar por un salario incluso podría tacharse de inmoral. Un trabajo solo puede ser digno si lo hacemos porque queremos, de lo contrario más que trabajar estamos ejerciendo un rol de esclavo. Además, las tareas que realizamos sin perseguir un fin económico suelen tener resultados más profesionales porque sencillamente nos apasionan: no realizamos las tareas para obtener un sueldo o un ascenso, sino porque disfrutamos haciéndolo, por el simple disfrute de hacerlo bien. Aristóteles sostenía que era incompatible hacer algo que nos realizara y completara y, a la vez, nos pagaran por ello. Eso no significa que no podamos hacer las cosas bien si nos pagan por ello, sino que nos pagan para que las hagamos bien incluso los días en que no nos apetece o apasiona hacer lo que hacemos.
La moneda del futuro, pues, no es el bitcoin o cualquier otra criptomoneda, sino nuestra capacidad para realizarnos
Fue a principios del siglo XIX cuando empezó a generalizarse la idea de que solo existía un tipo de trabajo digno: el remunerado. Si tu actividad no era remunerada, entonces no tenía valor (confundiéndose aquí términos tan distintos como “valor” y “coste”). Sin embargo, las palabras de Aristóteles empiezan a resonar de nuevo en un contexto tecnológico donde el precio de bienes y servicios desciende y los trabajos más embrutecedores y mecánicos ya empiezan realizarlos intrincados algoritmos.

La nueva moneda

La moneda del futuro, pues, no es el bitcoin o cualquier otra criptomoneda, sino nuestra capacidad para realizarnos, trabar buenas relaciones sociales y, sobre todo, adquirir nuevos conocimientos.
Por un lado, conocimientos que podemos transformar en trabajos interesantes que todavía están por desarrollar. Las personas que identifiquen las habilidades necesarias para esta clase de trabajos (por ejemplo, desarrollador de software) y las adquieran rápidamente se encontrarán en la cúspide laboral. Aquellos que trabajan arduamente pero no se toman el tiempo suficiente para ampliar horizontes y aprender constantemente otro tipo de cosas, serán los primeros en ser sustituidos por máquinas, como antaño lo fueron los obreros.
Pero ¿qué ocurre si no nos interesa esa clase de trabajos? ¿Y si la automatización no permite que toda la población pueda acceder al mundo laboral? No importa. El conocimiento también permite comprar más cosas que el dinero, más allá de un buen trabajo, e incluso adquirir cosas que no están en venta. El conocimiento puede transformarse en muchas cosas, como en relaciones sociales más estimulantes. También permite alcanzar objetivos de una forma más rápida y fácil. El conocimiento transforma la propia adquisición de conocimiento nuevo en una tarea más divertida y sugerente. Hace que el cerebro funcione mejor. Amplía el vocabulario, convirtiéndonos en mejores comunicadores. Ayuda a pensar mejor y más allá de las circunstancias, evitando que el árbol eclipse el bosque. Incluso nos borra de la cara la mueca de cenutrio.
En definitiva, sitúa la vida individual en perspectiva permitiendo vivir muchas otras vidas a través de las experiencias y sabiduría de otras personas.
En esta nueva era de desmonetización, pues, hemos desechar la idea de que el conocimiento se obtiene en el colegio y la universidad, y una vez alcanzamos el mercado laboral ya podemos vivir el resto de nuestra existencia sin abrir ni un solo libro. Del mismo modo que nos obligamos a acudir a un gimnasio o a dejar de fumar, continuar aprendiendo es ya la más importante prescripción facultativa. Y si esgrimimos de nuevo el mantra de que no tenemos tiempo, solo un dato: si el tiempo que dedicamos a las redes sociales se usará en leer libros, anualmente asimilaríamos entre 100 y 200.