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lunes, 16 de septiembre de 2019

Muertes anunciadas: los finales que la ciencia prevé para nuestros vecindarios en el cosmos Publicado por Alberto Aparici

Muertes anunciadas: los finales que la ciencia prevé para nuestros vecindarios en el cosmos

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Es un buen momento para nacer. Tenemos medicina, educación, comunicación instantánea a largas distancias y suficiente perspectiva para saber que la mayoría de los humanos no puede acceder a ninguna de ellas. Tenemos también un buen batallón de conocimiento que nos ayuda a entender cuál es nuestra posición en el universo: que somos más bien delicados y que el cosmos es en general hostil para criaturas sensibles como nosotros. Cada paso que damos allá afuera, cada velo que levantamos, nos descubre lugares fascinantes y, habitualmente, mortíferos. Cuando nos decidamos a abandonar este mundo tan acogedor, y eso ocurrirá tarde o temprano, lo habremos de hacer pertrechados con nuestro mejor ingenio porque la física no está dispuesta a ponernos las cosas fáciles.
Prueba de ello es no solo lo que vemos en otros lugares del espacio, sino también lo que empezamos a comprender sobre nuestro entorno en otros momentos del tiempo. La Tierra en el pasado no siempre fue habitable; la galaxia no fue siempre el escenario estable y pacífico que conocemos. Y empezamos a tener herramientas suficientes para predecir que en algún momento del futuro van a dejar de serlo. Este es el viaje que os proponemos en el día de hoy: descubrir que casi nada en el cosmos va a durar para siempre.
Los tiempos que nos encontraremos en este viaje serán a veces muy largos; otras, inconcebibles. Para ayudarnos en el trayecto algunas referencias pueden sernos útiles: la especie humana lleva 200 000 años sobre nuestro planeta; los dinosaurios lo dominaron durante 140 millones de años; los animales y plantas modernos aparecieron hace 600 millones; la vida en la Tierra, hace casi 4000 millones. El Sol y el Sistema Solar llevan existiendo 4600 millones de años, y el origen del universo, el evento que llamamos big bang, nos remonta a hace 13 800 millones de años.
Armados solo con estos pocos números y algo de física vamos a imaginar el futuro. Es realmente un buen momento para haber nacido. Aunque solo sea para ver desde la barrera cómo el universo se desintegra.
El fin de la vida en la Tierra

La primera parada de nuestro viaje no nos lleva muy lejos: 800 millones de años en el futuro. Algunas cosas en nuestro planeta han cambiado, como la forma de los continentes y las constelaciones en el cielo. Los días y las noches son más largos; el aire es húmedo y hace algo de calor. De vuelta al cielo, el Sol parece un poco más grande y brillante de lo que estamos acostumbrados; la Luna, en cambio, se ve un poco más pequeña. Pero lo más perturbador es que la Tierra parece vacía. Los continentes son marrones, grises y amarillos. Los océanos siguen ahí, pero son solo eso: agua. Parece como si estuviéramos ante una mala imitación, un experimento en el que algo salió dramáticamente mal. Cuesta reconocer en este desierto silencioso lo que durante millones de años había sido un vergel.
La explicación nos enseña que las leyes de la naturaleza no siempre juegan a nuestro favor. Como sabéis, las plantas son el sustento de casi toda la vida en nuestro planeta. Ellas toman luz del Sol y CO2 de la atmósfera y los transforman en azúcares que luego se pueden comer. Se los comen ellas… y nos los comemos nosotros, claro. Las plantas no son los únicos seres capaces de transformar materia inorgánica en comida, pero sí son las que han aprendido a hacerlo de forma más eficiente. Podríamos decir que para ellas el CO2 y la luz son, en cierta manera, una forma muy cruda de comida que han aprendido a digerir.
En el futuro una conspiración que involucra a nuestra estrella y a la química atmosférica hará que el imprescindible CO2 sea un recurso cada vez más escaso. El Sol, en su evolución natural como estrella, está aumentando su brillo de forma lenta pero continua: cada 100 millones de años su luminosidad aumenta un 1 %. Aquí en la Tierra hay un proceso químico que es sensible a la temperatura: el ciclo del carbonato-silicato extrae CO2 de las rocas cuando las temperaturas son bajas y transforma el CO2 en piedras cuando son altas. Es un proceso muy lento, tarda medio millón de años en actuar, pero solemos pensar en él como una especie de termostato geológico: si hay mucho CO2 en la atmósfera y el efecto invernadero calienta el planeta, el ciclo secuestra el CO2 en forma de piedras para que bajen las temperaturas; si hace frío, lo libera y las temperaturas suben.
La conjunción de estos dos factores será fatal para la vida vegetal de la Tierra: el aumento en la luminosidad del Sol calentará el planeta; fiel a su programación, el ciclo del carbonato-silicato empezará a convertir CO2 de la atmósfera en piedras. Pero ahora no porque haya un efecto invernadero demasiado fuerte, sino porque el Sol está calentando la Tierra, y el Sol no va a dejar de hacerlo. Ciegamente, el ciclo retira más y más CO2 del aire y las plantas empiezan a notar que les falta comida.
No todas las plantas se ven afectadas inmediatamente. Las primeras en caer son las que utilizan la fotosíntesis de los tres carbonos, que es menos eficiente y necesita más CO2. Este grupo incluye el 90 % de las especies actuales, incluyendo todos los árboles. Durante millones de años todas esas especies languidecen hasta extinguirse, más o menos dentro de 600 millones de años. Tal vez algunas evolucionen hacia fotosíntesis más eficientes y logren llegar un poco más lejos.
También resistirán un poco más las plantas que emplean fotosíntesis de cuatro carbonos, como muchas hierbas y la mayoría de los cactus. Durante un periodo que puede parecer largo, de 200 millones de años, se convierten en las plantas dominantes del planeta. Pero ese periodo tiene un final anunciado: el Sol sigue aumentando su brillo y el carbonato-silicato sigue retirando CO2 del aire. Al llegar a la Tierra de dentro de 800 millones de años la atmósfera es tan pobre en CO2 que ninguna planta conocida puede sobrevivir. Es posible que algún grupo encuentre una fotosíntesis todavía mejor, será sin duda un momento apasionante para la biología evolutiva, pero el fin está sellado.
Con las plantas mueren los animales. Es una extinción lenta, programada, nada que ver con la de los dinosaurios. En algunos lugares a lo largo de la Tierra algunas especies de bacterias y arqueas sobreviven: obtienen su comida de otra manera, menos dependiente del CO2. Las bacterias siempre han sido las grandes inventoras del árbol de la vida; encontrarán, sin duda, una manera de resistir hasta el final, pero es difícil que logren llenar el planeta de vida como lo han hecho las plantas durante más de 1000 millones de años. El tiempo de la vida está llegando a su fin, y esto es solo el principio.
El fin del sistema solar
La frágil superficie terrestre, como hemos visto, es muy sensible a los cambios en nuestro entorno, incluso a los pequeños: un poco más de luz solar puede ser suficiente para cambiar el clima, o la química de la atmósfera. En comparación, nuestro vecindario planetario es extremadamente estable: nació hace 4600 millones de años y, aunque tuvo un periodo inicial un poco convulso, viene presentando la misma cara en los últimos 3800 millones. Un planeta gigante, Júpiter, domina la escena; otros siete, de los cuales cuatro son muy pequeños, ocupan órbitas privilegiadas; y un gran número de cuerpos menores, que se ven sometidos a la dictadura de los planetas, habitan varias regiones en el interior y el exterior del sistema. Este paisaje perdurará todavía durante otros 7500 millones de años.
La razón de que nuestro club planetario sea tan estable es muy sencilla: la fuerza que domina todo el sistema solar es la gravedad, y la práctica totalidad es ejercida por el Sol. El Sol contiene el 99,9 % de la masa de nuestro sistema, y el otro 0,1 % es básicamente Júpiter. Este reparto hace imposible que ningún planeta pueda disputarle a Júpiter la primacía, y el propio Júpiter es irrelevante comparado con el Sol. El poder absoluto, en definitiva, es garantía de estabilidad. Pero cuidado, porque el razonamiento puede leerse también al revés: si el poder central flaquea todo el sistema se tambaleará. Nuestro Sol no es eterno, y todo lo que le pase va a tener consecuencias para el resto de la familia.
En la actualidad el Sol vive la etapa más estable de su vida. En su núcleo, el hidrógeno calentado hasta 15 millones de grados se fusiona, forma helio y libera calor. Pasará otros 7000 millones de años en esta fase, durante los cuales lo más noticiable será que el núcleo del Sol se volverá más denso, a medida que acumula helio. Más denso significa más pequeño, así que las capas que están encima del núcleo irán cayendo a profundidades mayores, donde la gravedad es más intensa. Aplastadas por la gravedad, esas capas se calentarán y empezarán a fusionar el hidrógeno más rápido: el Sol, como ya sabíamos, irá haciéndose poco a poco más brillante. Esto, que tendrá consecuencias catastróficas para el clima de la Tierra, no afectará demasiado al sistema solar.
La situación empezará a caldearse cuando el Sol abandone su fase de madurez, dentro de 7000 millones de años: con un núcleo de helio cada vez más grande pero una temperatura demasiado baja para que fusione, toda la región interior del Sol quedará a merced de la gravedad, que la aplasta con fuerza. Además del núcleo también se comprimen las capas superiores donde se está fusionando el hidrógeno. Esas capas alcanzan temperaturas tan altas que el calor procedente de la fusión empuja a las capas externas hacia fuera. El Sol empieza a crecer hasta convertirse en un leviatán un millón de veces más grande de lo que es hoy: es una gigante roja. En el proceso engulle al pobre Mercurio, que solo pasaba por allí. Quizá también a Venus.
En la fase de gigante roja la superficie del Sol está sometida a tanta presión desde el interior y está tan lejos del núcleo que la gravedad no puede contenerla. Empieza, literalmente, a evaporarse, y las partículas que salen de ella a toda velocidad forman un potentísimo flujo, el viento solar. A lo largo de 200 millones de años el Sol pierde hasta el 50 % de su masa de esta manera. Los planetas que no tienen un campo magnético poderoso son barridos por el viento y pierden sus atmósferas. La Tierra, Marte y Venus, si es que aún existe, sufrirán este destino.
A medida que el Sol pierde masa otro fenómeno tiene lugar: los planetas, que se movían a la velocidad adecuada para contrarrestar la gravedad solar, se encuentran con cada vez menos gravedad. Visto de otra manera, van demasiado rápido para este nuevo Sol cada vez más ligero. Como consecuencia empiezan a «escapar», alejándose del Sol. Ninguno podrá huir del sistema solar de esta manera, pero todo el sistema planetario reculará, alejándose a medida que su líder se descompone.
El Sol vivirá varios de estos episodios. En los últimos, que durarán menos de 500 000 años, las reacciones nucleares se encenderán violentamente alrededor del núcleo y, como una convulsión, expulsarán todo el material que haya por encima. Terminados estos estertores en el centro del sistema solar solo quedará el núcleo de la antigua estrella, extremadamente caliente pero no lo suficiente como para continuar las reacciones de fusión. A su alrededor quedará una hueste de planetas consumidos, azotados durante millones de años por vientos estelares y privados de su principal fuente de energía. Este es el aspecto que tiene un sistema planetario moribundo.
El fin del Sol
Aun después de arrasar el vecindario, el Sol seguirá brillando. Ya no será una «estrella» en el sentido habitual, porque no habrá reacciones nucleares en su interior. Será una bola caliente de carbono y oxígeno, más o menos del tamaño de la Tierra, pero con tanta masa como la mitad de una estrella: un objeto ultradenso conocido como enana blanca. De su etapa de estrella heredará una temperatura de millones de grados, pero hasta eso es insuficiente para encender el horno nuclear del carbono y el oxígeno, así que permanecerá como una esfera inerte que poco a poco va radiando su calor hacia el espacio.
Este es el futuro que les aguarda a muchas estrellas, a todas aquellas que son ligeras y no terminan su vida en una explosión de supernova. Las enanas blancas son uno de los tres tipos de remanente estelar, lo que queda cuando la estrella ha agotado su combustible nuclear. La historia es siempre parecida: sin reacciones nucleares para frenar a la gravedad esta aplasta el cuerpo de la estrella y el aplastamiento desencadena una reacción violenta. Las estrellas pequeñas, como nuestro Sol, dejan una enana blanca después de vomitar sus capas externas; en las estrellas grandes la reacción es mucho más dramática e involucra una gran explosión, una supernova. En este último caso el remanente puede ser una estrella de neutrones, si la masa inicial era moderada, o un agujero negro, una región del espacio en la que la gravedad es tan intensa que nada puede escapar.
Es tentador pensar en los remanentes estelares como «cadáveres de estrellas», objetos inertes que ya han recorrido su vida útil y no tienen nada interesante que hacer más allá de surcar el espacio silenciosamente y apagarse poco a poco. No nos equivoquemos. Los tres tipos de remanente son cuerpos muy densos y con campos gravitatorios intensos, y lo que mejor se les da es engullir cualquier cosa que se encuentren en su camino. Las enanas blancas pueden robarle materia a otra estrella y, al calentarla, desencadenar explosiones extremadamente violentas; las estrellas de neutrones, si consiguen engordar por encima de tres veces la masa del Sol, se convierten en agujeros negros. Y los propios agujeros negros no tienen límite conocido para su apetito; además, como veremos, les aguarda mucho protagonismo en los capítulos finales de la historia del universo.
Pero la importancia de los remanentes estelares no termina en las aventuras que puedan tener por su cuenta: su misma existencia afecta a la evolución del universo. Cuando una estrella nace recoge material de una nube de polvo y lo calienta hasta que empiezan las reacciones nucleares. Cuando muere parte de ese material es devuelto al medio interestelar, pero otra parte se queda secuestrado dentro de los remanentes. La materia de una enana blanca o una estrella de neutrones difícilmente servirá para que nazcan nuevas estrellas. Así que, poco a poco, con la muerte de cada estrella, la materia prima se va agotando. El universo está en una carrera que lo lleva únicamente a un destino: el nacimiento de la última estrella. Estimamos que ese evento tendrá lugar dentro de 100 billones de años. Para que nos hagamos una idea, el tiempo transcurrido desde el big bang es solo un 0,01 % de esa cantidad. La última estrella nos espera en un futuro extraordinariamente remoto, es verdad, separado de nosotros por un muro de tiempo casi inconcebible, pero inquietantemente finito.
El universo no terminará con la luz de la última estrella. En un cosmos sin estrellas vivas todavía habrá una fuente de luz: las enanas blancas, brillando como luciérnagas en un espacio cada vez más oscuro. Las que no se hayan destruido en alguna colisión fortuita y tampoco hayan engordado lo suficiente para destruirse a sí mismas seguirán enfriándose cuando la última estrella se apague. Por aquel entonces la mayoría de ellas estarán tan frías que solo serán brillantes en las microondas o en las ondas de radio: primero habían sido blancas y azuladas, después rojas, pero ahora se habrán convertido en enanas negras, y tal vez por entonces sean los objetos más abundantes del cosmos.
Poco a poco, parsimoniosamente, seguirán enfriándose. En el futuro de dentro de 1000 billones de años la mayoría de las enanas negras, incluyendo la de nuestro Sol si es que sigue existiendo, apenas estarán un par de grados por encima del cero absoluto. Y seguirán enfriándose. Tal vez tengan toda la eternidad para hacerlo.
El fin de la Vía Láctea
Las galaxias tampoco son eternas. Y ojo, no me refiero a que chocan y se fusionan y dan lugar a galaxias gigantes. Seguramente habréis leído que la Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda van a colisionar en un futuro a medio plazo. Algunos hasta han buscado un nombre para la futura galaxia: «Lactómeda», un término que no es menos Frankenstein que el objeto al que se refiere. Pero aun estas galaxias gigantes siguen siendo, al fin y a la postre, galaxias. Debo insistir: ninguna galaxia es eterna. Y para desmantelarlas solo necesitamos las leyes de Newton.
¿Qué es una galaxia, en definitiva? Una isla de estrellas en medio del espacio. Pero hemos dicho hace un momento que esas estrellas tienen fecha de caducidad: a lo largo de los próximos 1000 billones de años todas las galaxias del universo van a ir sustituyendo sus componentes estelares, calientes y brillantes, por enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros, remanentes mucho más fríos y oscuros. Un habitante del mundo de dentro de 1000 billones de años, si es que tal cosa existe, posiblemente diría que una galaxia es «uno de esos enjambres de objetos fríos que orbitan en torno a un centro común». Las galaxias van a cambiar de cara; a medida que el universo se apaga ellas también van a hacerse frías y oscuras, quizá iluminadas de tanto en tanto por la colisión de dos cuerpos despistados que tuvieron mala suerte. Podríamos argumentar que una galaxia apagada ya no es una galaxia, es otra cosa. Pero para lo que hemos venido aquí nos va a dar igual: esa «otra cosa» va a morir también.
La razón es insultantemente sencilla. En esos enjambres de objetos, ya sean fríos o calientes, cada uno sigue su propia órbita alrededor del centro. Según el tipo de galaxia de que estemos hablando, esas órbitas estarán confinadas en un disco más o menos plano o serán más libres, y todas juntas configurarán una esfera o un elipsoide. En cualquiera de estos casos, ocasionalmente uno de los miembros del enjambre pasará cerca de otro. Si la cercanía es suficiente podrán interaccionar a través de la gravedad: tirarán el uno del otro como si una cuerda los mantuviera unidos, y cuando se alejen esa «cuerda gravitatoria» se esfumará. Como resultado del encuentro sus velocidades habrán cambiado: normalmente el más ligero habrá ganado velocidad y el más pesado la habrá perdido; el primero, gracias a su velocidad extra, se alejará un poco del centro galáctico; el segundo, con menos energía para oponerse a la gravedad, caerá un poco hacia el interior de la galaxia.
Estos encuentros solo ocurrirán muy de vez en cuando, pero lo bueno del universo es que tiene todo el tiempo del mundo. Después de muchos de estos eventos de ballet gravitatorio los cuerpos ligeros conseguirán suficiente velocidad para escapar de la gravedad de la galaxia, mientras que los pesados se acumularán cada vez más en el centro. Cómo ocurra esto exactamente depende de la composición inicial de la galaxia, pero estimamos que más del 90 % de los objetos serán expulsados y la galaxia se reducirá a una fracción de su masa inicial concentrada en una nube esférica alrededor del centro. Serán necesarios cerca de 100 trillones de años para alcanzar esta configuración. Durante ese tiempo la idea de pasar una tarde emocionante consistirá en ver a una enana negra pasar a medio año luz de otra.
El epílogo de esta historia lo cuentan los cuerpos que todavía permanecen en órbita alrededor del centro galáctico. Como los encuentros cercanos han seleccionado a los objetos más pesados de la galaxia, la nube esférica está llena de agujeros negros. Y ya sabéis lo que se les da bien a los agujeros negros: poco a poco irán recolectando cualquier otro cuerpo que se acerque demasiado a ellos; cuando sean dos agujeros negros los que se encuentren frente a frente se fusionarán y formarán otro agujero negro mayor. En un tiempo muy breve este proceso escalará, y lo que quedaba de la galaxia se convertirá en un solo y gigantesco agujero negro, con una masa equivalente a billones de soles y un tamaño mayor que el del sistema solar. Este será el fin de las galaxias: solo quedarán cuerpos fríos flotando libres por el espacio intergaláctico y en el centro un solitario monstruo hambriento.
El fin del universo
Después de la muerte de las galaxias la estructura del universo se ha vuelto bastante más simple. Esencialmente tenemos dos clases de objetos: los agujeros negros y los que intentan no caer en un agujero negro. Y por una vez la física conspira para salvar a los segundos en lugar de para destruirlos. La expansión del universo es tan eficiente separando regiones del cosmos que cuando llega la época en que las galaxias se desintegran cada una de ellas ya está aislada en su pequeño pedazo de universo. La galaxia más cercana siempre queda tan lejos, y el espacio que las separa se expande tan rápido, que haría falta moverse más rápido que la luz para llegar de la una a la otra. Como ningún objeto material puede moverse más rápido que la luz, los cuerpos que van siendo eyectados de las galaxias saben que no se van a encontrar con nadie en su camino. Tampoco pueden volver, porque han escapado a la gravedad de su galaxia. Simplemente se adentran en el espacio intergaláctico, más vacío y oscuro que nunca, y se pierden para siempre.
Entre tanto, los agujeros negros supermasivos que han engullido lo que quedaba de las galaxias han terminado su festín y no les queda nada para comer. En el universo que pueden ver lo único que hay es cuerpos ligeros huyendo a toda velocidad y una gran enormidad de espacio vacío. La física en este punto se vuelve incierta: ¿qué le sucede a un agujero negro con el paso de cuatrillones o de quintillones de años? No podemos estar seguros, porque hemos observado pocos agujeros negros y siempre de forma indirecta. Es posible que un agujero negro aislado simplemente pase a un estado de latencia del que nunca despierte. En ese caso la historia del universo terminaría aquí, con muchos agujeros negros dormidos por toda la eternidad.
Pero hay otra posibilidad. En 1974 Stephen Hawking nos regaló un cálculo según el cual los agujeros negros deberían evaporarse. En ese trabajo describía que cuando se forma un agujero negro el espacio a su alrededor se llena de partículas de forma espontánea. Estas partículas, llamadas radiación de Hawking, parecen radiar del agujero negro, y en principio aparecen de la nada. Como sabemos que la materia no puede aparecer de la nada, la única opción es que esas partículas le estén robando energía al agujero negro. Literalmente, el agujero negro se va consumiendo mientras su masa escapa al espacio en forma de radiación. Si Hawking está en lo cierto los agujeros negros deberían ser de todo menos negros.
No sabemos si la radiación de Hawking es real, pero si lo fuese los agujeros negros no serían eternos: se evaporarían, llegaría un momento en que consumirían toda su masa. El cálculo de Hawking es muy concreto en este sentido: cuanto más pequeño es el agujero negro más caliente es la radiación que emite y más rápido se evapora. Por ejemplo, un agujero negro con tanta masa como un asteroide de buen tamaño brillaría de color rojo, como una estrella fría. Lo que lo diferenciaría de una estrella es que sería del tamaño de un virus y que aun así tardaría en evaporarse casi un sextillón de años.
Ahora volvamos a nuestros agujeros negros galácticos e imaginemos que se evaporan a través de la radiación de Hawking. De repente todo un capítulo de la historia del universo, el más largo de todos, los tiene a ellos como protagonistas. Solos en medio del cosmos, empiezan extremadamente fríos, emitiendo partículas de tan baja energía que ni siquiera las podríamos detectar. Pasan en este estado un tiempo tan largo que es casi delirante: un hexadecillón de años, uno de los tiempos más amplios imaginados por la física. Pero poco a poco, con paciencia, van perdiendo masa y calentándose. Durante otro periodo extremadamente largo están literalmente calientes, emiten en el infrarrojo. Después se vuelven rojos, blancos y azules a medida que se van haciendo más pequeños que una bacteria, que una molécula, que un átomo. Y finalmente, en una etapa efímera de sus vidas, estallan en una pequeña explosión de rayos gamma. Del monstruo inicial ya no queda nada.
Con esto, el universo llega a su fin. Todo lo que queda en él es radiación dispersándose en todas direcciones y un puñado de objetos fríos aislados en medio del espacio vacío. Así es como lo vemos hoy, pero ya estamos esperando a saber qué cambiará con lo que aprendamos mañana.
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Para saber más:
Adams, G. Laughlin, «A Dying Universe: The Long Term Fate and Evolution of Astrophysical Objects», Reviews of Modern Physics, 69, 337 (1997).

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