Aprobación de la primera terapia efectiva para tratar dos enfermedades graves de la sangre, anemia falciforme y beta talasemia, basada en las, ya famosas, herramientas CRISPR de edición genética.
Dos investigaciones básicas convergen en una aplicación terapéutica - Gen-Ética (naukas.com)
Dos investigaciones básicas convergen en una aplicación terapéutica
El avance biomédico más relevante del año 2023 se ha hecho esperar. Cuando las revistas Nature y Science ya tenían seguramente preseleccionados los descubrimientos del año que, en su parecer, querían destacar, se estaba empezando a gestar la que, en mi opinión, es la gran noticia de la investigación en biomedicina que hemos conocido en 2023: la aprobación de la primera terapia efectiva para tratar dos enfermedades graves de la sangre, anemia falciforme y beta talasemia, basada en las, ya famosas, herramientas CRISPR de edición genética.
Esta novedosa aplicación terapéutica deriva de dos investigaciones básicas que a la postre demostraron ser indispensables para el éxito actual. La ciencia básica siempre suma y aporta, aunque solamente permita satisfacer la innata curiosidad de las personas de ciencia para comprender un diminuto aspecto del mundo en el que vivimos. Aunque tarde años en ser el pilar sobre el que edificar nuevos hallazgos o tratamientos. Aunque la mayoría de las veces mantenga su categoría de observación peculiar durante mucho tiempo, a la espera de que algún investigador o investigadora se acerque a ella con otros ojos, desde otra perspectiva, y relacione elementos que hasta entonces carecían de vínculos aparentes.
La primera de las investigaciones básicas es el descubrimiento de uno de los sistemas de defensa adaptativos que desarrollaron bacterias y arqueas desde hace miles de millones de años. Este sistema inmunitario de microorganismos procariotas, extraordinariamente eficaz (aunque no infalible) contra infecciones por virus y plásmidos, fue intuido en 2003 por Francis Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante. Mojica llevaba ya más de diez años investigando unas curiosas agrupaciones de secuencias repetitivas y únicas, presentes en el genoma de la mayoría de bacterias y arqueas que él mismo había nombrado como CRISPR (pronunciado crísper), acrónimo en inglés de Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats. Este fenomenal hallazgo sin embargo no vería la luz hasta 2005, cuando Mojica y colaboradores lograría publicarlo en una revista científica digna (Journal of Molecular Evolution) pero alejada de los grandes títulos que, uno tras otro, habían dudado de la relevancia y hasta la veracidad de este descubrimiento. Afortunadamente ese artículo suscitó el interés y la curiosidad de otros microbiólogos, como Jillian Banfield, investigadora de Berkeley, que tras leerlo y descubrir que las moléculas de ARN podían ser el mecanismo que explicara el funcionamiento de los sistemas CRISPR fue a contárselo a su colega Jennifer Doudna, bioquímica especialista en estructuras moleculares, que desde su misma universidad ya era un referente en investigaciones sobre ARN. En marzo de 2011 Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier coincidieron en un congreso de microbiología en San Juan (Puerto Rico). Charpentier, una joven microbióloga que acababa de descubrir uno de los elementos esenciales de los sistemas CRISPR bacterianos, naturalmente otra molécular de ARN que hasta ese momento había permanecido oculta a los investigadores, decide colaborar con Doudna y aproximadamente un año y medio más tarde, en junio de 2012, publican en la revista Science la descripción de los componentes de uno de esos sistemas CRISPR, el que posee la bacteria patógena Streptococcus pyogenes. Se trata de un sistema dual formado por una nucleasa (Cas9), que corta la doble cadena del ADN, y una molécula de ARN guía, que dirige la nucleasa a una determinada secuencia del genoma de un ser vivo, complementaria a la secuencia de ese ARN. De inmediato Charpentier y Doudna captaron la relevancia de su trabajo y deslizaron al final del mismo una frase que, a la postre, merecería el premio Nobel de Química que compartieron en 2020. La frase decía así: «We propose an alternative methodology based on RNA-programmed Cas9 that could offer considerable potential for gene targeting and genome editing applications«. Su propuesta fue validada experimentalmente por diversos grupos en 2013 y el resto ya es una historia de éxitos científicos que acompañan a estas herramientas CRISPR de edición genética.
La segunda de las investigaciones básicas es también producto de la perseverancia en tratar de entender el funcionamiento, a nivel molecular, de una de las agrupaciones génicas más estudiadas de nuestro genoma: el locus de las beta globinas. La beta globina se combina con la alfa globina (dos moléculas de cada) para formar la hemoglobina, la proteína que se acumula en nuestros glóbulos rojos sanguíneos y que es la responsable de llevar el oxígeno desde nuestros pulmones al resto de células del cuerpo. Un solo gen codifica la alfa globina mientras que son varios los genes que codifican la beta globina y que van activándose sucesivamente a lo largo del desarrollo. En primer lugar se enciende la épsilon globina, que se asocia con la alfa globina durante los primeros tres meses de desarrollo embrionario. Tras ella aparece la gamma globina que seguirá activa hasta el nacimiento, momento en el cual aparece la beta globina propiamente dicha, que toma el relevo y seguirá activa durante toda la vida adulta. Esta sucesión de acontecimientos está altamente regulada por la región controladora de locus (LCR), un súper potenciador transcripcional (superenhancer) ubicado en la región 5′ (a la izquierda, aguas arriba) del gen épsilon globina. Hacia la derecha aparecen los genes gamma (que son dos, G y A) y finalmente el gen beta globina, el más alejado de todos de la LCR. Esta peculiar organización de los genes beta globina y el papel principal de la LCR se descubrió en el laboratorio de un investigador holandés, Frank Grosveld, en 1989, trabajo en el que participó un investigador español, Miguel Ángel Vidal (CIB-CSIC). Grosveld determinó en 1997 que el orden de expresión de los sucesivos genes beta globina venía determinado por su posición, siendo siempre el más próximo a la región LCR el que permanecía activo. Para ello era necesario apagar sucesivamente los genes próximos a la LCR, para así permitir que el siguiente, más alejado, empezara a funcionar. Las proteínas represoras son las que se encargan de mantener un gen apagado. En 2008, el laboratorio de Stuart Orkin, descubrió uno de estos represores: la proteína BCL11A, que era la responsable de mantener inactivos los genes gamma globina en adultos (permitiendo así la expresión del gen beta globina). En ese artículo de Orkin encontramos una frase, con la que cierra el resumen del trabajo, que sería premonitoria. La frase decía así: «BCL11A emerges as a therapeutic target for reactivation of HbF in β-hemoglobin disorders«. En efecto, si BCL11A era el represor de los genes gamma globina, responsable de que estos estuvieran inactivos en la vida adulta, si fuéramos capaces de inactivar el gen BCL11A entonces deberíamos poder reactivar los genes gamma globina en adultos, lo cual podría tener consecuencias terapéuticas para enfermedades graves de la sangre, como la anemia falciforme o la beta talasemia, que cursan con mutaciones o alteraciones en la expresión del gen beta globina, respectivamente. La supresión del papel de BCL11A volvería a encender los genes gamma globina que, al estar situados más cerca de la región LCR, competirían con el gen beta globina mutado (situado más lejos) y acabarían por dominar la expresión del locus, substituyendo en adultos la beta globina por la gamma globina, generando así de nuevo una hemoglobina fetal que ahora sería activa en la vida adulta. Sin embargo, no era posible eliminar por completo al gen BCL11A, necesario para otras funciones del sistema hematopoyético. La solución la encontró Dan Bauer, discípulo de Orkin, en 2015 al proponer eliminar el enhancer, el potenciador transcripcional, del gen BCL11A mediante una deleción mediada por las herramientas CRISPR, cuyo uso para cortar secuencias específicas de ADN se conocía ya desde 2013. Con ello se conseguía reducir significativamente la expresión del gen sin eliminarla por completo.
Así fue como, en 2015, convergieron dos investigaciones básicas (el uso de herramientas CRISPR para editar el genoma y la inactivación parcial del gen BCL11A para reactivar los genes gamma globina) que demostraron que era posible alterar el curso normal de activación de los genes del locus de las beta globinas, reactivando genes gamma globina intactos para reemplazar al gen beta globina mutado (en el caso de la anemia falciforme) o con la expresión alterada (en el caso de la beta talasemia). Tras los primeros estudios in vitro, con células hematopoyéticas siguieron las investigaciones preclínicas en modelos animales, en ratones, donde igualmente se demostró la substitución de la beta por la gamma globina en adultos. Finalmente es en 2018 cuando se lanza el primer ensayo clínico (fases 1, 2 y 3) para evaluar la seguridad y eficacia de este tratamiento innovador en pacientes de anemia falciforme y beta talasemia. Estas dos patologías de la sangre pertenecen al grupo de las enfermedades raras, por su baja frecuencia de aparición en la población. La anemia falciforme afecta a 1 de cada 5.000/10.000 personas nacidas, mientras que la beta talasemia es mucho menos prevalente. Sin embargo, son centenares de miles de personas las que nacen anualmente con anemia falciforme, mayoritariamente en África y sudeste asiático, y son millones (8 millones en 2021) quienes conviven con esta enfermedad hoy en día. Estas personas necesitan transfusiones de sangre de forma regular (varias cada mes) y están expuestas a episodios de oclusión vascular que pueden aparecer en cualquier parte del cuerpo, producidos por el taponamiento de vasos sanguíneos causado por la forma extraña que adoptan los glóbulos rojos en las personas con anemia falciforme (en forma de media luna, o de hoz, de ahí su nombre), causada por la polimerización anormal de la beta globina mutada que se acumula en grandes cantidades en el citoplasmas de los hematíes. Estas embolias, dolorosísimas, pueden provocar la muerte (por infarto de miocardio o por ictus cerebral, por ejemplo) o ser altamente discapacitantes en las personas que conviven con anemia falciforme. Se cree que el 50% de las personas que nacen con esta enfermedad congénita en África no llegará a cumplir los 5 años de edad, mientras que la mortalidad en países occidentales, donde son posibles los tratamientos, supone alrededor del 1% de los enfermos, aunque estudios recientes elevan esta cifra al 5%. El tratamiento médico existente, hasta el momento, era el trasplante de médula ósea de un donante compatible, que no siempre es posible. También está disponible la administración crónica de hidroxiurea, que consigue reactivar parcialmente el gen gamma globina, aunque conlleva graves efectos secundarios.
En julio de 2019, Victoria Gray fue la primera paciente en recibir esta terapia génica CRISPR experimental, en EE.UU. La terapia requiere obtener células madre hematopoyéticas de la médula ósea de la paciente, cultivarlas en el laboratorio para aplicar las herramientas CRISPR que eliminan el enhancer del gen BCL11A, verificar que la deleción ha ocurrido según lo planeado y retornar estas células editadas a la misma paciente, no sin antes haberla expuesto a una dosis alta de quimioterapia que elimina todo resto de células hematopoyéticas defectuosas de su médula ósea. Las nuevas células madre hematopoyéticas, editadas con CRISPR, se trasplantan a la paciente y se espera que aniden en la médula ósea y empiecen a fabricar todas las células de la sangre, incluídos los glóbulos rojos, que ahora ya no acumularan la beta globina mutada sino que producirán de nuevo la gamma globina que restaurará la función normal de la hemoglobina en estas personas. La terapia requiere la hospitalización durante un par de meses. Victoria Gray, tras un año y medio de este tratamiento único, consiguió reemplazar casi por completo su beta globina mutada por la gamma globina. Los resultados se conocieron a finales de 2020 y aparecieron publicados en la revista New England Journal of Medicine a principios de 2021. Tras Victoria Gray fueron varias decenas de pacientes con anemia falciforme o con beta talasemia los que fueron tratados, mayoritariamente con éxito, con esta terapia CRISPR. La seguridad y eficacia del tratamiento propició que, el 16 de noviembre de 2023, la agencia reguladora del medicamento británica (MHRA) aprobará de forma pionera este tratamiento, para pacientes de 12 o más años con anemia falciforme o beta talasemia. El tratamiento se aprobó bajo el nombre de Casgevy, producido por dos empresas farmacéuticas, Vertex Pharmaceuticals y CRISPR Therapeutics. Esta última empresa había sido fundada por Emmanuelle Charpentier. A la aprobación británica le siguió la aprobación por parte de la FDA norteamericana, que aprobó el tratamiento el 8 de diciembre de 2023. Finalmente, la agencia europea del medicamento (EMA) recomendó la autorización de este tratamiento el 15 de diciembre de 2023, aunque, a diferencia del Reino Unido y de EE.UU. en Europa todavía deberemos esperar a la autorización de la Comisión Europea, de las agencias nacionales reguladoras (como la AEMPS en España) y, en nuestro país, de la asignación de un precio por parte de la comisión correspondiente del Ministerio de Sanidad, encargada de acordar un precio para cualquier medicamento o tratamiento que deba ser administrado en nuestros hospitales.
Resueltos los problemas científicos y clínicos asociados a la anemia falciforme o la beta talasemia por el tratamiento con Casgevy, capaz de curar estas enfermedades tras una sola administración, tan solo nos queda resolver lo más importante: cómo llevar esta terapia a todos los enfermos que la necesitan. Son más de cuatrocientos mil las personas que nacen anualmente con anemia falciforme en el mundo, en su mayoría en África y Asia. Y todas ellas deberían poder aspirar a ser tratadas con Casgevy, en cumplimiento del cuarto principio de bioética, el de justicia, que garantiza que toda terapia que desarrollemos debería estar disponible para todo aquel que la necesite, no solamente para quienes puedan sufragar sus costes. En EE.UU. hemos conocido que el precio acordado para este tratamiento es de 2,2 millones de dólares por paciente. Una sencilla multiplicación nos llevara a constatar que, desgraciadamente, va a ser muy difícil, sino imposible, actualmente, llevar esta terapia a todos los enfermos que podrían beneficiarse de ella. Este es un problema fundamentalmente económico pero también un dilema ético de primera magnitud. El principal problema al que se enfrenta esta nueva terapia CRISPR es de accesibilidad. Lograr que Casgevy (y todas las terapias para otras enfermedades congénitas que seguirán) sea accesible a los enfermos debería ser el reto a resolver para un futuro inmediato. Resulta moralmente indefendible pensar que estas costosísimas terapias solamente van a estar disponibles para unos pocos afortunados que, en estos momentos, puedan costeárselas. Debemos trabajar para conseguir que los sistemas nacionales de salud acuerden precios razonables que salvaguarden el legítimo derecho que tienen las empresas farmacéuticas a obtener un beneficio de las inversiones realizadas para desarrollar la terapia. Sin olvidar que el origen de estos tratamientos innovadores lo encontramos en investigaciones básicas, como las dos protagonistas de esta historia, financiadas generalmente con recursos públicos.
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