Un golem movido por bacterias
Un
temible monstruo de barro, con apariencia de hombre gigante, se mueve
por la pantalla, en blanco y negro, aterrorizando al espectador de 1920.
Es El golem. La película de Paul Wegener,
hoy un clásico del cine expresionista alemán, explota el miedo a ese
ser parecido al hombre que no razona ni responde a pensamientos
complejos, sino solo a órdenes simples e instintos. Porque en cualquier
momento puede descontrolarse provocando la destrucción y la muerte. Algo
que no harán los más racionales y comedidos seres humanos que conviven
con él. A menos, claro, que lleven dentro de sí algo tan instintivo como
ese monstruo de barro extraído de las leyendas judías. Y a la luz de
las últimas investigaciones, puede que ese golem habite en nosotros,
dominándonos de un modo del que no somos conscientes.
Nuevas
teorías científicas proponen que la microbiota, el conjunto de bacterias
que habita nuestro intestino, puede dominar algunos aspectos de nuestra
conducta. Para entender cómo lo hacen es crucial conocer el
funcionamiento de nuestro sistema nervioso entérico. Sus neuronas,
idénticas a las del órgano que rige el pensamiento, se extienden en una
red que rodea el esófago, el estómago, y ambos intestinos, delgado y
grueso, llegando hasta el ano. Se ha estimado su número en 500 millones,
una minúscula cantidad si la comparamos a los 86.000 millones del
cerebro, cifra obtenida por la neurocientífica Suzana Herculano-Houzel.
Dada la diferencia, no es probable que esas tripas intestinales tengan
la más mínima capacidad para pensar y, por tanto, de tomar decisiones
por nosotros. Pero sí se mantienen en contacto permanente con nuestro
cerebro. Enviándole una serie de informaciones sobre el proceso
digestivo que nos proporcionan un profundo placer.
Lo que
nos hace tan agradable el digerir son las sustancias liberadas en el
sistema entérico: serotonina, dopamina, leuencefalina, y metencefalina.
No es casual que sus nombres parezcan referirse a algo que nos
dispensarían en una farmacia, porque sus placenteros efectos no son muy
diferentes de los de ciertas drogas. Nada ilustra mejor cómo mejoran
nuestro estado de ánimo que el orgasmo, pues ese proceso fisiológico
también aumenta nuestros niveles de serotonina y dopamina. Las otras dos
sustancias mencionadas, leuencefalina y metencefalina, son endorfinas, y
por tanto generan la misma sensación analgésica que los opiáceos.
Obviamente, ningún ser humano necesita la ciencia para descubrir que
comer es una actividad placentera, incluso si ignora todo lo anterior.
Pero sus descubrimientos comienzan a desvelarnos que es la microbiota
quien nos influye para elegir ciertos alimentos, y que el gusto que nos
da comerlos puede tener, como fin último, satisfacer a un microbio.
Debido a
los esfuerzos de la industria alimentaria, la flora que hay en nuestro
cuerpo se ha hecho muy popular. Hoy la mayoría de la gente sabe que
existen las bifidobacterias —popularizadas como bífidus— y los
lactobacilos, aunque estos son apenas dos grupos que contienen una
pequeña parte de las más de dos mil especies que se ha calculado que nos
habitan. El cometido de todas ellas es ayudar a nuestra digestión y
facilitar los procesos metabólicos que implica. Los mágicos efectos que
prometen las marcas con su ingesta deben atribuirse a la exageración
publicitaria, y no a estudios científicos comprobados. Aunque en
realidad hagan algo mucho más importante, asegurar nuestra
supervivencia, lo mismo que nosotros aseguramos la suya. Hemos
establecido con ellos una relación simbiótica, pero, lejos de ser
amables y pacíficos colaboradores, compiten entre sí, como cualquier
conjunto de especies en la naturaleza, usando nuestro sistema digestivo
como su hábitat. Cuando alguna de ellas tiene éxito y es capaz de
imponerse sobre el resto de especies de nuestra microbiota, volviéndose
más abundante, puede provocarnos enfermedades gastrointestinales. E
influir también de forma determinante en las decisiones que tomamos.
Al menos esto es lo que proponen en su estudio Joe Alcock, de la Universidad de Nuevo México, y Carlo C. Maley y C. Athena Aktipis,
de la Universidad del Estado de Arizona. Según estos científicos
estadounidenses, la microbiota es capaz de producir un desorden
emocional en nuestro cerebro. Cuando nuestros microbios no encuentran en
el sistema digestivo los nutrientes que necesitan, comienzan a alterar
los receptores intestinales de sustancias placenteras presentes en el
sistema entérico. No solo nos impiden seguir experimentando placer, sino
que además liberan toxinas capaces de inducirnos sensaciones negativas
como estrés, tristeza, insatisfacción y sentimientos similares. Se valen
para ello del nervio vago, vía de comunicación entre el sistema
entérico y el cerebro. Toda la microbiota estaría permanentemente
liberando esas sustancias tóxicas para que le proporcionemos su alimento
específico. Pero mientras su número se encuentra en el índice habitual,
y el total de especies en equilibrio, la cantidad generada por cada una
de ellas no es suficiente para imponer sus efectos. El problema es
cuando una de las bacterias predomina en nuestros intestinos.
La
solución para dejar de sentir este malestar psíquico provocado por la
microbiota no puede ser más sencilla: basta con comer. Pero no cualquier
alimento, sino aquellos que contienen las sustancias demandas por la
bacteria. Si somos obedientes, y los microbios vuelven a percibir la
presencia de lo que les gusta en nuestras tripas, liberarán a los
receptores intestinales para que perciban la dopamina, la serotonina y
las endorfinas. Nuestra consciencia recibirá el mensaje inequívoco de
que todo vuelve a estar bien, puesto que sentimos el placer de la
serotonina y la dopamina, y el efecto anestésico de las endorfinas. Nos
sentiremos felices, o al menos se habrá reducido nuestro nivel de
frustración.
Observemos
el proceso desde fuera con un ejemplo individual para ver cómo la
microbiota puede convertir a un ser humano en un golem. Después de un
día estresante en la oficina, nuestro sujeto de estudio, el Individuo A,
llega a casa. Los factores externos de su puesto de trabajo y la
actividad de su microbiota alterada le han provocado un fuerte malestar,
sumando así síntomas comunes provocados por causas distintas. Como «A»
está obeso, en la puerta de su nevera figura la frugal cena que le
depara la dieta recomendada por su médico. «A» decide saltársela,
atiborrándose esa noche con una pizza y un helado de postre.
Grasas y azúcares contraproducentes para su tensión alta y para sus
elevados niveles de colesterol y transaminasas. No es una forma de
actuar racional, y tanto nosotros como él, actuando como jueces desde
nuestro cerebro consciente, diremos que «A» tiene muy poca voluntad y
quizá no demasiada motivación para adelgazar. Pero eso sería así si sus
decisiones sobre alimentación dependieran en exclusiva de su conciencia.
Y es aquí donde Alcock, Maley y Aktipis introducen el factor adicional
de la influencia de los microbios.
De acuerdo con su investigación, la
microbiota altera el tráfico de sensaciones que discurren por el nervio
vago no solo para alimentarse. También para aumentar su número. A fin de
reproducirse y hacer sobrevivir a más individuos, retrasa el momento en
que el sistema entérico envía al cerebro la señal de que ya estamos
satisfechos. Nos hace sentir, por tanto, un hambre falso. Ese que
llevaría al Individuo «A» a comer cada vez más porciones de pizza y
a repetir de helado. Cuantas más grasas y azúcares ingiera, mayor será
el éxito de las bacterias que predominan en sus intestinos. Y al
aumentar su número, aumentará también la proporción de toxinas
liberadas, hasta «secuestrar» la voluntad del cerebro. Todo ello hará
que «A» siga ganando kilos y perjudicando su salud, llegando con el
tiempo a una situación en la que peligre su vida. Al hacerle engordar,
su flora intestinal habrá pasado de tener una relación simbiótica con él
a una parasitaria y, por tanto, mortal a largo plazo.
Alcock, Maley y Aktipis han intentado
probar estas teorías valiéndose de experimentos con ratones. A algunos
se les seccionó el nervio vago, y adelgazaron de forma inmediata, porque
su microbiota carecía ya del conducto de comunicación para influir en
la sensación de hambre. Otro modo de reducir su obesidad fue
alimentarles con probióticos, analizando qué especies dominaban en sus
intestinos, y facilitándoles la ingesta de aquellas que equilibraran su
flora. Esta estrategia también tuvo éxito en el adelgazamiento, y
demostraría que cuando las toxinas no predominan su efecto sobre el
cerebro desaparece. Adicionalmente se observó que un grupo de ratones,
más atrevidos y con más interés en explorar su entorno, tenían en el
intestino cantidades mayores de Lactobacillus rhamnosus. Cuando se proporcionó esta bacteria a
aquel grupo de ratones más tímidos y conservadores, estos adoptaron la
conducta de los atrevidos. Por tanto, la influencia de la microbiota
genera conductas diferentes según la especie que predomina, y no todas
son tan simples como hacernos elegir ciertos alimentos.
Esta
ampliación del campo de estudio sobre la microbiota y sus efectos es el
objetivo del APC Microbiome Institute de la Universidad de Cork en
Irlanda. Dos de sus investigadores han aportado interesantes evidencias
sobre los efectos de estos microorganismos en nuestro cuerpo. Ted Dinan, psiquiatra, propone introducir la composición de la microbiota intestinal
como un factor más a la hora de tratar las dolencias psíquicas. Para
apoyar esta tesis suele citar lo sucedido en la población de Walkerton,
Canadá, en mayo del año 2000. Unas inundaciones contaminaron el agua
corriente con cantidades muy elevadas de las bacterias Escherina coli y Campylobacter,
produciendo enfermedades gastrointestinales que siguieron su curso
habitual y curaron en diez días. Pero diez años después, Walkerton tiene
una de las ratios de población depresiva más elevadas de Canadá, cosa
que no ocurría antes de las inundaciones. Dinan atribuye su origen a la
alteración de la microbiota en sus habitantes, debida a las dos
bacterias citadas. Su colega John Cryan, bioquímico y farmacólogo en la misma universidad, va aún más allá, proponiendo que podemos emplear un conjunto de microbios intestinales
para modificar el modo en que funciona nuestro cerebro. Un estudio
preliminar demostró que veintidós varones jóvenes redujeron su nivel de
estrés tras tomar Bifidobacterium longum
durante un mes. Sus niveles de cortisol, la hormona que se produce en
respuesta al estrés, eran menores cuando se les sometía a situaciones
tensas, permitiéndoles afrontar la situación mucho más tranquilos. En
cambio, el mismo grupo no experimentó mejora alguna tras el mismo
periodo tratándose con un placebo.
Dinan y Cryan han acuñado el término «microbios melancólicos» para
designar a aquellas especies de la microbiota que pueden provocar
enfermedades mentales. Han intentado incluso ir más allá, al descubrir,
mediante un estudio preliminar en ratones, que la microbiota presente en
los enfermos de Parkinson provocaba
problemas motores en los roedores. Si se encontrara una relación entre
la enfermedad y una especie concreta de bacteria, estaríamos en el
camino de la prevención, y tal vez de un tratamiento eficaz.
Las
posibilidades de dominar la microbiota y usarla para tratar enfermedades
incurables, o para determinar nuestras conductas, más allá de lo que
creemos dominar conscientemente, resultan fascinantes. Pero todos los
científicos citados se muestran muy cautos ante el alcance de estas
investigaciones preliminares. Son estudios pequeños, no extrapolables en
muchos casos de ratones a humanos, y sobre todo tienen que solventar el
modo en que una determinada bacteria consigue influir en el cerebro.
Porque aunque conozcamos el mecanismo de transmisión a través del nervio
vago y usando el sistema entérico, todavía ignoramos el proceso químico
exacto del que se valen ciertas especies de microbiota para hacernos depresivos,
o proporcionarnos nervios de acero. Tampoco sabemos si unas bacterias
influyen en otras, ni si su influencia se logra mediante asociaciones
entre varias especies. Por el momento tenemos más preguntas que
respuestas.
Preguntas que ya han superado el campo de investigación de la medicina. En un área muy distinta, el biólogo evolucionista Andrew Moeller
ha publicado un estudio donde contempla que la evolución humana no
puede ser entendida sin la de la microbiota, pues el proceso evolutivo
fue conjunto y ambas especies nos influimos. Es decir, que no seríamos Homo sapiens sin las bacterias. Julia Segre,
del Instituto Nacional para el Estudio del Genoma Humano de Maryland,
Estados Unidos, es más cauta, afirmando que, dada la íntima relación
entre nuestro cuerpo y su microbiota, pudo haber influencia evolutiva,
pero es demasiado pronto para afirmar que los monos y los microbios se
cambiaron unos a otros hasta llevarnos a lo que hoy somos.
También
en el campo de la evolución se ha hecho este mismo año una propuesta
bastante novedosa, publicada además en la prestigiosa revista científica
Nature. El artículo, firmado por Lewin-Epstein, Ranit Aharonov y Lilach Hadany,
propone que cuando existen relaciones de colaboración entre especies
diferentes es debido a las bacterias intestinales. Admiten que en el
conjunto de la especie predomina siempre la conducta egoísta, para
cumplir con el principio de supervivencia del más fuerte y la adaptación
al medio. Pero la microbiota puede influir en la conducta de cada
individuo, y si el conjunto de individuos comparten las mismas
bacterias, y las transmiten a sus descendientes, se comportarán de forma
altruista. Lo interesante de este estudio es que está abriendo la
puerta a posibles relaciones muy complejas entre conducta y microbios,
no solo en el ser humano, y con un origen en especies mucho más antiguas
que nosotros.
Todas
estas novedades científicas demuestran que hay un genuino interés por el
papel que juega la microbiota en nosotros, más allá de su conocido
papel en la digestión y el metabolismo.
Las evidencias son suficientes como para pensar que esa conexión
existe, aunque debamos dedicar años de estudio todavía a descubrir cómo
funciona. El problema, tal vez, sea enfrentar el prejuicio sobre nuestra
propia individualidad. Si a nuestro yo, determinado por las
circunstancias externas y la educación, tenemos que añadirle lo que
hacen de nosotros los microbios de nuestras tripas, tal vez debamos
cambiar nuestro concepto de lo humano. Reescribir el término libre
albedrío. Y contemplar de distinta manera a nuestros semejantes,
preguntándonos si su ira, su egoísmo, su fidelidad o su amor responden a
lo que ellos quieren hacer de sí mismos, o a lo que de ellos hace la
microbiota. Si algún día tenemos todos los factores de esta ecuación
científica, quién se atreverá a decir que mediante una nueva medicina no
puedan hacernos una cirugía estética de nuestra personalidad. Para
dominar, finalmente, a ese golem movido por bacterias que, lo creamos o
no, lleva nuestro nombre y nuestra forma de ser. Si tal medicina fuera
capaz de hacernos mejores, podríamos decir que la humanidad, gracias a
la ciencia, sí tiene remedio. Pero, por el momento, eso no es más que
una teoría.
Este artículo es el ganador del concurso DIPC de divulgación del evento Ciencia Jot Down 2017https://www.jotdown.es/2017/09/un-golem-movido-por-bacterias/
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