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jueves, 11 de julio de 2019

Un golem movido por bacterias Publicado por Martín Sacristán

Un golem movido por bacterias

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El golem, 1920. Imagen: Projektions-AG Union.
Un temible monstruo de barro, con apariencia de hombre gigante, se mueve por la pantalla, en blanco y negro, aterrorizando al espectador de 1920. Es El golem. La película de Paul Wegener, hoy un clásico del cine expresionista alemán, explota el miedo a ese ser parecido al hombre que no razona ni responde a pensamientos complejos, sino solo a órdenes simples e instintos. Porque en cualquier momento puede descontrolarse provocando la destrucción y la muerte. Algo que no harán los más racionales y comedidos seres humanos que conviven con él. A menos, claro, que lleven dentro de sí algo tan instintivo como ese monstruo de barro extraído de las leyendas judías. Y a la luz de las últimas investigaciones, puede que ese golem habite en nosotros, dominándonos de un modo del que no somos conscientes.
Nuevas teorías científicas proponen que la microbiota, el conjunto de bacterias que habita nuestro intestino, puede dominar algunos aspectos de nuestra conducta. Para entender cómo lo hacen es crucial conocer el funcionamiento de nuestro sistema nervioso entérico. Sus neuronas, idénticas a las del órgano que rige el pensamiento, se extienden en una red que rodea el esófago, el estómago, y ambos intestinos, delgado y grueso, llegando hasta el ano. Se ha estimado su número en 500 millones, una minúscula cantidad si la comparamos a los 86.000 millones del cerebro, cifra obtenida por la neurocientífica Suzana Herculano-Houzel. Dada la diferencia, no es probable que esas tripas intestinales tengan la más mínima capacidad para pensar y, por tanto, de tomar decisiones por nosotros. Pero sí se mantienen en contacto permanente con nuestro cerebro. Enviándole una serie de informaciones sobre el proceso digestivo que nos proporcionan un profundo placer.
Lo que nos hace tan agradable el digerir son las sustancias liberadas en el sistema entérico: serotonina, dopamina, leuencefalina, y metencefalina. No es casual que sus nombres parezcan referirse a algo que nos dispensarían en una farmacia, porque sus placenteros efectos no son muy diferentes de los de ciertas drogas. Nada ilustra mejor cómo mejoran nuestro estado de ánimo que el orgasmo, pues ese proceso fisiológico también aumenta nuestros niveles de serotonina y dopamina. Las otras dos sustancias mencionadas, leuencefalina y metencefalina, son endorfinas, y por tanto generan la misma sensación analgésica que los opiáceos. Obviamente, ningún ser humano necesita la ciencia para descubrir que comer es una actividad placentera, incluso si ignora todo lo anterior. Pero sus descubrimientos comienzan a desvelarnos que es la microbiota quien nos influye para elegir ciertos alimentos, y que el gusto que nos da comerlos puede tener, como fin último, satisfacer a un microbio.
Debido a los esfuerzos de la industria alimentaria, la flora que hay en nuestro cuerpo se ha hecho muy popular. Hoy la mayoría de la gente sabe que existen las bifidobacterias —popularizadas como bífidus— y los lactobacilos, aunque estos son apenas dos grupos que contienen una pequeña parte de las más de dos mil especies que se ha calculado que nos habitan. El cometido de todas ellas es ayudar a nuestra digestión y facilitar los procesos metabólicos que implica. Los mágicos efectos que prometen las marcas con su ingesta deben atribuirse a la exageración publicitaria, y no a estudios científicos comprobados. Aunque en realidad hagan algo mucho más importante, asegurar nuestra supervivencia, lo mismo que nosotros aseguramos la suya. Hemos establecido con ellos una relación simbiótica, pero, lejos de ser amables y pacíficos colaboradores, compiten entre sí, como cualquier conjunto de especies en la naturaleza, usando nuestro sistema digestivo como su hábitat. Cuando alguna de ellas tiene éxito y es capaz de imponerse sobre el resto de especies de nuestra microbiota, volviéndose más abundante, puede provocarnos enfermedades gastrointestinales. E influir también de forma determinante en las decisiones que tomamos.
Al menos esto es lo que proponen en su estudio Joe Alcock, de la Universidad de Nuevo México, y Carlo C. Maley y C. Athena Aktipis, de la Universidad del Estado de Arizona. Según estos científicos estadounidenses, la microbiota es capaz de producir un desorden emocional en nuestro cerebro. Cuando nuestros microbios no encuentran en el sistema digestivo los nutrientes que necesitan, comienzan a alterar los receptores intestinales de sustancias placenteras presentes en el sistema entérico. No solo nos impiden seguir experimentando placer, sino que además liberan toxinas capaces de inducirnos sensaciones negativas como estrés, tristeza, insatisfacción y sentimientos similares. Se valen para ello del nervio vago, vía de comunicación entre el sistema entérico y el cerebro. Toda la microbiota estaría permanentemente liberando esas sustancias tóxicas para que le proporcionemos su alimento específico. Pero mientras su número se encuentra en el índice habitual, y el total de especies en equilibrio, la cantidad generada por cada una de ellas no es suficiente para imponer sus efectos. El problema es cuando una de las bacterias predomina en nuestros intestinos.
La solución para dejar de sentir este malestar psíquico provocado por la microbiota no puede ser más sencilla: basta con comer. Pero no cualquier alimento, sino aquellos que contienen las sustancias demandas por la bacteria. Si somos obedientes, y los microbios vuelven a percibir la presencia de lo que les gusta en nuestras tripas, liberarán a los receptores intestinales para que perciban la dopamina, la serotonina y las endorfinas.  Nuestra consciencia recibirá el mensaje inequívoco de que todo vuelve a estar bien, puesto que sentimos el placer de la serotonina y la dopamina, y el efecto anestésico de las endorfinas. Nos sentiremos felices, o al menos se habrá reducido nuestro nivel de frustración.
Observemos el proceso desde fuera con un ejemplo individual para ver cómo la microbiota puede convertir a un ser humano en un golem. Después de un día estresante en la oficina, nuestro sujeto de estudio, el Individuo A, llega a casa. Los factores externos de su puesto de trabajo y la actividad de su microbiota alterada le han provocado un fuerte malestar, sumando así síntomas comunes provocados por causas distintas. Como «A» está obeso, en la puerta de su nevera figura la frugal cena que le depara la dieta recomendada por su médico. «A» decide saltársela, atiborrándose esa noche con una pizza y un helado de postre. Grasas y azúcares contraproducentes para su tensión alta y para sus elevados niveles de colesterol y transaminasas. No es una forma de actuar racional, y tanto nosotros como él, actuando como jueces desde nuestro cerebro consciente, diremos que «A» tiene muy poca voluntad y quizá no demasiada motivación para adelgazar. Pero eso sería así si sus decisiones sobre alimentación dependieran en exclusiva de su conciencia. Y es aquí donde Alcock, Maley y Aktipis introducen el factor adicional de la influencia de los microbios.
Flora intestinal. Imagen: Virguti55 (CC).
De acuerdo con su investigación, la microbiota altera el tráfico de sensaciones que discurren por el nervio vago no solo para alimentarse. También para aumentar su número. A fin de reproducirse y hacer sobrevivir a más individuos, retrasa el momento en que el sistema entérico envía al cerebro la señal de que ya estamos satisfechos. Nos hace sentir, por tanto, un hambre falso. Ese que llevaría al Individuo «A» a comer cada vez más porciones de pizza y a repetir de helado. Cuantas más grasas y azúcares ingiera, mayor será el éxito de las bacterias que predominan en sus intestinos. Y al aumentar su número, aumentará también la proporción de toxinas liberadas, hasta «secuestrar» la voluntad del cerebro. Todo ello hará que «A» siga ganando kilos y perjudicando su salud, llegando con el tiempo a una situación en la que peligre su vida. Al hacerle engordar, su flora intestinal habrá pasado de tener una relación simbiótica con él a una parasitaria y, por tanto, mortal a largo plazo.
Alcock, Maley y Aktipis han intentado probar estas teorías valiéndose de experimentos con ratones. A algunos se les seccionó el nervio vago, y adelgazaron de forma inmediata, porque su microbiota carecía ya del conducto de comunicación para influir en la sensación de hambre. Otro modo de reducir su obesidad fue alimentarles con probióticos, analizando qué especies dominaban en sus intestinos, y facilitándoles la ingesta de aquellas que equilibraran su flora. Esta estrategia también tuvo éxito en el adelgazamiento, y demostraría que cuando las toxinas no predominan su efecto sobre el cerebro desaparece. Adicionalmente se observó que un grupo de ratones, más atrevidos y con más interés en explorar su entorno, tenían en el intestino cantidades mayores de Lactobacillus rhamnosus. Cuando se proporcionó esta bacteria a aquel grupo de ratones más tímidos y conservadores, estos adoptaron la conducta de los atrevidos. Por tanto, la influencia de la microbiota genera conductas diferentes según la especie que predomina, y no todas son tan simples como hacernos elegir ciertos alimentos.
Esta ampliación del campo de estudio sobre la microbiota y sus efectos es el objetivo del APC Microbiome Institute de la Universidad de Cork en Irlanda. Dos de sus investigadores han aportado interesantes evidencias sobre los efectos de estos microorganismos en nuestro cuerpo. Ted Dinan, psiquiatra, propone introducir la composición de la microbiota intestinal como un factor más a la hora de tratar las dolencias psíquicas. Para apoyar esta tesis suele citar lo sucedido en la población de Walkerton, Canadá, en mayo del año 2000. Unas inundaciones contaminaron el agua corriente con cantidades muy elevadas de las bacterias Escherina coli y Campylobacter, produciendo enfermedades gastrointestinales que siguieron su curso habitual y curaron en diez días. Pero diez años después, Walkerton tiene una de las ratios de población depresiva más elevadas de Canadá, cosa que no ocurría antes de las inundaciones. Dinan atribuye su origen a la alteración de la microbiota en sus habitantes, debida a las dos bacterias citadas. Su colega John Cryan, bioquímico y farmacólogo en la misma universidad, va aún más allá, proponiendo que podemos emplear un conjunto de microbios intestinales para modificar el modo en que funciona nuestro cerebro. Un estudio preliminar demostró que veintidós varones jóvenes redujeron su nivel de estrés tras tomar Bifidobacterium longum durante un mes. Sus niveles de cortisol, la hormona que se produce en respuesta al estrés, eran menores cuando se les sometía a situaciones tensas, permitiéndoles afrontar la situación mucho más tranquilos. En cambio, el mismo grupo no experimentó mejora alguna tras el mismo periodo tratándose con un placebo.
Dinan y Cryan han acuñado el término «microbios melancólicos» para designar a aquellas especies de la microbiota que pueden provocar enfermedades mentales. Han intentado incluso ir más allá, al descubrir, mediante un estudio preliminar en ratones, que la microbiota presente en los enfermos de Parkinson provocaba problemas motores en los roedores. Si se encontrara una relación entre la enfermedad y una especie concreta de bacteria, estaríamos en el camino de la prevención, y tal vez de un tratamiento eficaz.
Las posibilidades de dominar la microbiota y usarla para tratar enfermedades incurables, o para determinar nuestras conductas, más allá de lo que creemos dominar conscientemente, resultan fascinantes. Pero todos los científicos citados se muestran muy cautos ante el alcance de estas investigaciones preliminares. Son estudios pequeños, no extrapolables en muchos casos de ratones a humanos, y sobre todo tienen que solventar el modo en que una determinada bacteria consigue influir en el cerebro. Porque aunque conozcamos el mecanismo de transmisión a través del nervio vago y usando el sistema entérico, todavía ignoramos el proceso químico exacto del que se valen ciertas especies de microbiota para hacernos depresivos, o proporcionarnos nervios de acero. Tampoco sabemos si unas bacterias influyen en otras, ni si su influencia se logra mediante asociaciones entre varias especies. Por el momento tenemos más preguntas que respuestas.
Preguntas que ya han superado el campo de investigación de la medicina. En un área muy distinta, el biólogo evolucionista Andrew Moeller ha publicado un estudio donde contempla que la evolución humana no puede ser entendida sin la de la microbiota, pues el proceso evolutivo fue conjunto y ambas especies nos influimos. Es decir, que no seríamos Homo sapiens sin las bacterias. Julia Segre, del Instituto Nacional para el Estudio del Genoma Humano de Maryland, Estados Unidos, es más cauta, afirmando que, dada la íntima relación entre nuestro cuerpo y su microbiota, pudo haber influencia evolutiva, pero es demasiado pronto para afirmar que los monos y los microbios se cambiaron unos a otros hasta llevarnos a lo que hoy somos.
También en el campo de la evolución se ha hecho este mismo año una propuesta bastante novedosa, publicada además en la prestigiosa revista científica Nature. El artículo, firmado por Lewin-Epstein, Ranit Aharonov y Lilach Hadany, propone que cuando existen relaciones de colaboración entre especies diferentes es debido a las bacterias intestinales. Admiten que en el conjunto de la especie predomina siempre la conducta egoísta, para cumplir con el principio de supervivencia del más fuerte y la adaptación al medio. Pero la microbiota puede influir en la conducta de cada individuo, y si el conjunto de individuos comparten las mismas bacterias, y las transmiten a sus descendientes, se comportarán de forma altruista. Lo interesante de este estudio es que está abriendo la puerta a posibles relaciones muy complejas entre conducta y microbios, no solo en el ser humano, y con un origen en especies mucho más antiguas que nosotros.
Todas estas novedades científicas demuestran que hay un genuino interés por el papel que juega la microbiota en nosotros, más allá de su conocido papel en la digestión y el metabolismo. Las evidencias son suficientes como para pensar que esa conexión existe, aunque debamos dedicar años de estudio todavía a descubrir cómo funciona. El problema, tal vez, sea enfrentar el prejuicio sobre nuestra propia individualidad. Si a nuestro yo, determinado por las circunstancias externas y la educación, tenemos que añadirle lo que hacen de nosotros los microbios de nuestras tripas, tal vez debamos cambiar nuestro concepto de lo humano. Reescribir el término libre albedrío. Y contemplar de distinta manera a nuestros semejantes, preguntándonos si su ira, su egoísmo, su fidelidad o su amor responden a lo que ellos quieren hacer de sí mismos, o a lo que de ellos hace la microbiota. Si algún día tenemos todos los factores de esta ecuación científica, quién se atreverá a decir que mediante una nueva medicina no puedan hacernos una cirugía estética de nuestra personalidad. Para dominar, finalmente, a ese golem movido por bacterias que, lo creamos o no, lleva nuestro nombre y nuestra forma de ser. Si tal medicina fuera capaz de hacernos mejores, podríamos decir que la humanidad, gracias a la ciencia, sí tiene remedio. Pero, por el momento, eso no es más que una teoría.
Este artículo es el ganador del concurso DIPC de divulgación del evento Ciencia Jot Down 2017
https://www.jotdown.es/2017/09/un-golem-movido-por-bacterias/

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